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La prueba indiciaria en la Ley Nacional de Procedimientos Tributarios N° 11683

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La prueba indiciaria en la Ley Nacional
de Procedimientos Tributarios N° 11683
I. Introducción
Dentro de nuestro régimen legal federal, más precisamente en el artículo 47 de la ley N° 11.683 de Procedimientos Tributarios, texto vigente, se establecen una serie de presunciones iuris tantum (1), determinantes todas ellas de la prueba del dolo directo en la conducta del presunto infractor (2).
Como es conocido por todos, la AFIP (DGI) emplea constantemente esta cláusula legal para aplicar la denominada multa por defraudación del artículo 46. Para la Justicia nacional, mayoritariamente, el art. 47 de la Ley de Procedimientos Tributarios consagra una serie de presunciones legales a fin “de facilitar” la prueba del dolo exigido por el art. 46 (3), lo que, a nuestro entender, es una forma subrepticia de invertir la carga de la prueba, aspecto prohibido por mandato constitucional (4). De allí que coincidamos con parte de la doctrina cuando sostiene que el propósito del artículo 47 no es otro que “el de liberar de prueba” al ente recaudador en la demostración del ilícito (5).
Retomando el análisis de la doctrina judicial, para otra parte de nuestros tribunales la concurrencia de algunas de las acciones previstas en el artículo 47 no puede considerarse, sin más, como dolosa o intencional en los términos del art. 46 de la citada ley (6). En esa inteligencia, se ha decidido que para facilitar la probanza del elemento subjetivo el legislador estableció presunciones (artículo 47 de la ley ritual). En ellas, a partir de un hecho cierto que debe ser probado por el organismo fiscalizador (los descriptos en sus incisos), se deriva la afirmación sobre la probabilidad de la existencia de otro hecho (que ha existido la voluntad de producir declaraciones engañosas o de incurrir en ocultaciones maliciosas), lo que posibilita tener por cierto que se obró en fraude al Fisco. Tal y como lo han sostenido numerosos tribunales especializados, “…la configuración de la defraudación tributaria requiere, entre otros elementos, no sólo la intención de evadir el impuesto, sino también la existencia de un ardid o engaño ejecutado por el sujeto activo del ilícito destinado a suscitar un error en el perjudicado (7). Así se ha señalado en forma constante por la doctrina especializada que “no toda falta de pago intencional del impuesto adeudado constituye un caso de defraudación fiscal sino únicamente aquella evasión que va acompañada de un ardid tendiente a inducir a error a la víctima de la defraudación” (8). En el mismo sentido lo ha entendido el tribunal de segunda instancia federal al afirmar que “el ilícito tipificado en el artículo 46 de la ley procedimental requiere la realización de una conducta que debe ir acompañada de tres elementos, a saber: a) la existencia de un ardid o engaño desplegado por el sujeto activo del ilícito; b) un error en la víctima del ilícito y c) la existencia de una lesión ocasionada al patrimonio del sujeto pasivo del ilícito. A ello, el artículo 47 incorpora una serie de presunciones legales “iuris tantum” tendientes a invertir la carga de la prueba del elemento subjetivo de la defraudación tributaria. Esto es, que la consecuencia de la existencia de estas presunciones legales consiste en que una vez que el ente fiscal probó que se configura alguno de los casos previstos en los cinco incisos que contiene la norma citada, se presume que el infractor ha tenido dolo en realizar la defraudación y será éste quien deberá probar la inexistencia de dicha intención dolosa” (9).
