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Complejo Esperanza: dignidad mancillada

Por Rodrigo Morabito* - Exclusivo para Comercio y Justicia
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Hace muy poco, se dio a conocer la situación del Complejo Esperanza, donde se pusieron de manifiesto las paupérrimas condiciones en las que se encuentran alojados los jóvenes infractores a la ley penal.

Si se repara que al mencionado lugar de alojamiento se envían personas menores de edad bajo medidas punitivas, la cuestión se torna más grave aún. ¿Y por qué decimos esto? Por una sencilla cuestión: la niñez es una de las etapas de la vida de mayor vulnerabilidad.

La vulnerabilidad tiene claro soporte legal (1). Así, un adolescente privado de libertad está inmerso en una serie de vulnerabilidades superpuestas que el Estado como garante de la seguridad de las personas detenidas bajo su potestad punitiva no puede obviar, pues, generalmente, quienes transitan los juzgados penales juveniles y, por ende, luego son enviados a centros de detención, son jóvenes residentes en zonas marginales o de clases bajas, muchas veces afectados en su salud por el flagelo de las adicciones y por la pobreza extrema, a lo que se suma la selectividad de un sistema penal que no sólo se muestra ineficaz en dar una respuesta a los conflictos que genera el delito sino que, además, intenta justificar la utilización indiscriminada del encierro como única respuesta para la solución delictual.

En efecto, cuando un adolescente es enviado a un centro de detención –siempre que se hayan agotado todas las medidas alternativas a la privación de libertad como última posibilidad a utilizar debido al principio de excepcionalidad que rige el sistema penal juvenil- el Estado deberá asegurarse y asegurarle al joven infractor condiciones humanas mínimas de alojamiento compatibles con su dignidad.

Ahora ¿cómo es posible que en los albores del siglo XXI aún los lugares de privación de libertad de la personas sean más parecidos a las mazmorras de la edad media que a lugares para seguridad y resocialización?
No puedo dejar pasar por alto que Argentina es el país más atrasado y brutal de América Latina en las áreas más complicadas de los derechos de la infancia. Nuestro país ostenta un triste récord en la Corte Interamericana de Derechos Humanos en materia de infancia: cuatro condenas entre 2003 y 2013.

Digno tratamiento institucional
Entonces, para evitar caer nuevamente en responsabilidad internacional, el Estado debe brindar a las personas detenidas bajo su potestad punitiva un acorde y digno tratamiento institucional. Este último es sencillamente el trato que se les brinda en las distintas instituciones a las niñas, niños y adolescentes que se encuentren privados de sus libertades.

El “buen trato” es un estándar normativo que surge de una lectura integral y sistemática de todo el ordenamiento internacional, nacional y local en materia de infancia y adolescencia.

De esta manera, el concepto de “buen trato” -entendido como estándar genérico o marco- se encuentra conformado por un catálogo de estándares específicos vinculados a cuestiones tales como: condiciones edilicias, sistema contra incendio, capacidad del dispositivo y cantidad de alojados, asistencia médica, odontológica, psicológica y psiquiátrica; condiciones de seguridad personal, salubridad, alimentación, régimen de vida (reglamento, derechos y obligaciones), actividades educativas, laborales, recreativas, espacio para el ocio, etcétera; suministro de vestimenta, régimen disciplinario, condiciones de comunicación con el medio libre, régimen de visitas y llamadas telefónicas, trato dispensando a los familiares, condiciones laborales del personal, registros y libros del dispositivo, perfil y capacitación del personal.

Lo hasta aquí postulado, encuentra su razón en el mandato legal propio del derecho internacional de los derechos humanos del cual los jueces no podemos desentendernos. Ergo, cuando se priva de libertad a una persona -y con mayor razón a un niño- también es ineludible para la autoridad judicial que ordena la medida el conocimiento exhaustivo del lugar donde ordena cumplir el encierro del joven, como así también, si el lugar reúne las condiciones exigidas para que la detención se lleve a cabo de conformidad a los estándares exigidos legalmente. Caso en contrario, reitero, el Estado puede incurrir en responsabilidad internacional.

Por otra parte, cabe poner énfasis en que más allá de la existencia de situaciones de violencia y abuso de la fuerza por parte de los funcionarios, el entorno en el que se desarrolla la privación de libertad constituye una forma de violencia estructural, que atenta contra la finalidad del sistema, genera aún más deterioro y perjudica seriamente las posibilidades de integración social de los niños privados de libertad. Los esfuerzos del Estado deben dirigirse a erradicar la violencia, tanto en lo que refiere a evitar situaciones que impliquen una violación de la integridad física de los niños privados de libertad cualquiera sea el autor de esa violación, como en lo que implica eliminar la violencia estructural derivada de las condiciones de detención.

En definitiva, si el fin fundamental del sistema penal juvenil es “la reintegración social y familiar del adolescente así como el pleno desarrollo de su persona y sus capacidades”, con situaciones como la del “Complejo Esperanza” y de muchos otros centros de detención de adolescentes en el país, ese fin es ficticio, y lo real, es la dignidad mancillada de los jóvenes.

1 Art. 75 inc. 23 de CN, 100 Reglas de Brasilia s/ Acceso a la Justicia de Personas en condición de Vulnerabilidad.

* Juez de Menores de Catamarca. Miembro de la Mesa Nacional de Asociación Pensamiento Penal.

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