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PERENCIÓN DE INSTANCIA

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Abogado apartado del pleito. Posibilidad de intervenir en el proceso en su condición de tercero coadyuvante (art. 18, ley 8226). Falta de legitimación para acusar la caducidad de la instancia
1- La intervención del abogado separado de su función que autoriza el art. 18, ley 8226, encuadra en la figura del tercero coadyuvante o adhesivo simple captado en el inc. 1° del art. 432, CPC. Él no es titular de la litis que se ventila en el juicio, la que sólo involucra a las partes fundamentales de la causa. Y si bien hasta el momento de apartarse obra en el desenvolvimiento del proceso, esa actuación es en salvaguarda de los derechos de uno de los litigantes y no haciendo valer un derecho propio. La intervención que la ley le permite asumir en el pleito es en amparo de un interés indirecto y reflejo que él ostenta frente a la futura sentencia que se pronuncie, la cual podrá repercutir en una doble dirección. Por un lado, el triunfo de quien fuera su cliente significará la condena en costas de la contraria y ello conllevará al agregado de un nuevo deudor respecto de su crédito de honorarios. Por otro lado, el triunfo del litigante para quien trabajó gravitaría en la cuantía definitiva de su regulación de honorarios en cuanto el resultado de la gestión profesional constituye una pauta de evaluación cualitativa contemplada en el art. 36, inc. 5°, LA, y sobre todo porque la suerte final de la acción influye en la determinación de la base económica sobre la cual se deben calcular los honorarios (art. 29).

2- A pesar del carácter excepcional de la intervención del tercero coadyuvante en el juicio ajeno, una vez admitida su participación en el pleito gozará de una legitimación en principio amplia. El tercero asume la condición de una suerte de litis consorte auxiliar que se agrega al litigante principal y, por consiguiente, debe considerárselo investido de todos los derechos y facultades inherentes a la parte. Pero ésta no es una regla absoluta que comporte una equiparación del coadyuvante con la parte principal en todas las situaciones que puedan presentarse, sin tener en cuenta las particularidades que exhiba cada supuesto particular y cuál sea in concreto la causa de la intervención en cada caso singular. No pasa de ser una regla general cuya extensión es susceptible de sufrir restricciones. En este sentido debe interpretarse la norma del art. 432 in fine, CPC, según la cual el tercero voluntario tendrá las mismas facultades y derechos que las partes. En la hipótesis del coadyuvante simple captado en el inc. 1°, el precepto se limita a consagrar la regla general aludida pero no autoriza a comprender que todos los intervinientes adhesivos simples, cualquiera sea la situación en que se encuentren frente al litigio principal, quedan absolutamente equiparados a las partes principales y dotados de sus mismas atribuciones.

3- En el supuesto especial del abogado apartado del pleito, sus prerrogativas están limitadas por el poder de disposición que la parte principal mantiene sobre sus derechos y sobre el proceso que se ventila en torno de ellos, cuyo ejercicio por acción u omisión no podría ser contrarrestado por el letrado, quien deberá soportar los efectos de tales disposiciones. No corresponde atribuir al letrado potestades que le permitan reemplazar al titular de la acción en el ejercicio judicial de sus derechos y, por el contrario, debe asignársele una posición subordinada y secundaria en la causa.

4- La petición de caducidad de la segunda instancia o su reverso que es omitir tal petición permitiendo que la apelación subsista, comporta un acto de disposición sobre el proceso pendiente. En efecto, el silencio del litigante fundamental frente a la inacción del apelante durante el plazo de la ley significa una disposición de él sobre la subsistencia del recurso mediante el cual su adversario pretende seguir controvirtiendo sus derechos. Como titular de la relación jurídica, él decide así no prevalerse de la perención de instancia y por añadidura dejar a su contendiente la posibilidad de continuar con la apelación (art. 339, 1° par., y 343, CPC), lo que supone disponer el mantenimiento de la pendencia del proceso. Ese poder de disposición pertenece al sujeto de la relación jurídica en litigio, quien es dueño de decidir por sí mismo acerca de la suerte final del proceso. Permitir que el letrado – apartado del proceso- acuse la perención de la apelación con prescindencia de la voluntad de la parte significaría atribuirle el ejercicio de la acción ajena con indiferencia de cuál fuera la voluntad del titular del derecho. La situación jurídica en que el profesional se ubica frente al pleito no justifica reconocerle semejantes atribuciones.