En esa inteligencia, si no se aprecia que el organismo fiscal haya probado plenamente la existencia de una maniobra o ardid deliberado tendiente a detraer materia imponible, se ha considerado insuficiente al efecto invocar simplemente la presunción que consagra el art. 47 sin realizar claramente la inferencia debida. En efecto, si la DGI no efectúa una concreta y razonada apreciación de la supuesta maniobra ardidosa ni la sustenta como es debido en pruebas fehacientes y concretas de las que pueda extraerse y/o revelen el dolo imputado, la presunción del artículo 47 no alcanza para configurar la concreción de su tipicidad (10). Esta jurisprudencia está conteste con lo que ha dicho reiteradamente el Máximo Tribunal de Justicia argentino: la mera comprobación de la situación objetiva en la que se encuentra el infractor no es suficiente para configurar la transgresión, pues el sistema consagra el criterio de la personalidad de la pena que, en su esencia, responde al principio fundamental de que sólo puede ser reprimido quien sea culpable, es decir, aquel a quien la acción punible le pueda ser atribuida tanto objetiva como subjetivamente (11). En consonancia con lo resuelto por la Sala V de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Contencioso Administrativo Federal, se entiende que en razón de la heterogeneidad de las infracciones administrativas y de las consiguientes dificultades para establecer un régimen unitario para juzgar las conductas reprimidas por el derecho administrativo sancionador, tampoco corresponde excluir de plano la posibilidad de presumir la culpabilidad basándose en hechos directos mediante un enlace preciso y fundado en una serie de indicios efectivamente probados. Sin embargo, siguiendo esta postura jurisprudencial, ello es así siempre que el órgano sancionador haga explícito el razonamiento en virtud del cual, partiendo de tales indicios, obtiene la conclusión de que la conducta del infractor es reprochable (12).
Por supuesto que, para el Fisco, siempre la presencia de alguno de los presupuestos del mencionado artículo 47 de la ley procedimental nacional constituye por sí misma y salvo prueba en contrario, una maniobra hecha con ardid y entidad suficiente para inducir a engaño, esto es, indicativa de la presencia del dolo requerido por el art. 46 de la ley 11683. Por cierto que la pretensión de la DGI no ha quedado sólo allí, ya que en la postura que por lo común sostiene, las determinaciones de oficio realizadas sobre “base presunta” son determinantes asimismo de la existencia del dolo directo requerido por el artículo 46 de la ley federal. Por suerte, esa petición ha sido categóricamente rechazada por la Justicia argentina, para la cual la presunción del artículo 18 de la ley 11683 resulta hábil como fundamento de la determinación del tributo dejado de ingresar, pero carece de eficacia para fundar la aplicación de sanciones tales como la prevista en el art. 46 de esta normativa, puesto que “…la presunción de dolo no puede sustentarse tan sólo en los mismos supuestos que la ley admite para la estimación de oficio de la materia imponible. De esta manera se estaría arribando por medio de una presunción a otra presunción, calificadora ésta de una conducta dolosa, lesionando así el principio de la responsabilidad subjetiva en materia penal” (13). De allí que el Tribunal cimero haya rechazado la posibilidad de utilizar las presunciones establecidas en la ley para determinar la existencia y medida de la obligación tributaria (art. 18), para fundar la imposición de alguna de las sanciones contenidas en la ley 11683, en virtud del alcance restrictivo con que deben aplicarse las presunciones en el sistema represivo fiscal (14).
Ante la falta de la prueba contundente del dolo, desafortunadamente los tribunales especializados en la materia, burlando el derecho de defensa, han procedido generalizadamente a “reencuadrar” la conducta en el artículo 45 de la ley. Así se ha sentenciado, verbigracia, in re “Ribas, Fidelia D. y Ribas SH (TF 22943-I) c. DGI”, Cámara Nacional de Apelaciones en lo Contencioso administrativo Federal, Sala III, 12/10/2012: “La multa impuesta por el Fisco, con sustento en los arts. 46 y 47 inc. a) de la ley 11683 al contribuyente que no ingresó en su justa medida el Impuesto al Valor Agregado, debe ser reencuadrada en el art. 45 del citado cuerpo legal, pues no se probó que las contradicciones existentes entre los libros de la sociedad y sus declaraciones juradas hubiesen sido “graves”, en tanto la pericial contable confirmó que las declaraciones juradas rectificativas eran coincidentes con los registros de IVA, evidenciando así la falta de intención defraudatoria” (15).
