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Las máximas de la experiencia: Función probatoria y aplicación a las consecuencias de la sentencia

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1. Concepto
Las máximas o reglas de la experiencia, según la definición de Stein, consisten en “definiciones o juicios hipotéticos de contenido general, obtenidos por la experiencia de los hechos, pero independientes de los casos singulares de la experiencia de los cuales se extraen, y más allá de los cuales pretenden tener valor también para casos ulteriores”(1).
La generalidad inherente a las máximas analizadas surge porque ellas no constituyen el conocimiento de un hecho individual. La muerte de Alejandro Magno es un hecho individual, es un aspecto de la realidad, pero la experiencia enseña que la muerte les ocurre a todos los individuos humanos necesariamente; lo cual constituye una regla general aplicable a una multiplicidad de casos particulares que es de la esencia de las máximas de la experiencia(2).
Esto es la consecuencia de que todos los hechos de la realidad que nos resultan inteligibles, además de su carácter particular, se rigen por reglas generales que comprenden muchos otros hechos similares, los cuales tienden a repetirse según ciertas constantes que se denominan leyes, si son invariables, y tendencias o regularidades cuando se presentan con frecuencia(3).
Las máximas de la experiencia, precisamente, están constituidas por esas leyes y tendencias que permiten conocer los hechos de la realidad y en cierto grado predecirlos(4).
Desde una perspectiva procesal, aquellas constituyen la totalidad del conocimiento humano, referidas a las leyes generales, incluyendo la ciencia(5), la técnica y la práctica(6).
Cuando las máximas de la experiencia son notorias o evidentes(7) deben ser aplicadas directamente por el juez porque integran su conocimiento común o bagaje cultural, vgr., la regla que indica que el automotor que tiene dañada la parte frontal fue el embistente y el que tiene dañada la parte lateral fue el embestido.
Es que los hombres actúan permanentemente aplicando reglas de experiencia, que podemos denominar implícitas; vgr., si le hablamos a una persona que se encuentra a distancia levantamos la voz para que nos escuche; en el manejo de útiles o instrumentos, no prestamos atención a los detalles de su funcionamiento porque ya lo experimentamos con anterioridad(8). Así, el testigo que declara en el juicio sobre los hechos que percibió o que conoce, lo puede hacer gracias a las reglas de la experiencia implícita que forman parte de su conocimiento común. En efecto, mediante los sentidos el testigo aprehende de la realidad ciertos datos que luego elabora con la ayuda del raciocinio. Este razonamiento del sujeto es el que ordena y sistematiza la información recibida del exterior y le da una forma inteligible mediante la utilización de otros conocimientos que ya tiene derivados de las reglas de la experiencia, por ej.: si una persona observa que un pájaro, con un movimiento ágil y repetido de la cabeza, da una y otra vez con su pico contra el suelo en la misma forma en que suelen hacerlo las aves para comer, podrá afirmar que ese pájaro también estaba comiendo, aunque no haya visto el alimento en el instante de ser alcanzado por el pico. Esto no es necesario, pues el testigo sabe por experiencia de qué manera se alimentan las aves, y tiene conciencia de que un pájaro en esas circunstancias no podría estar imitando el hecho de alimentarse(9).
Pero cuando la aplicación de las máximas de la experiencia requiere de conocimientos especiales, científicos, técnicos o prácticos que exceden la cultura media que tiene el juez, es necesaria la colaboración de un perito o experto(10), pues el juez, al ser un técnico en derecho, tiene grandes dificultades en el campo de la ciencia y de la técnica, por estar estas últimas constituidas en forma de sistemas estructurados sobre principios y normas especiales que se fundan en reglas de la experiencia aisladas(11). Así, por ejemplo, cuando la ley dispone que en la ciudad no se puede circular en automotores a más de 40 km/h. Esta unidad de medida (velocidad) es un concepto matemático incorporado por la ley que debe probarse con exactitud y no por indicios o testimonios; de modo que si un testigo declara que el automotor circulaba a una velocidad considerable, dicha prueba, en principio, no resulta idónea por sí misma para acreditar el exceso de velocidad sancionado por la ley(12).
