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Desencuentro

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Por Elba Fernández Grillo  /  Licenciada en Comunicación Social, mediadora

Faltaban minutos para la hora en que con Mary debíamos comenzar la primera mediación del día. Mientras organizábamos la papelería crucé en varias oportunidades el hall de espera. En mi última pasada, previo al comienzo de nuestra mediación, una persona me tomó de una de las manos y me preguntó si yo era su mediadora. Al indagar su nombre y responderme la mujer -de unos 70 años, bien vestida y maquillada- que se llamaba Amalia, confirmé que sí. Le dije que en minutos la haríamos pasar y esperaríamos la otra parte, que ella había hecho citar. Contestó que a quien esperábamos era su “única hija”, y me pidió si la podía escuchar antes de entrar a la sala y tener que estar frente a ella. Repitió con tristeza que la citada era su hija, de 38 años, quien mantuvo durante años una relación de pareja; ahora, separada, volvió a vivir con ella y esta convivencia era “insostenible”: quería que su hija se retirase de su casa.

Le sugerí que todo lo dicho lo repitiese delante de su hija, en lo que los mediadores llamamos “reunión conjunta”. Entonces Amalia relató lo que nos había adelantado: que la convivencia con su hija era muy difícil y que le rogaba se fuera a vivir a su propia casa. Al preguntarle a Isabel -la hija- si tenía casa, nos dijo que sí. Indagando la razón por la que se había ido a vivir con su mamá, nos respondió que ella no había trabajado nunca, que no pensaba hacerlo y que empleaba esta propiedad para cobrar una renta. Amalia agregó que el inmueble había sido comprado por ella, fruto de su trabajo durante muchos años como directora de una escuela rural. En este punto del encuentro las mediadoras decidimos pasar a una reunión privada con Isabel y consideramos temas relativos al valor del trabajo, a la capacitación, a la importancia de generar recursos para la vejez, encontrándonos con una Isabel que rechazaba cada propuesta, insistiendo en que su madre estaba discapacitada para vivir sola, estaba demente y debía ser internada en algún lugar para enfermos mentales. Nuestra primera percepción no concordaba con lo que Isabel manifestaba; Amalia nos resultaba absolutamente coherente en sus relatos, sin ningún atisbo de anormalidad.

Juntas, las cuatro pensamos en algunos ejercicios que podrían ayudarlas a mejorar su comunicación. Ambas manifestaron que les gustaba tomar la merienda por la tarde viendo una telenovela, que cada una miraba en su habitación: las invitamos a hacerlo juntas en la cocina de la casa y programamos otra reunión en 15 días. También le pedimos a Isabel que trajera la fecha de vencimiento del contrato de locación de su propiedad, para saber cuándo podría mudarse si la convivencia continuaba problemática.

Isabel se presentó a la segunda audiencia acompañada por un abogado. Tanto Amalia como Isabel manifestaron que después de la primera reunión y por algunos días todo había estado muy bien. Habían podido charlar de sus cosas, recordar tiempos pasados e intentar reconstruir el vínculo, pero luego de unos días esto desmejoró y habían vuelto a agredirse y a no tolerarse. Cuando Isabel explicó que consideraba que su madre debía ser recluida en una institución para discapacitados, su abogado reforzó esta hipótesis. Amalia pidió ser escuchada e hizo un “mea culpa” acerca de lo que ella sentía habían sido sus errores como madre: omnipotente, incapaz de sostener límites con su hija, controladora, pero de ninguna manera “demente”.

Decidimos tener una reunión privada sólo con el abogado y conversamos sobre la posible internación de Amalia, a quien percibíamos absolutamente lúcida. Le manifestamos que su clienta, Isabel, contaba con una vivienda propia. El abogado lo desconocía y expresó que ella le había dicho que si su madre la echaba de esta propiedad quedaría en la calle. Inmediatamente hicimos ingresar a madre e hija a la sala de mediación y les solicitamos reiteraran el relato sobre la vivienda de Isabel, confirmando lo que sabíamos: existía, estaba alquilada e Isabel percibía esta renta. El abogado, al escuchar, pidió hablar a solas con su clienta; luego nos llamó a nosotras y nos pidió disculpas por sus intervenciones, pues también había comprobado que Amalia no merecía seguir siendo hostigada con la amenaza de una internación y que él le sugería a Isabel se retirase de esta propiedad.

Isabel confirmó que en tres meses vencía el contrato de locación y redactamos un acuerdo en el cual constaba que Amalia esperaría este tiempo, permitiéndole a su hija vivir con ella hasta que se desocupara su vivienda. Cumplido este plazo Isabel se mudaría y cada una habitaría su propia casa.

Sin dudas fue una mediación difícil, no tanto por su temática, sino por la sensación de tristeza que nos dejó este desencuentro entre una madre y su hija. Es aquí donde los mediadores familiares somos traspasados por las historias de la gente y, si bien estamos entrenados para no involucrarnos emocionalmente, a veces la vida también nos lleva por delante.

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