5- Con respecto a la posición del letrado apartado del proceso frente a la parte con la que colabora, él es acreedor por honorarios de ella en virtud del contrato celebrado, lo que podría hacer pensar en la acción subrogatoria del art. 1196, CC. Si bien el supuesto común y corriente de este remedio es el de promoción de un juicio, nada impide que el mismo opere igualmente frente a un pleito iniciado por el titular que luego éste descuida, que es lo que acontece en el presente supuesto. Empero, la habilitación de este remedio extraordinario está condicionada a la existencia de un interés legítimo en el acreedor que justifique su intromisión, el que se vincula con dificultades en la satisfacción de su crédito como consecuencia de la eventual insolvencia de su deudor. De modo que mientras una situación semejante no se verifique, lo que en el supuesto de autos ni siquiera ha sido alegado, no cabe permitir que el abogado sustituya a su ex cliente en el ejercicio judicial de sus derechos.

6- Desde el punto de vista de la situación del letrado apartado del proceso frente al adversario, tampoco se justifica reconocerle poderes de disposición –como sucede con la petición de perención del recurso de apelación-. Él ingresa al pleito con el inocultable propósito de conseguir la condena en costas de la contraria, lo que, habida cuenta de la acción directa que la ley le atribuye contra el condenado en costas, conllevará el agregado de un segundo deudor a su crédito de honorarios. Sin embargo, desde esta perspectiva el letrado dista de investir un derecho de crédito efectivo -aunque fuera de carácter condicional- respecto del adversario, con quien ninguna relación jurídica actual lo vincula, derecho que recién surgiría en la eventualidad de que la condena en costas dictada en primera instancia deviniera firme. Mientras pende el recurso sobre la providencia del primer juez, el profesional sólo cuenta con la mera expectativa de que la apelación se malogre y la imposición de costas adquiera firmeza. Esta pura expectativa de hecho en que el abogado se encuentra frente a la posible suerte final del recurso está lejos de comportar un derecho constituido y perfecto, en resguardo del cual se le pudiera permitir disponer de las actuaciones procesales pendientes en sustitución del litigante principal.

7- La circunstancia de que el acuse de perención formulado por el letrado apartado del proceso, lejos de resultar perjudicial para la parte a quien auxilia, le sea en cambio beneficioso en cuanto acuerda firmeza a la providencia que declaró sus derechos, no empece a esta conclusión. Porque de lo que se trata es de salvaguardar la situación procesal del adversario, quien sólo está obligado a tolerar los actos de disposición del litigante con el cual se encuentra envuelto en el pleito, pero no puede quedar sujeto a pretensos actos de disposición provenientes del abogado que cesó en su ministerio, quien carece de legitimación a esos efectos. El deber de tolerancia que la ley le impone frente a la intervención que autoriza el art. 18, LA, comprende todos los actos procesales enderezados a conseguir el triunfo de la pretensión -u oposición- ajena, con exclusión de los actos que significan adoptar una disposición sobre la extensión de los derechos controvertidos o sobre la prosecución del debate judicial, los cuales sólo pueden provenir de los litigantes principales que son los únicos titulares del vínculo jurídico.

8- No es exacto que esta manera acotada de entender el ámbito de facultades del letrado convierta a su intervención coadyuvante en ineficaz en la práctica. No puede decirse que el conjunto de prerrogativas que le atribuye la ley con carácter de regla general sean absolutamente inútiles o ineficaces para ayudar al litigante principal a conseguir el reconocimiento de sus derechos. Entre ellas cabe incluir, por ejemplo, la de esgrimir argumentos jurídicos en aval de la pretensión o la de practicar las medidas probatorias que estime pertinentes. Naturalmente que reputarlo facultado también para ejercer actos de disposición aumentaría sus posibilidades de favorecer a la parte principal, como sucede justamente con la petición de perención del recurso de apelación. Pero el hecho de que el abogado no esté ligado por una relación jurídica actual con el adversario a cuyo vencimiento aspira, sino que sólo tenga una mera expectativa de mejorar sus derechos de honorarios, impide atribuirle poderes de disposición tales sobre el proceso que implicarían someter a la contraria al deber de litigar con un tercero que no actúa con el propósito de asegurar la vigencia y efectividad de un derecho ya adquirido.