En orden a la valoración del dictamen pericial, es necesario recordar que el juez no debe ser esclavo sino analista crítico. En este sentido, Mariano Arbonés sostenía: “No queremos “jueces peritos” pero tampoco indiferentes, cándidos o negligentes. No podemos someternos sin protesta a la dictadura de los técnicos, sin generalizar, obviamente. Los jueces son soberanos para escoger aquellos elementos probatorios suficientes para fundar su decisión y esa soberanía se manifiesta, precisamente, a través del análisis crítico del material de conocimiento, siendo por lo tanto incompatible con una aceptación lisa y llana de las conclusiones, a despecho de los fundamentos que, por lo general, ostentan un lenguaje gongorino que nos disuade ab initio de su lectura…”(13).
Por nuestra parte, consideramos que un principio de solución al inconveniente que presenta la valoración judicial de los dictámenes periciales pasaría por la institucionalización de la figura del perito asesor técnico, cuya función sería similar al perito designado a instancias del juez en la “inspección judicial” previsto por el art. 225, CPC Cba. Esta solución permitiría que el juez se halle autorizado para elegir un experto de su confianza a los fines de que lo auxilie en el conocimiento de los hechos científicos o complejos sobre los cuales versan ciertas pericias(14).

2. Función de las máximas de la experiencia
La doctrina clásica sostiene que la sentencia tiene como estructura un silogismo, donde la premisa mayor es la ley, la premisa menor son los hechos, y la conclusión, el veredicto(15). En este sentido se consideró que, como las máximas de la experiencia tienen un alcance general, ellas ocupan en el razonamiento sentencial, el lugar de la premisa mayor –a semejanza de lo que sucede con la ley–, en orden a la determinación de los hechos litigiosos.
Sin embargo, esta concepción silogística de la sentencia ha sido criticada con argumentos convincentes, basados en que al producirse “la subsunción de los hechos probados a la norma jurídica aplicable, existe una interrelación entre ambas categorías, tan compleja como aparentemente simple en ocasiones, sin que puedan establecerse fronteras separatorias entre los hechos y el derecho; por lo que no puede hablarse de que la sentencia sea un silogismo judicial(16).
Pero más allá de estas críticas y aun aceptando por razones convencionales la teoría silogística, podemos afirmar que la estructura de la sentencia puede ser esquematizada, no como un silogismo único, sino como una cadena de silogismos enlazados lógica y jurídicamente, donde la valoración y decisión de cada una de las cuestiones que integran el pronunciamiento constituyen especies de silogismos autónomos, aunque relacionados lógicamente con los demás (plurisilogismo). Dentro de esta concepción, las máximas de la experiencia, en su carácter de juicios hipotéticos generales, actúan como premisa mayor, a semejanza de lo que ocurre con la ley. La diferencia es que las máximas referenciadas, pese a ser juicios generales hipotéticos que sirven para la determinación de hechos singulares, no son normas jurídicas sino reglas instrumentales idóneas para obtener otros conocimientos(17).
Lo que sucede es que los juristas, en su afán por apoderarse del concepto de ley, no se fijaron en que los hombres estamos sujetos a una multiplicidad de leyes que no son jurídicas sino biológicas, médicas, físicas, químicas, etc…, las cuales forman parte del concepto de máximas de la experiencia y cuyo conocimiento en muchos casos es dificultoso, no sólo para el profano sino también para el especialista(18).
