Ella entró primero, acompañada de su abogada. Tendría unos 30 años. De contextura física corpulenta, desalineada, sin saludar se sentó en un extremo de la mesa y se apoyó contra la pared de la sala de mediación.
Él, cercano a los 70 años, delgado, con cierta dificultad para caminar, apenas entró acompañado de un joven abogado nos tendió la mano y, cabizbajo, saludó con voz apenas audible. Nos sentamos. Ella y él, separados por sus propios letrados, no se miraron una sola vez. Antes de concluir el protocolo con que se inicia cualquier proceso de mediación ella, a quien voy a llamar Norma, interrumpió y preguntó de manera enojosa: “¿Cuánto va a durar todo esto? ¿Se pueden obviar todas esas palabras y entrar directo al grano? No tengo mucho tiempo, se me hace la hora de buscar a mi nena a la escuela. ¡Yo vengo a reclamar lo que me pertenece! Que este sujeto se vaya de la casa de mi abuela y me dé la parte que me corresponde”.
La persona a quien Norma se refería era su tío Miguel, quien la miraba desde el otro extremo de la mesa, tras unos lentes de grueso aumento apenas sostenidos por una patilla de alambre. Mientras su cabeza, en un movimiento gestual decía que no, repetía una y otra vez: “¡Cuánto enojo! ¡Cuánto enojo!”
Norma continuó: “La casa era de mi abuela. Ella me crió cuando se murió mi mamá. Y él -lo señalaba con un dedo acusador, mientras su cuerpo avanzaba hacia el del abogado de Miguel- desde que se fue a vivir allí, porque se quedó sin trabajo y no tenía donde caerse muerto, se adueñó de todo y no me dejó entrar más. Yo quiero vender la casa, ¡que se vaya! ¡Quiero que se vaya!”
“Si yo no hubiera estado viviendo en la casa de tu abuela -era mi hermana-, nadie la hubiera cuidado cuando se enfermó”, nos explicaba Miguel. Norma contestó: “Cómo querías que la cuidara, ¡si tu mujer no me dejaba entrar! Todas las veces que fui me tuve que volver llorando. ¡No te voy a perdonar no haber podido despedirme de la única persona que fue importante en mi vida!”.”Ahora la tía no está. Estoy solo y decido yo. La casa es ya muy grande…y está vacía”, expresaba Miguel, con un hilo de voz.
Las narrativas, en reunión privada con Norma -empleada pública-, revelaron que sentía mucha angustia. Tenía programada en breve una intervención quirúrgica para extraerle un tumor en la matriz. Además de temer por su propia salud, le preocupaba su hijita de seis años, la misma edad en la que Norma perdió su mamá. Entre sollozos nos contaba que, como madre soltera, no tenía quien se pudiera hacerse cargo de su niña si ella se enfermaba. Su relato de manera recurrente volvía al amoroso recuerdo de su abuela, ahora impregnado por el resentimiento de lo perdido. La casa, junto a los detalles cotidianos que marcaron su niñez y adolescencia, estaban anclados y vivos en su memoria.
Miguel describió, también en reunión privada, que su vida laboral había estado atravesada por periódicos despidos. Sin recursos económicos, hacía ya un largo tiempo que se había radicado con su mujer en la vieja casona de una concurrida arteria de barrio General Paz, donde había vivido desde siempre su hermana -la abuela de Norma- y que ambos habían heredado tras la muerte de sus padres.
Se quejaba de que debe impuestos, de la casa muy deteriorada, nunca se hizo arreglo alguno, así que, en sus palabras, se caía a pedazos. Estaba de acuerdo en venderla y en analizar una propuesta de compra de un desarrollista, a quien le interesaba construir una torre en el lugar.
Luego del silencio que se produce, ante determinadas preguntas reflexivas manifiesta sentirse muy solo. Recuerda a su sobrina cuando era pequeña y la dedicación que su hermana le había brindado sin condiciones. Con los años, advierte una multiplicidad de cosas que antes no valoraba. Extraña los afectos, a su hermana, a su propia hija con quien perdió contacto, a su mujer fallecida dos años atrás. “Parece que los fantasmas me persiguen, escucho las voces de las personas que ya no están”, decía compungido.
Se advertía en Miguel que, con los años vividos, la percepción del tiempo, del espacio, de la vida y de la muerte se hubieran redefinido. Tiene cierta afinidad con el pasado, puede concatenarse con sus antecesores y le preocupa quiénes lo continuarán. Su vida, hoy, es pensada como limitada y con deseos de disfrutar de situaciones sencillas en las que no había reparado tiempo atrás.
En este primer encuentro, tanto Norma como Miguel, asesorados por sus abogados, acordaron que el primer paso sería tasar la propiedad y reflexionar sobre la propuesta del desarrollista. Fijamos nueva audiencia, los abogados se alistaron para retirarse y se ubicaron en el marco de la puerta de ingreso a la sala para esperar a sus clientes. Frente a frente, Norma y Miguel se miraron. Nos corrimos mi colega y yo. Quedaron solos en el breve espacio apenas separados por algunos centímetros. Miguel le abrió los brazos, ella sólo le tendió la mano.
“Cuando vayan de la inmobiliaria quiero entrar a la casa”, le dijo Norma. “Podés venir antes”, contestó Miguel, reteniendo su mano.
“¿Me vas a dejar entrar, tío?”, le preguntó mencionando el rol parental, por primera vez en la audiencia. “Por supuesto. Vení. Te espero. ¿Podrás el sábado a la tarde?..”
Ella retiró su mano y se fue alejando por el pasillo. “¡Norma!”, la llamó. “¿Sí?”, contestó ella.
“Vení con tu hija”, le propuso Miguel. “¿Con mi hija?”, preguntó Norma. “Sí, vení con Cinthia, tu hija. Tengo guardados los cuentos que te contaba la abuela”.
* Mediadora