14.928 – TSJ Sala CC Cba. 04/11/02. AI 211. Trib. de origen: C3a. CC Cba. “Filloy, Germán Héctor c/ Eduardo Oscar Pinto – Ejecutivo – Recurso de Casación”.

Córdoba, 4 de noviembre de 2002

Y CONSIDERANDO:

I. El presente expediente se radicó en segunda instancia a raíz del recurso de apelación deducido por la parte actora contra un auto interlocutorio dictado por el juez de primer grado. Luego de un tiempo de inactividad en el trámite de la alzada, el Dr. Ricardo A. Cáceres, quien se desempeñó como abogado de uno de los demandados hasta su renuncia al apoderamiento oportunamente conferido, y a quien se le acordó participación en los términos del art. 18 de la ley 8226, peticionó que se declare perimida la instancia abierta por la apelación. Después de la debida sustanciación, la Cámara dictó un auto interlocutorio decidiendo desestimar la pretensión en la inteligencia de que el letrado que cesó en su ministerio carece de legitimación para acusar la perención de la instancia. El abogado deduce recurso de casación en contra del pronunciamiento. Al amparo del motivo del inc. 1° del art. 383, CPC, denuncia que en el mismo se ha incurrido en el vicio de falta de fundamentación lógica y legal. Con invocación del motivo del inc. 3° del art. 383 señala que la resolución se funda en una interpretación de la ley distinta de la formulada por la Cámara de Apelaciones en lo Civil y Comercial de Villa Dolores en el pronunciamiento cuya publicación cita, en el cual se entendió que en nuestro derecho el abogado apartado del juicio goza de las mismas facultades que las partes principales y puede en tal carácter acusar la caducidad de la instancia (auto interlocutorio N° 141, del 27 de abril de 1999, in re “Gauna Luis A. c/ Czmola Juan C. – Ordinario”).
II. En lo concerniente al vicio de falta de fundamentación que se alega, es preciso replicar que el pronunciamiento está debidamente motivado pues en él se expresan las razones por las cuales se entiende que el abogado carece de legitimación para acusar la perención de la segunda instancia, sin incurrirse en defectos de carácter formal en el razonamiento desenvuelto en sustento de la decisión. La Cámara no ha inobservado el deber de fundamentación que imponen las leyes (art. 155, CPcial, y art. 326, CPC), y de allí que el recurso no se presente atendible en este aspecto. Todos los cuestionamientos que dirige el impugnante contra el pronunciamiento esconden, en esencia, una discrepancia con el acierto intrínseco de la resolución como así también disensos con el temperamento jurídico en base al cual se desestimó el pedido de caducidad, lo cual desborda el vicio de falta de fundamentación captado en el inc. 1° del art. 383 y engasta más bien en la hipótesis del inc. 3°, la que también se esgrime en respaldo del recurso de casación.
III. Corresponde proveer a continuación el extremo del recurso fundado en el motivo del inc. 3° del art. 383.
La impugnación es formalmente admisible e idónea para surtir la competencia extraordinaria. Por un lado, el requisito formal impuesto por el art. 385 ha sido satisfecho. La expresión del número de la publicación especializada donde el fallo fue reproducido unida a la adecuada individualización del pronunciamiento mediante la indicación del Tribunal que lo dictó, su número, la fecha en que se emitió y la carátula del juicio en que recayó, bastan para considerar verificada la cita precisa que exige la norma. Por más que no se consignara la fecha de la publicación y es de agregar, tampoco las páginas pertinentes, el recaudo debe estimarse observado toda vez que aquellos datos fueron suficientes para que la parte contraria, la Cámara a quo y este Tribunal, pudieran localizar sin ningún inconveniente la resolución traída en sostén del recurso y tomar conocimiento de su contenido. En situación así, frustrar la apertura de la competencia de la Sala por la falta de mención de información superabundante implicaría consagrar un exceso de rigor formal con menoscabo del derecho de defensa en juicio. Por otro lado, la impugnación está adecuadamente fundada con arreglo a las directivas impuestas por el art. 385, inc. 1° y 2°. En efecto, el abogado señaló cuál era la cuestión de derecho en discusión y, tras recordar la solución negativa adoptada respecto de ella en el auto bajo recurso, transcribió un pasaje del fallo traído como antitético donde se establece un temperamento amplio en orden a las atribuciones que goza el tercero coadyuvante en nuestro derecho, al cual por cierto hizo suyo (fs. 255). Aunque es de convenir que al desarrollar específicamente este extremo del recurso el