En consecuencia, las reglas de la experiencia lato sensu comprenden la totalidad del conocimiento humano regulado por leyes y tendencias, incluida la técnica y la práctica; y, en un sentido restringido, sólo se refiere a aquellas reglas que pertenecen a la cultura general o al conocimiento común culto de una comunidad(19). Esta última noción, precisamente, se conoce como reglas de la experiencia común o notorias, las cuales no deben confundirse con el concepto de hecho notorio, pues éste no necesita ser conocido por la generalidad de los ciudadanos en el tiempo y lugar en el que se produce la decisión. “No es el conocimiento efectivo el que produce la notoriedad del hecho analizado, sino la normalidad de este conocimiento en el tipo medio de hombre perteneciente a un cierto círculo social y por esto dotado de una cierta cultura…”(20).
Es necesario aclarar que cuando decimos que las máximas de la experiencia prueban hechos, no nos referimos a los hechos en sentido ontológico, sino a aquellos hechos incorporados al pleito en los escritos de demanda y contestación, es decir, a los hechos que aparecen representados o transportados idealmente en calidad de objeto gnoseológico del proceso(21).

3. Cuestionamiento a las reglas de la experiencia
La crítica que se le formula a la utilización de las “máximas de la experiencia común” (no científicas), como reglas generales idóneas para probar hechos particulares, refiere a que dentro de ellas queden comprendidas leyes científicas distorsionadas de su significado originario por la aplicación del sentido común o cultura media de una sociedad o de reglas que directamente carecen de cualquier apoyo científico(22).
Por ello es que cuando el juez aplica las reglas de la experiencia debe ser extremadamente cauto y prudente. Él debe basarse en las nociones evidentes o notorias. En el caso de que una de ellas contradiga una ley científica, el juzgador debe escoger esta última y descartar aquélla, y si contradice otra máxima que tiene una evidencia empírica específica superior, debe aplicar esta última y dejar de lado la anterior(23). No debe obviarse que, como las reglas de la experiencia carecen de la exactitud que tienen las verdades matemáticas, aunque se puedan acumular elementos de prueba a favor de una teoría física, biológica, química o sociológica, jamás se podrá probarla concluyente y definitivamente, al modo en que se demuestran los teoremas matemáticos. Lo que más se puede aspirar en las ciencias fácticas es a verdades parciales o aproximadas, tales como “la tierra es esférica”(24). De allí que el hallazgo de un gran número de ejemplos favorables a una hipótesis no excluye la posibilidad de que investigaciones posteriores arrojen contraejemplos (excepciones). Esto demuestra que un elevado grado de confirmación de una máxima de la experiencia no garantiza la verdad de la proposición contenida en ella; sólo demuestra que mientras tanto es plausible(25).
Otro peligro que presenta la aplicación de las máximas de la experiencia es que por medio de ellas el juez incorpore al proceso “generalizaciones de sentido común” basadas en simples prejuicios, fórmulas estereotipadas o en cuantificaciones estadísticas o probabilísticas infundadas o no verificables, vgr., si el juez sostiene que la mayoría de la gente hace esto o aquello sin ningún sustento para justificar dicha afirmación(26).
Este defecto se observa, por ejemplo, en el precedente “Otero”, donde el TSJ, ante la cesantía ilegítima de empleados públicos redujo el monto mandado a pagar en concepto de “salarios caídos” –por el tiempo que duró la cesantía–, por entender que, conforme a una máxima de la experiencia, “toda persona que ponga razonable empeño en desarrollar una actividad remunerada, con o sin relación de dependencia, no pasa siete años sin lograr ingreso alguno”(27).
En este razonamiento es dable observar que la máxima de la experiencia aplicada no es notoria sino de carácter débil(28), pues se basa en probabilidades infundadas o no verificables estadísticamente; de allí que el fallo citado carece de “fundamentación lógica y legal” (arts. 155, C Prov. y 326, CPC).