Oportunamente hemos declamado la inconstitucionalidad del citado precepto normativo ya que, como lo expresara hasta el cansancio el desaparecido profesor del Derecho Penal Dr. Mariano Agustín Rodríguez, así como la inocencia no puede presumirse, tampoco es viable hacerlo con la culpabilidad. En otras palabras, se es o no inocente y se es o no culpable. Por último, irrumpe necesario añadir, siempre en el escenario de las hipótesis asequibles, que en todos los casos las resoluciones del Fisco nacional, en las cuales se resuelva la aplicación de las multas por defraudación, con la sola indicación de la presunción establecida en el artículo 47, son nulas. Esto es así, por entender carecen de causa y motivación adecuada, no cumplimentando los recaudos exigidos para su dictado conforme art. 7 inc. b), d), y e) y art. 14 de la ley 19549, esto es, la falta de sustento en los hechos antecedentes y el derecho que le sirve de causa. Creemos que es necesario pedir expresamente, como cuestión de previo y especial pronunciamiento, la nulidad por este motivo (16).
Con todo, este problema de la prueba indiciaria siempre ha sido relevante, aunque ya no esté admitida por el ordenamiento jurídico procesal nacional. Éste es el motivo que nos convoca a regresar sobre el tema al que ya nos referimos, extensamente, en nuestra obra “Garantías Procesales en el Derecho Tributario”.

II. Presunciones e indicios
Expresa calificada doctrina que la presunción, en sentido propio, es una norma legal que suple en forma absoluta la prueba del hecho (17), pues lo da por probado si se acredita la existencia de las circunstancias que basan la presunción y sin admitir demostración en contrario (18). En los términos del profesor D´Ors, la presunción es “el acto de aceptar la veracidad de un hecho por la evidencia de otro del que normalmente depende aquel hecho no probado” (19). Según Navarrine y Asorey, “Por consiguiente, ciertas presunciones pueden ser anuladas mediante el desarrollo de una prueba en la cual se acredite la falsedad de la presunción, es decir, la inexistencia del hecho que se presume –presunciones iuris tantum–, mientras que otras –presunciones iuris et de iure (de derecho y por derecho)–, no admiten ningún tipo de prueba tendiente a destruir el hecho presumido (20). Para nosotros, las presunciones que no admiten prueba en contrario –iuris et de iure–, son repugnantes al Programa Constitucional, aunque sí pueden concebirse, sin menoscabo constitucional, dentro del proceso civil. Parece asignarnos la razón el prestigioso profesor cordobés Dr. José Cafferata Nores, cuando sostiene que dentro del proceso penal, generalmente la presunción se halla excluida con relación a su objeto, aunque a veces se la acepta respecto de hechos con incidencia puramente procesal, como por ejemplo sucede con la presunción de fuga consagrada en algunos códigos procesales, cuando imponen el encarcelamiento preventivo si la amenaza penal derivada de la posible condena supera cierto límite (21). No obstante –continúa–, comúnmente la ley y la jurisprudencia utilizan el término presunción en sentido impropio, como expresión equivalente a indicio, o bien intentando captar con aquella palabra la conclusión a que se puede llegar partiendo del indicio. En este sentido, el indicio es considerado como la causa de la presunción, y ésta viene a ser el efecto de aquél. Así ocurre en el Código Procesal Penal cuando, respecto de los extremos de la imputación delictiva, establece que el silencio del imputado no implica “una presunción de culpabilidad” en su contra (22).