letrado fue más bien lacónico, no debe valorarse esta parte del escrito de impugnación en forma aislada y haciendo abstracción del resto del mismo, en el cual y no obstante hacerse hincapié en los defectos de motivación que afectarían la providencia, se efectúan también críticas al juicio de derecho en base al cual la Cámara decidió rechazar el acuse de perención y se esgrimen los argumentos que demostrarían la legitimación que investiría el abogado apartado de la defensa para pretender la caducidad de instancia en lugar de quien fuera su cliente. Inclusive en el desarrollo de este aspecto del recurso concerniente a la fundamentación del auto impugnado, se agregan citas legales y doctrinarias referidas a la cuestión de derecho propuesta en el capítulo de la impugnación que ahora nos ocupa (fs. 249/54). Así las cosas, esa improlijidad menor en que incurrió el impugnante al no desarrollar en forma autónoma la fundamentación correspondiente al motivo del inc. 3° del art. 383, no puede erigirse en obstáculo a la admisibilidad formal de este capítulo del recurso si de las proposiciones que se enuncian a propósito del motivo del inc. 1° aquélla resulta clara y completa, quedando observado el requisito de autosuficiencia que impone la ley. Fuera de ello, en la resolución que se trae en apoyo del recurso se efectúa una interpretación del art. 18 de la ley 8226 y del art. 432, CPC, en lo concerniente a la amplitud de facultades que inviste el abogado apartado del juicio, diferente de la sentada por la Cámara a quo. Esta última considera que la intervención que autoriza el art. 18, LA, sólo puede circunscribirse a la defensa de la regulación de honorarios, pero no permite sustituir a las partes en la disposición de derechos que sólo pertenecen a ellas como son los atinentes a la cuestión principal y a las costas, de donde deduce que el letrado carece de legitimación para acusar la perención de la segunda instancia abierta por un recurso de apelación interpuesto por el adversario de quien fuera su comitente. Diversamente, en el auto de la Cámara de Villa Dolores se adopta una postura amplia en orden a la extensión de las prerrogativas de que goza el abogado y se entiende que queda equiparado a la parte principal en cuya ayuda interviene, pudiendo suplir la inactividad de ella. Sólo se reconoció una limitación a esta asimilación de prerrogativas y es que el letrado no podría cumplir aquellos actos que le están prohibidos a la parte. Con particular referencia a la caducidad de la segunda instancia y con arreglo a aquel temperamento, se estimó que el profesional estaba habilitado para denunciarla. Quiere decir entonces que desde el punto de vista general y abstracto en que es preciso ubicarse para establecer si se verifica el motivo de casación del inc. 3° del art. 383, las premisas de derecho de los pronunciamientos en confrontación son efectivamente antitéticas en punto a determinar si en nuestro ordenamiento el abogado que ha cesado en su desempeño profesional goza o no de la facultad de acusar la perención del recurso de apelación que grava la providencia obtenida por su ex cliente. La circunstancia de que en la resolución de la Cámara de Villa Dolores, a pesar de las apreciaciones desarrolladas en la motivación se haya decidido rechazar el pedido planteado por el letrado no empece a la admisibilidad del recurso. Ese desenlace del pronunciamiento obedece a una particularidad de hecho que se daba en el litigio incidental sometido a juzgamiento, cual era que el profesional peticionaba la perención de una apelación deducida por quien fuera su cliente y no por la contraparte de éste. Razón por la cual devino aplicable la limitación que impide al tercero realizar actos prohibidos al litigante principal, a quien en efecto la ley inhibe para reclamar la caducidad de su propia apelación, y por eso se concluyó finalmente que en el caso el abogado carecía del derecho de pedir la caducidad de ese recurso. Pero esta particularidad que en el plano de los hechos exhibe el decisorio invocado en apoyo del recurso, no afecta la señalada diversidad que en los fundamentos de derecho se observa en las providencias en compulsa, lo que es suficiente para abrir la competencia de la Sala sobre la cuestión propuesta. Tanto es así que de haberse contemplado el caso particular a la luz de la doctrina fijada en el antecedente traído en sostén del recurso, muy otra hubiera sido la conclusión del incidente pues diversamente de lo decidido en la providencia bajo recurso- habría debido acogerse el planteo formulado por el letrado y decretarse la perención de la segunda instancia.