Esto demuestra que muchas veces la aplicación incorrecta de las máximas de la experiencia es el medio que permite la incorporación al proceso de prejuicios que suelen justificarse psicológicamente, cuando el intérprete invoca esas máximas para tener por acreditado un hecho que le agrada, en cuyo caso, resulta común que el juez como hombre pueda sentirse inclinado a tener por cierto ese hecho, en lugar de otro que le resulta desagradable. Esto es lo que en inglés se denomina “wishful thinking”, y tiene lugar cuando la conclusión coincide con las preferencias del intérprete, en cuyo caso, como él tiene deseos de aceptar los argumentos en que dicha conclusión se basa, tiende a concederles relevancia con liviandad y optimismo, sin investigar demasiado por temor (acaso inconsciente) a encontrar razones o contraargumentos que neutralicen la conclusión anhelada(29).

4. Consecuencialismo judicial y
máximas de la experiencia

Otro defecto que se presenta en la “praxis” judicial es el de aplicar máximas de la experiencia débiles o no verificables empíricamente, no ya en la valoración de la prueba, sino en lo referido a los efectos a que da lugar la sentencia fuera del proceso. Esto sucede cuando los jueces se apartan de la solución normativa apelando al denominado pragmatismo jurídico (30), el cual se basa en que los jueces no deben desatenderse de las consecuencias y resultados de sus decisiones(31). Su fundamento es que, como las consecuencias derivadas de las sentencias pueden ser conocidas de antemano, mediante la aplicación de reglas empíricas, los jueces deben apreciar esta circunstancia junto con lo que dispone la ley para resolver el asunto.
Mediante la aplicación de esta teoría, la CSJN declaró la constitucionalidad de los depósitos bancarios en dólares estadounidenses argumentando que, en el caso de que los bancos y entidades financieras tuvieran la obligación de devolverles a los ahorristas esos depósitos en dólares, las reglas de la experiencia indicarían que aquellas entidades quebrarían, con lo cual, según la CSJN, “el modelo económico” sucumbiría, con seria amenaza de la paz social(32).
El vicio de este razonamiento consiste en que se apoya en una simple generalización de “sentido común”, que no se encuentra verificada empíricamente con un grado de certeza adecuado; lo cual demuestra que estamos frente a una aplicación inadecuada de las máximas de la experiencia sobre las “consecuencias económico-financieras” que el tribunal interpretó que iba a producir el fallo en cuestión.
En consecuencia, la aplicación del denominado consecuencialismo, por vía del empleo de las máximas de la experiencia, resulta una cuestión sumamente compleja y discutible, máxime cuando la causa tiene un contenido económico y se infiere que la sentencia a dictarse puede extender sus efectos sobre otros casos análogos, pues para que ello se encontrara adecuadamente probado, sería necesario que los efectos que se atribuyen al pronunciamiento pudieran medirse y fijarse confiablemente con rigor científico o estadístico; y aun en el caso de que este cálculo fuera factible (lo cual casi nunca ocurre), quedarían pendientes los siguientes interrogantes: ¿qué beneficios y costos de las decisiones judiciales considerarán los jueces para aplicar el consecuencialismo? O si ¿sólo ellos valorarán las consecuencias económicas del fallo o también las institucionales, en términos de credibilidad del sistema y sobre todo de previsibilidad de las decisiones? O ¿cuál de todas esas consecuencias prevalecerá?(33).
En este punto vemos claramente la controversia entre “consecuencialismo” y “deontologismo”, esto es, entre la máxima: “por sus frutos los conoceréis”, considerando que las acciones buenas son las que tienen frutos buenos; y por el otro lado, la frase: “hágase justicia aunque perezca el mundo”, que sintetiza “el deontologismo”. Esta última expresión aparece como exagerada, pero rechazarla de plano es peligroso, ya que conduce al desconocimiento de toda regla que obstaculice los fines del intérprete. El “fin del mundo” suele ser utilizado en sentido figurado. En la realidad, el deseo de lograr fines políticos, sociales o institucionales con la interpretación de la ley, se equipara a la necesidad de evitar que “el mundo perezca”. En suma, en la relación entre deontologismo y consecuencialismo es razonable respetar en primer lugar, “las reglas” con estabilidad, tal como sostiene Ricardo Guibourg(34), siendo “necesario considerar con cuidado los motivos de urgencia o de extrema necesidad que se invoquen para aplicar a esas reglas excepciones no previstas en ellas. Demasiada rigidez puede ser nocivo, pero una flexibilidad extrema puede sumirnos en la anomia, ese mal crónico de nuestra sociedad”.
