La dimensión de decoro no es un elemento especulativo, psicológico, profundo o cosmovisional sino que está allí, libremente dispuesta para ser considerada y juzgada.
Por Armando S. Andruet (h)
Twitter: @armandosandruet
Exclusivo para Comercio y Justicia
El año anterior, la Comisión Iberoamericana de Ética Judicial llamó a concurso de monografías internacionales para considerar el principio de ética judicial de “integridad”. En función de ello, parece conveniente hacer alguna consideración, más aún a la vista de que el Código de Ética para Magistrados y Funcionarios del Poder Judicial de Córdoba carece de dicha realización.
Recordamos que la primera parte del código, aprobado por la Cumbre Judicial Iberoamericana en el año 2005, se ocupa de los Principios de la Ética Judicial Iberoamericana y describe un total de 13 de ellos que suman 82 artículos en dicha sección.
El principio de “Integridad” es el menos extenso de ellos porque contabiliza la escasa cantidad de tres artículos. Los otros son: Independencia -ocho artículos-; Imparcialidad -nueve-; Motivación, 10; Conocimiento y capacitación, 7; Justicia y equidad, 6; Responsabilidad institucional, 7; Cortesía, 5; Transparencia, 5; Secreto profesional, 7; Prudencia, 5; Diligencia, 6 y Honestidad profesional, 4 artículos.
Naturalmente, algunas personas pueden colegir que la cantidad de artículos que se ocupan de cada uno de los principios delata la importancia que cabe brindarle a éste, lo que no es cierto; aunque tampoco desmentible con total firmeza. Señalamos que la brevedad del tratamiento se refiere a la sencillez comprensiva del concepto de integridad, que permite predicar que dicho concepto posee características de tipo fundacional o central.
Por ello, sin duda, la reflexión sobre el principio ético judicial de la integridad debería considerarse uno que hace al constitutivo primario del núcleo ontológico de la ética judicial, junto a los principios de Independencia, Imparcialidad y Ecuanimidad.
Dicho carácter central de la integridad no debe verse empañado porque no se encuentra inventariado en la totalidad de los códigos de ética judicial; pues que dicho principio no tenga esa reiteración no afecta su carácter ontológico sino, en todo caso, reitera un dato principal en todo ethos judicial, aunque daba ser reconocido bajo morfologías diferentes.
Ello es así confirmado cuando se hace una consulta cuidadosa al Código Iberoamericano, en el cual puede leerse en su parte no normativa intitulada ‘Presentación del Código Iberoamericano de Ética Judicial’ que al tiempo de explicitar las consideraciones vinculadas con la integridad, indica en la primera línea del punto 3.8 que “Ésta [la integridad] es quizás una de las exigencias que más trabajo exigió a los fines de consensuar su contenido”, con lo cual se está poniendo inmediatamente en consideración que lo poco articulado de debe a su matriz compleja y no a su mera sencillez. Y continúan indicando los autores: “La ‘integridad’ tiene que ver con lo que otros códigos mencionan como deber judicial de ‘decoro’, y su contenido refiere a los comportamientos en el ámbito de su trabajo y también en el espacio público no profesional”.
Producidas estas aclaraciones, estamos en condiciones de acercarnos a la formulación de algún aporte que contribuya al colectivo de jueces y ciudadanos a tal respecto. Por lo pronto, la dimensión del decoro o la integridad se refiere a la presentación o la imagen que el juez tiene. El decoro o la integridad son en esencia cuestiones que resultan observables y, por ello, tangibles en la sensibilidad y en la acción. No se trata de un elemento especulativo, psicológico, profundo o cosmovisional sino que está allí, libremente dispuesto para ser considerado y juzgado.
Hemos indicado en otro lugar que los magistrados deben comportarse acorde con el cargo que tienen, en todo tiempo y en cualquier circunstancia, con suficiente recato y circunspección por ser ellos siempre reflejo para la sociedad de lo que debe ser un mejor ciudadano. En ese orden, la idea se cierra destacando que el decoro o la integridad del magistrado no es la apariencia de lo que él hace sino el mismo magistrado puesto en acción en otros ámbitos no específicos de la magistratura.
Ello así dicho, nos vuelve a la centralidad del desarrollo: ¿qué cosa es lo que convierte al juez en alguien que posee decoro o integridad?; o ¿cuáles eventos le quitan dicha entidad? Reiteramos que la respuesta no se adquiere visualizando sólo la perspectiva del juez en la función pública sino también en la que concierne a su vida privada con trascendencia pública.
Sin lugar a inquietudes meramente ocasionales, la cuestión de la integridad o decoro en modo alguno puede quedar hacinada -como algunos prefieren- a la pura realización intelectual o capacidad discursiva que la decisión racional de los jueces pueda tener; toda vez que los jueces son, para sus justiciables como para quienes no lo son, un colectivo de sujetos que resulta ser objeto de atención, seguimiento y auscultamiento constante. Por ello, no sólo es la integridad la señal de su formación intelectual sino que a ella se suma su misma realización biográfica.
Dicha afirmación final puede llevarnos a coincidir entonces en que la integridad o decoro requiere que ese juez tenga la perspectiva del reconocimiento de lo que ocurre en el mundo sociocultural, moral, histórico, político y económico que habrá de juzgar. Porque difícilmente quien renuncie a dichas categorías existenciales y mundanas pueda ser un juez que dispare confianza en la ciudadanía, con independencia total de sus muy buenas intenciones y de su misma formación científico-judicial.
La judicatura no es un proyecto de deseos sino una sumatoria de realizaciones que exigen desarrollos comprometidos en muchas ocasiones para ser alcanzadas. Y estos dos aspectos a la vista -formación profesional en sentido lato, por una parte (y que bien podría alcanzar a cubrir el espectro de lo público profesional que el juez tiene), y el relativo a su misma inserción en el mundo tal como es (que refiere a sus mismos actos privados con trascendencia pública)- son espacios en los que tiene que presentarse el mismo juez predicando su integridad o decoro.
Al aceptar que la integridad tiene las dos facetas indicadas, no hay dudas de que la primera resulta más fácil de ser objetivada. Un juez que carece de formación disciplinar para construir un razonamiento lógico debidamente argumentado en su discursividad puede ser denunciado a partir de parámetros totalmente controlables. Sin embargo ello, cuando es mirando desde el otro componente, la cuestión ya no es tan sencilla.
Algunos habrán de indicar que la integridad o decoro estará atendida en tanto el juez se ubique en un estándar que socialmente resulte ser aceptado. Sin embargo, ello traslada el problema acerca de qué manera en las sociedades modernas (moralmente diversas, políticamente diferentes, técnicamente vertiginosas y en las cuales la mayoría de los conceptos principales que hacen a la vida en común está atravesada en la discusión sobre si son naturales o culturales) no es posible saber cuál es el estándar socialmente aceptado solicitarle al juez y que se ajuste a ello. Sobre lo cual volveremos en otro momento con algún detenimiento.