IV. En el esclarecimiento del problema es preciso comenzar sentando la siguiente premisa del razonamiento. La intervención del abogado separado de su función que autoriza el art. 18 de la ley 8226 encuadra en la figura del tercero coadyuvante o adhesivo simple captado en el inc. 1° del art. 432, CPC. El no es titular de la litis que se ventila en el juicio, la que sólo involucra a las partes fundamentales de la causa, es decir, por un lado aquella que reclama la actuación de un derecho, y por otro, aquella contra la cual esa actuación se pretende. Y si bien hasta el momento de apartarse obró efectivamente en el proceso e intervino en su desenvolvimiento, esa actuación únicamente lo fue en salvaguarda de los derechos de uno de los litigantes, de cuya representación o asistencia profesional se ocupaba, y no haciendo valer un derecho propio. La intervención que no obstante la ley le permite asumir al letrado en el pleito es en amparo de un interés indirecto y reflejo que él ostenta frente a la futura sentencia que se pronuncie en definitiva, la cual podrá eventualmente repercutir en su esfera de derecho en una doble dirección. Por un lado, el triunfo de quien fuera su cliente significará la condena en costas de la parte contraria y ello a su vez conllevará, merced a la acción directa que la ley le confiere, el agregado de un nuevo deudor respecto de su crédito de honorarios; crédito que podrá hacerse efectivo, entonces, tanto sobre el patrimonio de su comitente cuanto sobre el del adversario condenado a pagar las costas del juicio. Por otro lado, el triunfo del litigante para quien antes trabajó gravitaría asimismo en la cuantía definitiva de su regulación de honorarios en cuanto el resultado de la gestión profesional constituye una pauta de evaluación cualitativa contemplada en el art. 36, inc. 5°, LA, y sobre todo porque la suerte final de la acción influye en la determinación de la base económica sobre la cual se deben calcular los honorarios (art. 29). De manera que también desde este segundo punto de vista, que concierne no ya a la incorporación de un segundo deudor a su derecho de honorarios sino que se refiere al monto de su crédito, la ley autoriza al abogado a ingresar en el juicio para colaborar con la parte a la que asistió profesionalmente procurando el reconocimiento de los derechos de ella (conf. Martínez Crespo, Temas prácticos de Derecho Procesal Civil, Advocatus, 2ª ed., 1995, pág. 245). La cuestión de derecho que se trae a conocimiento de este Tribunal involucra, entonces, el instituto procesal del tercero coadyuvante. Por eso cabe anticipar una aclaración. Conscientes de que éste constituye un asunto muy discutido en el derecho procesal, y con el propósito de evitar la fijación de pautas generales que abarcando todos los numerosos supuestos que pueden presentarse bajo aquel concepto común, podrían llegar a adquirir una extensión desmesurada e inconveniente, es preciso formular desde ya la siguiente advertencia. La unificación de jurisprudencia que se realiza mediante el presente pronunciamiento se ciñe a la hipótesis especial sobre la cual versa el sublite, esto es, la situación del abogado apartado del juicio a quien se le acuerda participación en los términos del art. 18 de la ley 8226 y que pretende acusar la perención del recurso deducido por el adversario de la parte en cuyo auxilio interviene. Efectuadas estas consideraciones preliminares y aproximándonos al núcleo de la cuestión planteada, es necesario destacar a continuación que por principio general el juicio es cosa de las partes, es decir que sólo están habilitados para intervenir en él las personas que son sujetos activo y pasivo respectivamente de la relación jurídica que constituye su objeto. También constituye un principio general que es correlativo de éste, el que todos los integrantes de la sociedad están obligados a reconocer la cosa juzgada formada en el juicio sustanciado entre dos personas, de modo que no pueden ignorar la existencia de la relación de derecho declarada en la sentencia, la que les resulta oponible siempre que no se pretenda desconocerles un derecho que se atribuyen (conf. Chiovenda, Instituciones de Derecho Procesal Civil, Ed. Revista de Derecho Privado, Madrid, 1948/54, t. 1, pág. 419/21 y t. 3, pág. 448/49). Inversamente la actuación de terceros ajenos al litigio que pretenden inmiscuirse en la gestión de derechos pertenecientes a otros, por más que tengan interés en que la cosa juzgada se establezca en un determinado sentido, sólo puede autorizarse en forma excepcional y frente a situaciones especiales que lo justifiquen. Ahora bien, a pesar