Por nuestra parte, consideramos que los jueces deben ser muy prudentes y analíticos al momento de valorar las consecuencias concretas que tengan sus fallos –v gr. ante casos análogos–, sin soslayar los efectos constitucionales, y teniendo sumo cuidado al realizar el cálculo de eficiencia entre los derechos que hay en juego y las consecuencias de sus decisiones, pues ello podría implicar el sometimiento de los derechos a una fórmula utilitaria que es ajena a nuestro sistema legal y a la esencia de la función jurisdiccional prevista en nuestra Constitución Nacional (arts. 116 y ss.). Este utilitarismo se asemeja al pragmatismo amoral en el que todo vale, que es propio de la actividad política, entendida ésta como administración de intereses y favores por parte de la autoridad(35). En todo caso, si se teme que las sentencias terminen afectando el interés general por aplicar la ley vigente, ello, de conformidad con nuestro sistema republicano, debería ser materia de preocupación, más que de los jueces, de los legisladores o de quien ejerza la función ejecutiva(36)■

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1) Calamandrei, Piero, Estudios sobre el proceso civil, traducción de Sentís Melendo, Santiago, Edit. Bibliográfica Arg., Bs. As., 1945, p. 413. Carnelutti, Francesco, La prueba civil, traducción de Alcalá Zamora y Castillo, Niceto, 2.ª edic., Depalma, Bs. As., 2000, p. 81. Taruffo, Michele, La prueba, trad. del italiano de Laura Manriquez y Jordi Ferrer Beltrán, Edit. Marcial Pons, Madrid, 2008, N° 3.2., p. 268. Allí este autor considera que la mayoría de los ordenamientos procesales prescinden de la noción de máxima de la experiencia, salvo las doctrinas alemana, italiana y española. Afirma que esa noción imperaba en la época histórico-cultural en la que Frederich Stein la acuñó, en 1893, en el contexto de una concepción silogística de la sentencia. Pero considera que fuera de esta teoría (que hoy es rechazada por la generalidad de la doctrina), el concepto de máxima de la experiencia queda sin una función específica y hasta constituye una complicación inútil y dañina.
2) Lazzaroni, Luís J., El conocimiento de los hechos en el proceso civil, Abeledo-Perrot, Bs. As., 1982, N° 33, p. 105
3) Ibídem, ps. 105/ 106.
4) Ibídem
5) Falcón, Enrique M., Tratado de Derecho Procesal Civil y Comercial, T. II, Rubinzal-Culzoni Editores, Sta. Fe, 2006, p. 110
6) Couture, Eduardo J. separa ciencia de la experiencia, ver Falcón, Enrique, ob. y t. cits., p. 709, nota 226.
7) Vargas, Abraham L., Estudios de Derecho Procesal, T. 1, Edic. Jurídicas Cuyo, Mendoza, 1999, N° VI.1, p. 123, nota 129. Allí sostiene que los denominados “hechos evidentes” son conocidos por todos y se extraen de los principios elementales de la vida, del conocimiento general de las cosas y de la experiencia de lo que ocurre normalmente. No hace falta aportar prueba para justificar que de noche los objetos son menos visibles que de día, cuando ello es motivo de una argumentación en un pleito de cualquier naturaleza. Es decir, es evidente.
8) Lazzaroni, Luís J., ob. cit., pp. 112/113.