III. Clases de presunciones
Podemos ensayar varias clasificaciones partiendo de la que distingue entre “presunciones legales” y “presunciones judiciales o indicios”. Acerca de las primeras, las “presunciones legales” son aquellas fijadas por el legislador, teniendo en cuenta que, según el orden normal de la naturaleza, de ciertos hechos derivan determinados efectos, y entonces, por razones de orden público vinculadas al régimen jurídico, impone una solución de la que el juzgador no puede apartarse. En estos casos el legislador hace el razonamiento y establece la presunción, pero a condición de que se pruebe el hecho en que ella se funda. Por lo tanto, constan de los mismos elementos que las presunciones judiciales: un hecho que sirve de antecedente, un razonamiento y un hecho que se presume. De este modo, señala la ley presunciones “iure et de iure” y presunciones “iuris tantum”. Vimos ya que las primeras no admiten prueba en contrario, lo que no sucede, como en el caso del artículo 47, con las segundas, que sí lo permiten. Se dice que las presunciones iuris et de iure “…no constituyen en esencia un medio de prueba, sino que excluyen la prueba de un hecho considerándolo verdadero. El hecho verdadero se tendrá por cierto, cuando se acredite el que le sirve de antecedente” (23).
Por otro lado, se denominan presunciones iuris tantum, aquellas que permiten producción de prueba en contrario, imponiéndose esa carga a quien pretenda desvirtuarlas, y por ello interesan al derecho procesal. Se diferencian de las presunciones judiciales porque vinculan al juez. Desde nuestro punto de vista, esta definición es inviable dentro de nuestra materia sancionatoria, ya que significa, ni más ni menos, que invertir la carga de la prueba. En otras palabras, si se la acepta, en lugar del “estado constitucional de inocencia”, estaríamos ante un “estado de presunción de culpabilidad”, inaceptable para nuestro sistema constitucional.
Pasando ahora a las “presunciones judiciales o indicios”, también llamadas “presunciones hominis“, son aquellas que el juez establece a través del examen de circunstancias o hechos conocidos llamados indicios. Se justifican en que a veces es imposible la prueba directa de los hechos, situación en la que necesariamente el juez se ve obligado a recurrir a datos ciertos que, debidamente probados, lo inducen a extraer consecuencias jurídicas.
IV. Los indicios
Va de suyo que el problema de la prueba constituye el centro de la Ciencia Jurídica Penal, tanto en el ámbito teórico como en el práctico. Esta complejidad abarca no sólo la prueba propiamente dicha, en sentido estricto, sino también los indicios.
A la primera se le denomina “prueba directa” y a la segunda “prueba indirecta” o “prueba indiciaria”. Los indicios, a pesar de su importancia, no pueden ser configurados conceptualmente como prueba directa. En todos los casos, por ese motivo, si la prueba es indirecta cede ante la prueba directa y los indicios solo deben ser utilizados cuando resulten graves, precisos y concordantes. Además, los indicios deben ser empleados ante la imposibilidad de prueba directa. Desde este mismo ángulo, los indicios no constituyen una prueba secundaria y meramente subsidiaria, sino que siempre se deben complementar con la prueba directa.
Hay muchas definiciones de lo que conocemos como “indicio”. Desde el punto de vista criminalístico (“indicio criminalístico”), los indicios son evidencias físicas-materiales que nos pueden conducir al descubrimiento de un determinado hecho punible, esclareciéndonos la forma o modus operandi y permitiendo la identificación del o de los autores del hecho. Así, indicio es todo rastro, vestigio, huellas, circunstancias y en general todo hecho conocido –debidamente comprobado–, susceptible de llevarnos, por vía de inferencia, al conocimiento de otro hecho desconocido. El indicio, por lo tanto, es un dato objetivo que permite por su posterior conexión a una regla de la experiencia, de la ciencia o, incluso, de sentido común, la inferencia, a través de la lógica, de un hecho oculto, al que se refiere la actividad probatoria. El indicio es, entonces, el medio de prueba resultante de una operación lógica mediante la cual, a partir de una circunstancia fáctica plenamente demostrada en el proceso, se infiere la existencia de otro hecho llamado “indicado”. De allí que desde una definición muy sencilla, se exprese que el indicio es un hecho, del cual se puede, mediante una operación lógica, inferir la existencia de otro.
