En los últimos años, la historia ha ocupado un lugar muy destacado en la escena pública argentina. Se discuten diversos aspectos del pasado en función de problemáticas del presente y desde el Estado se ha elevado a los primeros planos a figuras muy relegadas; con algunos resultados positivos, como la valorización de personajes de la talla de Juana Azurduy o Felipe Varela.
El regreso de debates históricos al ámbito político habilitó el retorno de viejas oposiciones entre historiadores. Un ejemplo claro es lo ocurrido con Juan Manuel de Rosas, quien durante el siglo XX enfrentó a quienes lo tildaban de tirano contra quienes lo consideraban un héroe nacional de primera línea, conflicto al que el presidente Menem buscó poner fin cuando en 1989 hizo repatriar sus restos, argumentando que el gesto cerraba las heridas del pasado y permitía mirar para adelante, en consonancia con el espíritu neoliberal (unos días más tarde decretaba el indulto de los militares de la última dictadura militar…).
Pero el Rosas actual ya no es una prenda de tardía reconciliación sino que es otra vez presentado para discutir con la tradición liberal. Es cierto que los defensores del Restaurador no encuentran ataques antirrosistas muy fuertes, como sí ocurría en otras épocas.
Ahora se ha reivindicado sin inconvenientes su papel en la defensa de la soberanía ante la prepotencia de las poderosas Francia y Gran Bretaña, algo indudablemente importante. Pero al mismo tiempo se han realizado algunas mitificaciones, como la que considera a Rosas el promotor de un proyecto industrialista, algo que nunca ocurrió.
De todos modos, lo más interesante que pasó con Rosas en el último tiempo está en otro lado: en la posibilidad generada a partir de trabajos de distintos historiadores que revisaron cómo construyó su poder, las razones de su popularidad, las ideas que impulsaba, sus formas de hacer política.
También la persecución de sus enemigos, algo que después de la última dictadura militar no puede dejar de ser observado (incluso si uno quiere situarse históricamente en la época y evitar el anacronismo) a la luz de la problemática de los derechos humanos. Cualquier matanza permitida por Rosas, como también las que impulsaron Urquiza o los antiguos unitarios y luego los liberales, va a ser condenada desde nuestro presente. Y ello permitió que se difundieran cuestiones poco conocidas, como el fusilamiento en una sola mañana de julio de 1836 de más de 80 indígenas que habían caído prisioneros en la “campaña al desierto” que Rosas había dirigido tres años antes.
Esta consideración de los indígenas muestra algo más relevante que discutir a Rosas o a cualquier otro gobernante: la creciente presencia en los relatos de historia argentina de grupos que antes tenían poca cabida en ella.
Porque debatir sobre los “próceres” es atractivo, pero es importante hacerlo sin caer en la antigua idea de que un puñado de “grandes hombres” de clase alta, y algunas pocas “grandes mujeres”, hicieron la historia, cuando ésta es en realidad una construcción colectiva que no se entiende si sólo se observa cómo actuaron los líderes.
Las nuevas miradas
La recuperación del lugar fundamental de indígenas, afrodescendientes y otros integrantes del universo popular en la historia argentina tiene un doble beneficio: por un lado permite incorporar como protagonistas de la historia a quienes no tienen calles con sus nombres, lo cual no es algo “políticamente correcto” o pintoresco sino una clave, dado que solo así se puede comprender la historia de un país donde las marcas populares han sido tan fuertes.
Al mismo tiempo, recuperar a estos grupos y clarificar el origen mestizo de la región rioplatense contribuye a que hoy se pueda empezar a desmontar el mito del país “blanco”, la noción errónea de que los argentinos sólo descienden “de los barcos”.
A la vez, la conciencia creciente sobre las diferencias de género en la historia transforma nuestra mirada sobre el pasado, no tanto por hacer una historia de las mujeres (que corre el riesgo de seguir conservando una historia “central” que sería la de los hombres) sino porque, al incluir el género en cualquier análisis, el resultado es una historia menos machista. Hoy no hay lugar para una colección de historia que se llame simplemente Érase una vez el hombre.
Finalmente, otra novedad es la posibilidad latente de construir una historia nacional que no piense casi exclusivamente en Buenos Aires o la región pampeana como modelos sino que contemple a este “centro” en relación con otros espacios del país con derroteros diferentes.
Eso puede hacer revisar algunas “verdades” establecidas. Por dar un solo ejemplo: ¿cuándo se consolidó el Estado Nacional argentino? Hay consenso de que fue hacia 1880. Ahora bien, ¿realmente se consolidó entonces? Si se observan las investigaciones sobre los territorios nacionales de Patagonia y el Chaco, o la historia de provincias antiguas como Catamarca, la temporalidad del Estado Nacional, de su presencia efectiva en esos espacios, es mucho más tardía que en las provincias más ricas.
Los relatos sobre historia argentina están siendo, de a poco, corridos de eje.