de este carácter excepcional de la intervención del tercero coadyuvante en el juicio ajeno, es preciso reconocer que una vez admitida su participación en el pleito, lo que en el caso del abogado separado de su función se impone por directo imperio de la ley y sin necesidad de acreditar in concreto un determinado interés, gozará de una legitimación en principio amplia. Puesto que en virtud del interés que tiene en el triunfo de una de las partes la ley lo faculta a intervenir en el desenvolvimiento del juicio, el tercero asume la condición de una suerte de litis consorte auxiliar que se agrega al litigante principal y, por consiguiente, debe considerárselo investido de todos los derechos y facultades inherentes a la parte, pudiendo cumplir en tal carácter todos los actos procesales conducentes a la defensa de los derechos cuyo reconocimiento jurisdiccional redundará indirectamente en su propio beneficio. En consecuencia, podrá asimismo suplir la inactividad del litigante principal realizando actos que éste no cumple, como podría ser por ejemplo practicar pruebas o alegar sobre el mérito de la causa, actividad que el adversario deberá tolerar a pesar de la pasividad que la parte fundamental mantenga en ese aspecto (conf. Calamandrei, Instituciones de Derecho Procesal Civil, EJEA, Buenos Aires, 1973, t. 2, pág. 320/21 y 326; Rosemberg, Tratado de Derecho Procesal Civil, EJEA, Buenos Aires, 1955, t. 1, pág. 271; Devis Echandía, Teoría General del Proceso, Editorial Universidad, Buenos Aires, 1985, t. 2, pág. 406; Parra Quijano, La Intervención de Terceros en el Proceso Civil, Depalma, Buenos Aires, 1986, pág. 163 y 169). Sin embargo y tal como se sugirió, en nuestra opinión ésta no es una regla de carácter absoluto que comporte una equiparación lisa y llana del coadyuvante con la parte principal en todas las situaciones que puedan presentarse, sin tener en cuenta las particularidades que exhiba cada supuesto particular y cuál sea in concreto la causa de la intervención en cada caso singular. Antes bien, es de entender que no pasa de ser una regla de carácter general, cuya extensión es susceptible de sufrir limitaciones y restricciones en función de la índole de los intereses en virtud de los cuales interviene el tercero. En este sentido debe interpretarse la norma del art. 432 in fine, CPC, según la cual el tercero voluntario tendrá las mismas facultades y derechos que las partes. En la hipótesis del coadyuvante simple captado en el inc. 1° del dispositivo, que como se dijo es la figura en la que es dable subsumir al abogado, debe entenderse que el precepto se limita a consagrar la regla general aludida, cuyo verdadero alcance dependerá de la naturaleza y características del interés para cuya tutela interviene el tercero. Pero no autoriza a comprender que todos los intervinientes adhesivos simples, cualquiera sea la situación en que se encuentren frente al litigio principal, quedan absolutamente equiparados a las partes principales y dotados de idénticas atribuciones que ellas. En el supuesto especial del abogado apartado del pleito, que es la clase de coadyuvante sobre la que versa el presente pronunciamiento, somos de opinión que sus prerrogativas están limitadas por el poder de disposición que la parte principal mantiene tanto sobre sus derechos cuanto sobre el proceso que se ventila en torno de ellos, cuyo ejercicio por acción u omisión no podría ser contrarrestado por el letrado, quien al contrario deberá soportar los efectos que deriven de tales disposiciones. Antes de expresar las razones que justifican esta restricción en las facultades del abogado, conviene detenerse un momento en destacar que la petición de caducidad de la segunda instancia, o su reverso que es omitir tal petición permitiendo que la apelación y con ella la relación procesal subsista, comporta un acto de disposición sobre el proceso pendiente. En efecto, el silencio del litigante fundamental frente a la inacción del apelante durante el plazo de seis meses que a los fines de la caducidad de la instancia prevé la ley, o sea el hecho que la parte cuyos derechos fueron reconocidos en la providencia recurrida no acuse la perención, significa una disposición de ella sobre la subsistencia del recurso mediante el cual su adversario pretende seguir controvirtiendo sus derechos. Ella, como titular de la relación jurídica discutida en el juicio, decide de esta manera no ejercitar la facultad de prevalerse de la perención de instancia cumplida y por añadidura dejar a su contendiente la posibilidad de continuar con la apelación pendiente (art. 339, 1° par., y 343, CPC), lo que supone