Como se ve, en realidad, los indicios técnicamente no constituyen un verdadero medio de prueba, sino una labor lógico-jurídica del juez, que le permite, estando probado o conocido un hecho, llegar a establecer la existencia de otro, que es el relevante para el proceso y la sentencia puesto que es el hecho punible e incriminado tipificado en la “ley penal”, en este caso, llamaremos como tal a la ley N° 11683, siendo por supuesto todos estos conceptos aplicables, in totum, a la ley N° 24769 –Régimen Penal Tributario y Previsional argentino–.
La prueba de indicios coexiste en la actualidad con el principio de libre convencimiento. Además, los indicios deben ser probados, deben acoplarse entre ellos. De la suma de diversos indicios surge una mayor probabilidad. La utilización de los indicios, siempre, debe regirse por la “prudentia iuris”. El principio de libertad de convicción no significa libertad de pruebas, incluida la prueba indiciaria. No se debe confundir el principio de libre convicción con la exención de la observancia de las reglas. Los indicios contrarios se destruyen entre sí.
Los indicios no sólo no fueron abolidos, sino que adquirieron cada vez una mayor transcendencia e importancia. Uno de los más autorizados tratadistas clásicos de la Teoría de los Prueba (Mittermaier) recordaba la absoluta necesidad, por razones de orden público, de utilizar generalmente los indicios para no dejar impune –por falta de pruebas representativas y de confesión – al acusado en la mayor parte de los delitos. Para otorgar trascendencia jurídica al indicio es preciso: 1) que el indicio sea cierto y no meramente hipotético; a este fin se pregunta si un indicio puede descender de otro indicio; naturalmente, la respuesta no puede ser negativa: es necesario, sin embargo, en estos casos de indicio mediato, observar la máxima cautela y “prudentia iuris” a fin de evitar que la reconstrucción de un hecho pase a través de una cadena tal de indicios, que haga perder al proceso de inferencia su máxima capacidad de aproximación a la verdad; 2) que la deducción del hecho desconocido arrancando del hecho conocido se realice a través de un procedimiento lógico, que se inspire en el máximo rigor y en la más absoluta corrección; 3) con la finalidad de conseguir un correcto, riguroso y controlable procedimiento lógico de deducción de un hecho desconocido de otro hecho conocido, se impone, sobre todo, la exigencia de la concordancia de los indicios. Cuando se habla de concordancia de indicios no se quiere establecer la necesidad de una pluralidad de indicios; la prueba puede derivarse, incluso, de un solo indicio. Pero es evidente que –aun sin dar prevalencia alguna al dato cuantitativo– cuantos más sean los indicios –naturalmente, ciertos y graves–, más fácil es el juicio de probabilidad. Puesto que la concordancia sólo se exige en el caso de que la prueba esté encomendada a una pluralidad de indicios, para la observancia de tal requisito es necesario: a) que cada uno de los indicios sea valorado autónomamente, a los fines de reconocimiento de las notas de la certidumbre y, en lo posible, de la gravedad; b) que cada uno de los indicios confluya, juntamente con los otros, a una reconstrucción lógica y unitaria del hecho desconocido. Para esta confluencia, es necesario: 1°) que los indicios no estén en contradicción entre sí; 2°) que entre los varios indicios se establezca una coordinación lógica. Es necesario exigir que a la certeza del indicio se agregue una tal coordinación lógica entre el indicio y el hecho que se tiene que probar, que excluya la posibilidad de toda otra relación equivalente. Para Navarrine y Asorey, “Hay indicios o presunciones hominis establecidas en la ley como las demás; sin embargo, para que estas presunciones sean apreciadas como medios de prueba es indispensable que entre el hecho demostrado y aquel que se trata deducir haya un enlace preciso y directo, según las reglas del criterio humano. Estas reglas o máximas de la experiencia forman parte del patrimonio cultural del juzgador, como de toda persona de nivel cultural medio” (24).