9) Lazzaroni, Luis J., “El perito y el testigo”, La Ley, t. 156, p. 1244. En este sentido, Manes, Facundo, “Todo depende del cerebro con que se mira el mundo”, Tribuna, diario Clarín, 26/2/012, p. 37, explica desde la ciencia neurológica, que el ojo y los otros sentidos capturan información incompleta del mundo externo, pero que el cerebro es, en realidad, el órgano que le da sentido a esa información. Agrega que “el proceso de percepción… se lleva a cabo de manera organizada y jerárquica: cada sistema va pasando por distintas “estaciones” en el cerebro de donde se extraen distintos patrones de información imprescindibles para poder percibir el mundo que nos rodea…”.
10) Taruffo, Michele, ob. cit., p. 217; Fairén Guillén, Víctor, Teoría General del Derecho Procesal, Univ. Nac. Autónoma de México, 1° edic. 1992, p. 443.
11) Lazzaroni, Luís J., ob. cit., p. 115. La circunstancia de que el juez sea un especialista en el conocimiento del derecho y un profano en el conocimiento de reglas técnicas o científicas es una cuestión de política judicial: se trata en suma, como dice Carnelutti (ob. cit., p. 78, nota 131), de valorar qué suma de conocimientos debe emplear normalmente el juez, es decir, qué clase de conocimientos le son normalmente suficientes para el cumplimiento de su cometido. Y como normalmente importan más los conocimientos jurídicos, se busca que el juez sea un jurisperito, lo cual no excluye que en determinados campos puedan asumir mayor importancia conocimientos diversos, y entonces la elección del juez podría realizarse con criterios distintos. Esta, precisamente, es una de las causas de la constitución de tribunales especiales integrados exclusivamente por técnicos o bien por estos últimos en proporción variable con jueces especialistas en derecho. Esta es, también, una de las causas del empleo del “juicio arbitral” en sede civil, o del “tribunal escabinado técnico” propuesto por Mariano Arbonés para juzgar los delitos del fuero Penal Económico de la Provincia de Córdoba (arts. 162, C. Prov. de Cba y 369, CPP Cba (“La interpretación de la pericia judicial y su aporte a la reglamentación del fuero penal económico”, inédito, p. 11, N° 10).
12) Cfr. nuestro trabajo, La casación como método de control de la función jurisdiccional, Alveroni Edic., Cba., 2003, apart. f, ps. 153/ 154; Couture, Eduardo J., “Las reglas de la sana crítica racional en la apreciación de la prueba testimonial”, J.A., t. 71, Secc. Doctrina, p. 80 y ss. Este autor, en el apart. III, nota 36, p. 80, sostiene que nada impediría creer a un testigo habituado a manejar automóviles que afirmara que el rodado venía a una marcha aproximada de 40 km/h., aunque aclara: “rigurosamente una declaración de esta índole saldría del ámbito propio de la prueba testimonial”.
13) Semanario Jurídico Especial “30º Aniversario”. Doctrina escogida 1997-2007, p. 8.
14) Nuestro trabajo, “La valoración de las pericias con connotaciones científicas y complejas exigen la institución de la figura del “perito asesor””, Semanario Jurídico N° 1178, 19/2/98, p. 4. La jurisprudencia norteamericana ha establecido criterios de orientación del juez en relación con la valoración de la prueba pericial, tales como: la controlabilidad y falsabilidad de la teoría que está en la base de la prueba científica; el porcentaje de error que conlleva la técnica empleada por parte de los expertos o científicos; el respaldo que le presta la comunidad científica a la teoría o técnica empleada (Vigo, Rodolfo L., “Los “hechos” en los paradigmas legalista y constitucionalista”, La Ley, 15/6/12, N° 10, p. 3). Desde una perspectiva epistemológica, el autor citado en último lugar señala que no todas las ciencias resultan igualmente confiables en orden a la verdad que supuestamente suministran, y así distingue entre las “ciencias duras”, con métodos controlables y empíricamente verificables (como la Física, la Química, la Biología, etc…), de las ciencias humanas o sociales (como la Sociología, la Psicología, etc…). Asimismo, citando a Taruffo (La prueba, Marcial Pons, Madrid, 2008, p. 98) separa entre la “buena” y la “mala” ciencia (Ibídem).