disponer el mantenimiento de la pendencia del proceso en el que se ventilan sus derechos. Ese poder de disposición pertenece indudablemente al sujeto de la relación jurídica en litigio, quien es dueño de decidir por sí mismo acerca de la suerte final del proceso y de los derechos que allí se debaten. Siendo ello así, permitir que el letrado acuse la perención de la apelación con prescindencia de la voluntad de la parte, cuyo silencio representa una disposición en el sentido de la supervivencia del proceso, significa atribuirle directamente el ejercicio de la acción ajena con indiferencia de cuál fuera la voluntad del titular del derecho deducido en juicio. Después de todo y habida cuenta de las consecuencias que emergen de la caducidad de la segunda instancia (CPC, art. 346, inc. 3°), el acuse de la perención importa en esta situación tanto como impetrar a la jurisdicción el reconocimiento de los derechos que se ventilaron en el juicio, o sea prácticamente el ejercicio judicial de tales derechos. Pues bien, la situación jurídica en que el profesional se ubica frente al pleito en cuyo desenvolvimiento participa no justifica reconocerle semejantes atribuciones. Con respecto a la posición en que él se encuentra frente a la parte con la que colabora, es de admitir que es acreedor por honorarios de ella en virtud del contrato que celebraron, lo que podría hacer pensar en la aplicabilidad del remedio jurídico de la acción subrogatoria o indirecta consagrada en el art. 1196, CC. Si bien el supuesto común y corriente de aplicación de este remedio es el de promoción de un juicio, nada impide que el mismo opere igualmente frente a un pleito iniciado por el titular que luego éste descuida (conf. Chiovenda, ob. cit., t. 2, pág. 310/11), que es precisamente lo que acontece en el supuesto que nos ocupa. Empero, la habilitación de este remedio extraordinario está condicionado a la existencia de un interés legítimo en el acreedor que justifique su intromisión, el que se vincula con las dificultades que pueda padecer en la satisfacción de su crédito como consecuencia de la eventual insolvencia de su deudor. De modo que mientras una situación semejante no se verifique, lo que en el supuesto de autos ni siquiera ha sido alegado, no cabe permitir que el abogado sustituya a su ex cliente en el ejercicio judicial de sus derechos. Desde el punto de vista de su situación frente al adversario, tampoco se justifica reconocerle poderes de disposición sobre el proceso. Tal como se señaló al comenzar a tratar la cuestión de derecho en examen, él ingresa al pleito con el inocultable propósito de conseguir la condena en costas de la parte contraria, lo que, habida cuenta de la acción directa que la ley le atribuye contra el condenado en costas, conllevará el agregado de un segundo deudor a su crédito de honorarios, aumentando así las posibilidades de percepción efectiva de su acreencia. Sin embargo, fácil es advertir que desde este punto de vista el letrado, al momento de comenzar a intervenir como coadyuvante en el desenvolvimiento del juicio y cuando pretende reemplazar a la parte principal en la disposición del proceso, dista de investir un derecho de crédito efectivo aunque fuera de carácter condicional respecto del adversario, con quien ninguna relación jurídica actual lo vincula, derecho que recién surgiría en la eventualidad de que la condena en costas dictada en primera instancia deviniera firme por agotamiento de la vía impugnativa deducida en su contra. En cambio, en tal situación y mientras pende el recurso sobre la providencia del juez de primer grado, el profesional sólo cuenta con la mera expectativa de que finalmente la apelación se malogre y la imposición de costas adquiera firmeza. Esta pura expectativa de hecho en que el abogado se encuentra frente a la posible suerte final del recurso está lejos de comportar un derecho constituido y perfecto, en resguardo del cual se le pudiera permitir disponer de las actuaciones procesales pendientes en sustitución del litigante principal. Idéntica apreciación cabe efectuar en orden al beneficio que el letrado pretende obtener respecto de la cuantía de sus honorarios, los que se regularían en montos más elevados si se decretara la perención del recurso de apelación y se consolidara el triunfo del contendiente al que asistió profesionalmente. También desde esta perspectiva el abogado carece de una situación jurídica plena y acabada, para cuyo resguardo pudiese subrogar a la parte en la disposición del proceso, y por el contrario sólo tiene a su favor una mera expectativa,

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