V. La estructura de los indicios
El indicio está compuesto de cuatro elementos, a saber: • un hecho conocido, comprobado, denominado hecho indicante, indicador o causa. • una inferencia lógica o juicio de razonamiento: significa que partiendo del hecho conocido se podrá deducir con probabilidad o certeza el hecho indicado. • un hecho desconocido: es el que se pretende conocer o probar. Se le denomina hecho indicado, principal o efecto. • Una regla de la experiencia. Esta experiencia parte de vivencias iguales o similares, habidas no en ocasión del caso que se está investigando sino anteriormente. En parte, el saber experiencial se apoyará en una vivencia colectiva, que tanto en el operante como en muchas otras personas se habrá condensado en determinados conocimientos.
Regresando a los elementos integrantes de la estructura del indicio, podemos agregar: 1°) El hecho conocido o indicante: el hecho indicante debe estar probado en grado de certeza y ser cierto. No puede ser impreciso, ni vago, ni susceptible de que se infieran  meras conjeturas o sospechas. Únicamente  aquellos hechos indicantes, plenamente establecidos y probados pueden ser objeto de valoración. 2°) La inferencia lógica: La inferencia lógica es un proceso u operación mental que tiene como fin buscar la conexión entre el hecho indicante y el hecho indicado. Esta inferencia lógica o relación de causalidad que debe existir entre la causa y el efecto, no tanto el hecho del cual sea parte (hecho indicador, que de todos modos debe estar demostrado) sino la operación mental anexa a ese hecho y mediante el cual se concluye de esa existencia tácita de lo que se busca demostrar, sirviéndonos la operación mental que se va edificando sobre el hecho indiciario. La pieza principal del procedimiento probatorio compuesto por esos elementos no es, propiamente hablando, el hecho del cual arranca, sino el proceso mental que se conexiona a ese hecho y en virtud del cual se deduce la existencia de la circunstancia tácita jurídicamente relevante. El hecho indiciario recién adquiere su importancia para el averiguamiento por obra de la labor mental que, amalgándola con los demás con los demás elementos necesarios, le da forma de una prueba indiciaria en la cual pueda descansarse. 3°) El hecho indicado o conclusión: debe ser claro y preciso. La conclusión se considera débil cuando no se produce de inmediato un razonamiento, sino que es necesario que se realice una cadena extensa de demostraciones. El poder de convicción de la conclusión, que ocasiona la vinculación del hecho indicador con las reglas de la experiencia, debe apreciarse en cada caso concreto. El investigador o averiguador debe examinar  la estrecha conexión, según la experiencia entre el hecho indiciario y el hecho que se va a determinar. Por ende, debe tomar en cuenta si el ligamen de la conexión ha sido permanente. 4°) La regla o máxima de la experiencia: por medio de una constante y reiterada observación del acontecer común por la repetición uniforme de ciertos acontecimientos, el hombre por medio de algunos presupuestos  básicos puede considerar que un fenómeno, actitud o hecho se puede manifestar de determinada manera; por lo tanto es posible afirmar que se ha obtenido una máxima de experiencia absoluta o de probable validez. En consecuencia, esta máxima o regla de la experiencia debe encontrarse fundada en las leyes, los principios lógicos y la analogía.

VI. Clasificación de los indicios
La doctrina especializada clasifica los indicios, a los efectos de la valoración probatoria, en indicios de capacidad física (aptitud física o psíquica del agente para la comisión del delito); moral (propensión al delito del agente); de oportunidad (momento concreto, lugar, coparticipación…); de manifestaciones (lo depuesto en un primer momento y a lo largo del procedimiento, contradicciones, etc.); móvil, indicios de huellas materiales (objetos que se le encuentran al acusado) y, por último, lo que denomina modus operandi, de tal suerte que la reiteración de conductas delictivas de forma semejante y en concretos lugares por parte de uno o varios sujetos, puede dar lugar a que la acreditación de la participación de todos o alguno de ellos en uno de los delitos sirva de indicio de autoría para los restantes. La técnica produce, en ocasiones, excelentes resultados, desde una perspectiva jurídica; sin embargo, debe ser utilizada con una alta dosis de cautela y prudencia. De allí que estas exigencias se puedan concretar en las siguientes:
1.- De carácter formal: a) que en la sentencia se expresen cuáles son los hechos base o indicios que se estimen plenamente acreditados y que van a servir de fundamento a la deducción o inferencia; b) que la sentencia haya explicitado el razonamiento a través del cual, partiendo de los indicios, se ha llegado a la convicción del acaecimiento del hecho punible y la participación en él del acusado, explicitación que, aun cuando pueda ser sucinta o escueta, se hace imprescindible en el caso de prueba indiciaria, precisamente para posibilitar el control casacional de la racionalidad de la inferencia.
