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En el camino hacia una economía más justa, democrática y sostenible

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El cooperativismo sigue mejorando, como siempre ha hecho, las condiciones de vida de las clases populares, al tiempo que contribuye de diversas maneras a crear otro sistema económico.

Por Javier De Pasquale – [email protected]

En un día cualquiera como hoy millones de hombres y mujeres están resolviendo sus necesidades materiales produciendo, consumiendo y accediendo al crédito; es decir, haciendo economía fuera de las empresas capitalistas, creando estructuras de propiedad colectiva y gestión democrática.

El conjunto de estas realidades económicas comunitarias lo llamamos economía social o solidaria. Nos referimos a cooperativas de todas clases -de: trabajo, consumo, crédito, educación, vivienda; y agrarias), a sociedades laborales y otras empresas propiedad de los trabajadores, a entidades de acción social, a mutuales, a empresas de inserción, a redes de intercambio de productos o de conocimientos, a pequeñas economías comunitarias rurales, etcétera.

En todos estos casos se trata de experiencias económicas basadas en la autoorganización de la gente, de iniciativas que no persiguen el lucro sino satisfacer necesidades básicas y que se organizan desde el apoyo mutuo, el compromiso con la comunidad, la igualdad y la democracia. La economía social o solidaria no es un sector marginal. Ciñéndonos sólo a las cooperativas, según cifras difundidas por el español Jordi García Jané en un trabajo publicado hace pocas semanas, se estima que existen 800.000 repartidas por más de 80 países, que asocian a 12% de la población mundial y en las cuales trabajan 100 millones de personas. Si hiciéramos un viaje por la economía social en el mundo, deberíamos visitar las empresas recuperadas en forma cooperativa en Argentina (unas 200); los clubes de trueque, comedores populares y huertos comunitarios en Chile, Ecuador o Perú (miles); las experiencias de economía solidaria (22.000), que aglutinan a 500.000 trabajadores y 1,2 millón de socios, sin olvidar los asentamientos del Movimiento Sin Tierra, en todo Brasil; el complejo cooperativo del estado de Kerala, India, con 326 cooperativas y 32.000 socios; el banco popular cooperativo Desjardins, en Quebec, con más de 4 millones de socios; las cooperativas de consumo Seikatsu, en Japón, que agrupan 200.000 familias; las cooperativas de vivienda de apoyo mutuo, que han construido más de 20.000 casas en Uruguay; el movimiento cooperativo Legacoop en Italia, con 7,7 millones de socios y más de 400.000 puestos de trabajo, o la Banca Popolare Italiana, el sexto banco de este país; el grupo cooperativo de consumo The Co-operative Group, en Gran Bretaña, con tres millones de miembros y 4.700 puntos de venta al por menor, que ha contribuido a que los consumidores británicos triplicasen su gasto en productos y servicios éticos en la última década; Mondragón Corporación Cooperativa, en el País Vasco, integrada por 228 empresas en las cuales trabajan 100.000 personas, etcétera.

Las cooperativas, así como las demás entidades de la economía social, mejoran las condiciones de vida de la población: proporcionan alimentos a bajo precio, generan empleos estables y de calidad, aumentan las rentas agrarias y contribuyen a mantener el mundo rural, otorgan créditos a los sectores populares, facilitan viviendas asequibles, permiten que pequeños negocios sobrevivan a la competencia de las grandes cadenas comerciales, etcétera. Pero, además, promueven el desarrollo local, en tanto que son empresas que no pueden deslocalizarse y que hacen recircular el dinero dentro del territorio. Sin olvidar también que constituyen un laboratorio diario donde ensayar otras formas de trabajar, consumir e invertir, y un escaparate que muestra a los ojos de todo quien quiera ver que es posible hacer empresas eficaces que sean, al mismo tiempo, democráticas, equitativas y sostenibles.

Un embrión que crece
Finalmente, el sector se va gestando como el embrión de una nueva economía en los intersticios de la actual. La mayoría de las veces lo hace sin ser consciente de ello y lejos de los focos, simplemente aprovechando, para desarrollarse, los valores propios de su cultura: la intercooperación, la responsabilidad social, la autogestión, el apoyo mutuo…

La cooperativa de servicios financieros Coop57, originaria de Cataluña, crece allí en depósitos y en créditos, al tiempo que aparecen nuevos “Coop” en otras regiones españolas. Avanza el proceso para crear una banca ética europea para 2011, en forma de cooperativa de crédito, impulsado por Fiare, la NEF francesa y la Banca Ética Populare Italiana. Asimismo, se crean redes de intercambio que utilizan monedas propias. Monedas sociales también aparecen en Bristol o en más de 50 ciudades de Brasil, en este caso reconocidas por el propio Banco Central del Brasil. En un barrio de Manchester, un centenar de vecinos y vecinas compra una tienda de juguetes (The Busy Bee -la abeja ocupada-) y la convierte en cooperativa de consumo, salvando un establecimiento que estaba a punto de cerrar.

Así pues, en esta crisis de civilización, el cooperativismo –la economía solidaria– sigue mejorando, como siempre ha hecho, las condiciones de vida de las clases populares, al tiempo que contribuye de diversas maneras a crear otro sistema más justo, democrático y sostenible. Hoy quizá la mayoría de ciudadanos ya piensa que necesitamos otra economía; con su ejemplo, las cooperativas y otras entidades de economía solidaria facilitan que cada vez sean más los que crean que esta nueva economía, además de ser necesaria, también es posible.

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