Nada hay de novedoso en reconocer que Mauricio Macri es el candidato de una élite financiera que, en parte, opera más allá de las fronteras territoriales y jurídicas que definen al Estado-nación. Es decir, es el candidato predilecto de quienes hacen dinero del dinero.
Esta predilección está bien fundada en los intereses económicos particulares de los integrantes de esa élite y no representa ningún obstáculo para la inteligencia: una brusca devaluación, por ejemplo, representará para ellos la posibilidad de apropiarse legalmente, y de un solo golpe, de una cantidad de dinero difícil de dimensionar para cualquiera que no viva de hacer dinero del dinero.
Hacen falta estimaciones y comparaciones más o menos rigurosas para entender qué son realmente mil millones de dólares. Además, cuando se trata de cantidades tan exorbitantes de esa entidad fantasmagórica que es el dinero, se pierde la noción sobre cuál puede ser su origen y se llega a adoptar como evidente lo que esa élite, a través de algunos medios de comunicación de amplio alcance, promociona como evidente: el dinero es causa del dinero, como un dios que se crea a sí mismo.
Pero numéricamente esa grupo de poder carece de fuerza electoral.
Por eso, por medio de la publicidad, disfrazada de información, y de eslóganes que son como jingles, necesita modelar un electorado a la medida de su ambición especulativa y un candidato lo suficientemente elástico como para oficiar de caballo de Troya.
Capricho y emotividad
La élite lo sabe: el electorado que requiere para su causa responde al capricho y a la emotividad antes que al análisis y al discurso. Pelear cansa; vivir también.
Un caballo de Troya que simule el vientre protector de una madre encenderá siempre el deseo de una consumación feliz al alcance de la mano y portará las mismas promesas de satisfacción de las que se inviste la novedad.
La novedad, sin embargo, tiene una identidad muy frágil: dicta el fin de cuanto le precede sin dejar de ser un sepulturero que, desde el momento en que se anuncia, sabe que ha comenzado su propio entierro.
Con esa misma precipitación, un caballo de madera dejó de ser para los troyanos un auspicioso obsequio y se convirtió en una máquina de guerra letal. Muchos no alcanzaron a advertir la transfiguración, que en realidad sólo era el producto de una ilusión.
Cuando se pierde el miedo, se ahoga también el instinto de autoconservación.
*Docente de Filosofía de la Universidad Nacional de Córdoba.
Realmente excelente!!!!!!