15) TSJ, Sala Civ. y Com. Cba., Sent. N° 191, 20/9/11, “Chiarotto, Romina c. Marta Caffaratti y Cristian Raúl Macario”, Zeus Córdoba a. N° 467, 20/12/11, p. 679. Allí dijo el TSJ «sabido es que la resolución judicial se asimila a un silogismo donde la premisa mayor es la norma, la menor el hecho controvertido y la conclusión el resuelvo…” (del voto del Dr. Andruet).
16) Fairén, Guillén, Víctor, ob. cit., p. 466. En este sentido Taruffo, Michele (Sobre las fronteras. Escritos sobre la justicia civil, traducción de Beatriz Quintero, Temis, Bogotá, 2006, p. 108), afirma que el juez, al formular el razonamiento que concluye con la decisión, emplea –por así decirlo– los “materiales” y “las formas” más dispares y heterogéneas: lenguajes técnicos y lenguaje común, esquemas y modelos argumentativos, formas inferenciales, juicios de valor, instrumentos de persuasión retórica, conocimientos de variada naturaleza, reglas de comportamientos y reglas éticas, interpretaciones y otras cosas más. Se trata, entonces, de un razonamiento estructuralmente complejo y heterogéneo, en el cual se encuentran y entrelazan diversas dimensiones lógicas, lingüísticas, cognoscitivas y argumentales”.
17) Lazzaroni, Luís J., ob. cit., p. 111.
18) Lazzaroni, Luís J., ob. cit., ps. 116/117. Allí este autor expresa que “las reglas de experiencia técnica o científica no siempre son de fácil aplicación, ni siquiera para el especialista. Generalmente para poder conocer mediante ellas se necesitan instrumentos especiales y laboratorios adecuados, así como gran cantidad de nociones sobre el contenido macizo de los hechos que se investigan…Las reglas de la experiencia notorias, es decir, aquellas que forman parte de la cultura general del juez y de la comunidad en que vive, no presentan todos estos inconvenientes porque hay entre el sujeto y las reglas una relación de familiaridad; y muchos menos problemas plantean las reglas de experiencia implícitas…”.
19) Warren, Earl, “La Ley y el Futuro”, Fortune, 1955, p. 6.
20) Fairén Guillén, Víctor, ob. cit., ps. 439/440.
21) Cfr. nuestro trabajo, “Casación, Origen y Transformación”, Foro de Córdoba N° 112, Año 2006, N° 8, p. 65, nota 33.
22) Taruffo, Michele, La prueba…, cit., p. 269.
23) Taruffo, Michele, ob. cit., N° 3.2., p. 270.
24) Bunge, Mario, 100 Ideas, Edit. Sudamericana, 2006, p. 105. Stein, Friedrich, El conocimiento privado del juez, Edit. Temis, 2017, Argentina, p. 32. Allí afirma que “las máximas de la experiencia carecen también, como todas las proposiciones obtenidas mediante el audaz salto de la inducción, de aquella certeza lógica. No son más que valores aproximativos acerca de la verdad, y como tales, sólo tienen vigencia en la medida en que nuevos casos observados no muestren que la formulación de la regla empleada hasta entonces era falsa”.
25) Ibídem.
26) Ibídem, p. 215.
27) TSJ, Sala Civ. y Comercial, “Otero, Miguel y otros c. Municipalidad de Córdoba”, Sent. N° 136/ 98, Foro de Córdoba N° 48, 1998, p. 150; Conterno, Hugo Fernando, “Máximas de la experiencia”, Foro de Córdoba, Suplemento de Derecho Procesal N° 5, 2003, N° VI.1, p. 19.
28) Ibídem, p. 20.
