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Un perpetuo oficialista

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Abogados en la historia: Manuel Antonio de Castro, un camaleón de las leyes. Su genio jurídico corría parejo con su capacidad de adaptarse a los más disímiles gobiernos. Por Luis R. Carranza Torres.

Contra todo pronóstico, Manuel Antonio de Castro pudo sobrevivir a la expulsión del virrey Cisneros después de la Revolución de Mayo. Había sido su asesor oficioso cuando estaba en el gobierno y, luego de depuesto, su abogado más discretamente aún. Guardó reserva de tal patrocinio al punto de no suscribir ningún escrito de los que preparó para don Baltazar, en su pelea jurídica con la Junta que lo reemplazó en el mando. También, cuando se le preguntó oficialmente y dejando constancia por escrito de su relación con el exvirrey, don Manuel lo reconoció como amigo pero lo negó como cliente.
Eso no lo salvó de ser detenido junto al funcionario, bajo los cargos de conspirar contra el gobierno. En el proceso subsiguiente Castro demostró que contra lo que usualmente pasa, era mejor abogado en causa propia que ajena. Salió librado de culpa y cargo, en tanto a Cisneros lo despachaban en el primer barco al Viejo Mundo.

Levene, en su obra La Academia de Jurisprudencia y vida de su fundador, Manuel Antonio de Castro, expresa que «del sumario instruido y la prolija requisición de sus papeles no salió probado sino que el doctor Castro pertenecía al sistema político anterior», sin comprobarse que hubiera «luchado contra el nuevo sistema».
Coincidimos con lo expresado por Exequiel Abásolo en su semblanza del personaje en la obra colectiva Revolución en el Plata, de que se trata de un juicio «excesivamente indulgente» y la causa de su exculpación debe verse más en sus relaciones con personajes como Moreno, Castelli o Monteagudo, todos ellos abogados y ahora en el poder, que seguramente intercedieron a favor de su antiguo conocido en el foro.
Como acertadamente expresa el referido autor, si bien «queda por averiguar cómo y por qué Castro recuperó el favor de las autoridades revolucionarias», lo sucedido se condice con dos fenómenos propios de esos tiempos. El primero, «la extraordinaria volatilidad de las lealtades personales e institucionales que impuso el tiempo revolucionario». Y en segundo término, el peso que han tenido en tales «condenas fulminantes y expiaciones sorprendentes» las antiguas relaciones personales en la sociedad previa a los cambios de 1810. Coincidimos con dicha opinión.

Luego de sepultar tales acusaciones y pese a su evidente filiación realista, don Antonio se las ingenió para pasar a engrosar las filas intelectuales patriotas, en el sector revolucionario moderado. Prueba de su éxito es que pasó a integrar en 1813 como vocal la recién creada Cámara de Apelaciones, tribunal que vino a reemplazar la antigua Audiencia virreinal. Fundó allí la Academia de Jurisprudencia, centro de estudios para habilitar en la práctica del derecho que formaría sucesivas generaciones de abogados hasta ser absorbidas sus funciones por la Facultad de Derecho, en 1872.
Manuel de Castro fue nombrado luego miembro de la Cámara de Apelaciones de Córdoba, el 6 de noviembre de 1816, trasladándose a nuestra ciudad. A partir de 1817 y hasta 1820 se desempeñó como gobernador intendente. La suya no fue una administración brillante ni popular. Las arcas del Estado estaban exhaustas por los años de guerra revolucionaria y no se veía con buenos ojos sus posturas a favor del centralismo porteño. Con todo, canalizó una importante ayuda mediterránea para la formación del Ejército de los Andes y las campañas sanmartinianas, así como fundó la primera biblioteca pública en Córdoba, que luego pasaría a la órbita de la universidad.

En tal función le cupo presidir los festejos por la victoria de las armas patriotas en los campos de Maipú. Como nos cuenta Antonio Zinny en su segundo volumen de la Historia de los Gobernadores  de las provincias argentinas: «La tarde en que llegó el pliego de Mendoza con la noticia (…) se agolpó a casa del gobernador Castro un concurso inmenso de empleados, militares, eclesiásticos y particulares a esperar su apertura. El gobernador leyó en público la noticia y en los transportes de su común regocijo, se diseminaron a propagarla por toda la ciudad». El bando que lo anunciaba en público no se hizo esperar y esa misma noche «salieron con el gobernador los jefes militares y oficialidad, los alcaldes y miembros de la Municipalidad, los canónigos, un numeroso pueblo con hachas encendidas», por las calles de la ciudad «y conforme iban recorriéndolas se iban incorporando las damas de la primera clase, de suerte que no se escuchaban más que ‘vivas’ y aclamaciones». Fue quizás, la única vez en que participó del fervor popular. Al siguiente día se «celebró una misa de gracias al Dios de los ejércitos en la catedral, con asistencia de todas las corporaciones y el pueblo, y predicó en ella el reverendo padre fray Pantaleón García».

La creciente hostilidad de cuño federal que culminó en la sublevación del Ejército del Norte contra el Directorio forzó su renuncia y regreso a Buenos Aires, apenas disimulado en la expresión de obedecer a cuestiones de salud de su esposa. Allí retomó sus funciones en la Cámara de Apelaciones y la Academia hasta su muerte, en 1832. Pero su mayor contribución al derecho estaba por llegar, y de modo póstumo.

 

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