29) Guibourg, Ricardo A., “La credulidad en el Derecho”, columna de opinión, La Ley, 30/6/11, p. 3.
30) Barrios de Angelis, Dante, Introducción al Estudio del Proceso, Depalma, Bs. As., 1983, apart. b, p. 79.
31) Gelli, María Angélica, “Los casos “Vizzoti” y “Aquino” y el examen de los efectos de las sentencias”, La Ley Suplemento de Derecho Constitucional, 23/11/04, p. 23.
32) La Ley 2007-B, p. 665; ver CSJN, “Banco de Mendoza SA c/ Dirección General Impositiva”; “Sancor Seguros de Retiro S.A. c/ Dirección General Impositiva”, Fallos: 324:1481. En sentido concordante, el TSJ, en la causa: “Abacca, Daniel Andrés c. Caja de Jubilaciones, Pensiones y Retiros de Córdoba –Amparo- y otras causas –solicita habilitación de feria-suspensión-planteo de salto de instancia”, también aplicó el consecuencialismo por encima de la solución normativa, al ordenar la suspensión – por vía de un “per saltum” pretoriano–, de todas las medidas cautelares que fueron dictadas por los tribunales de la provincia de Córdoba en contra de la ley 9722, mientras dure la emergencia. El fundamento que invocó es que, en caso contrario, se encontraría afectada la subsistencia misma del régimen previsional, con el aditamento de que los jueces no pueden prescindir de las consecuencias sociales de sus decisiones ni de la realidad que la precede, pues el interés público prevalece sobre el interés privado. El problema de ello es que no se demostró con rigor científico cuál era la situación económico- financiera de la Caja de Jubilaciones y Retiros de la Prov. de Córdoba, ni qué incidencia concreta tuvieron las medidas cautelares suspendidas sobre el sistema previsional provincial en su conjunto. De modo tal que dicha sentencia se fundó en una mera afirmación dogmática, violatoria de la doctrina sentada por la CSJN, que sostiene que a fin de aplicar las doctrinas de la “emergencia económica” y “gravedad institucional” no basta con que el tribunal haga una mera invocación al respecto, sino que es necesario que haya pruebas suficientes sobre la existencia y alcance de la emergencia Fallos 314: 1081.Todo ello, sin perjuicio de la obligación de garantía que en el caso comentado recayó sobre la Provincia de Córdoba, ante la existencia de dificultades financieras en la Caja antes nombrada, pues al resultar la Provincia responsable por esas dificultades, debió haberse hecho cargo del déficit financiero previsional con sus propios recursos en lugar de trasladarlo al sector de los jubilados y pensionados (Cfr. Cámara Contencioso-administrativa 1.ª de Córdoba, Auto N° 433, 1-10-09, “Spinosa de Ruiz Moreno, María Lidia y Otras c. Caja de Jubilaciones Pensiones y Retiros de Córdoba”, voto del Dra. Cafferata, Semanario Jurídico N° 1741, 28/1/10, p. 127).
33) Cfr. Gelli, María Angélica, op. cit., p. 24.
34) “Regla o resultado”, La Ley, t. 2017-B, ps. 1109/ 1111.
35) De Riz, Liliana, “Es tiempo de que la oposición reaccione”, diario La Nación, 23/2/12, p. 19.
36) Gozaíni, Osvaldo A., “La judicialización de los derechos económicos, sociales y culturales”, La Ley, t. 2010-C, n° 7., p. 146 nota 21, con cita de Acuña Roldán. En este sentido, en los casos: “Vizzotti y “Aquino”, la CSJN arribó a una solución justa para los actores cuyas indemnizaciones como trabajadores se habían distorsionados por aplicación de las respectivas leyes. En estos casos se desestimó expresamente el análisis de los efectos de las sentencias en casos futuros, más allá de las decisiones concretas (cfr. Gelli, María Angélica, op. cit., p. 24).

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