2.- Desde el punto de vista material: es preciso cumplir unos requisitos que se refieren tanto a los indicios en sí mismos, como a la deducción o inferencia. Respecto a los indicios es necesario de igual modo: a) que estén plenamente acreditados; b) de naturaleza inequívocamente acusatoria; c) que sean plurales o siendo único que posea una singular potencia acreditativa; d) que sean concomitantes al hecho que se trate de probar; e) que estén interrelacionados, cuando sean varios, de modo que se refuercen entre sí.
En cuanto a la deducción o inferencia es preciso: a) que sea razonable, es decir, que solamente no sea arbitraria, absurda e infundada, sino que responda plenamente a las reglas de la lógica y la experiencia; b) que de los hechos base acreditados fluya, como conclusión natural, el dato precisado de acreditar, existiendo entre ambos un enlace preciso y directo según las reglas del criterio humano. No se trata propiamente de un medio de prueba, sino de una técnica de valoración de hechos indirectos plenamente acreditados. Se pretende que el órgano jurisdiccional valore el significado de tales hechos básicos en la relación que puedan tener con el hecho consecuencia, de modo que partiendo de la afirmación de aquellos, pueda también afirmarse la realidad de este último; pero no por mero criterio de valoración subjetiva, sino porque objetivamente cualquiera pueda comprenderlo así, simplemente porque ningún observador objetivo pueda dudar de aquél o de aquellos hechos indiciarios ha de inferirse necesariamente la certeza de este último. La lógica jurídica no es una lógica dogmática y abstracta, sino contextual, realista, eficaz y razonable.

VII. Las ficciones jurídicas
Se denomina ficción jurídica al procedimiento de la técnica jurídica mediante el cual, por ley, se toma por verdadero algo que no existe o que podría existir pero se desconoce, para fundamentar en él un derecho, que deja de ser ficción para conformar una realidad jurídica. Por ejemplo, a través de una ficción jurídica se fundamenta la existencia de las personas jurídicas, la representación o los derechos que se pueden reconocer al que aún no ha nacido. También es una ficción jurídica la conmoriencia y la premoriencia, así como la incorporación de derechos en los títulos de crédito, la moneda y las tarjetas de crédito, etc. Las ficciones jurídicas tienen algunas similitudes con las presunciones, y principalmente con las presunciones iuris et de iure, aunque no son exactamente lo mismo. Una presunción sirve para invertir o facilitar la carga de la prueba a una persona, mientras que la ficción jurídica tiene por finalidad servir como base para una regulación concreta. Para Garrone, “Son creaciones jurídicas puramente imaginativas -ajenas a la realidad- que se establecen con alguna finalidad práctica (así se resuelven en forma sencilla, una serie de problemas complicados). Por ejemplo, casi todo el mecanismo de la sucesión hereditaria, en el derecho argentino, se asienta en la ficción que declara que la persona del causante continúa en la del sucesor”. Agrega luego este autor que “A diferencia de las presunciones que se conforman según la realidad, las ficciones parecen contrariarla, pues afirman lo que racionalmente no podría sostenerse. Es por eso que Ihering las clasificó de “mentiras técnicas” consagradas por la necesidad” (25). Siguiendo a Pérez de Ayala, “la ficción constituye una valoración jurídica, contenida en un precepto legal, en virtud de la cual se atribuye a determinados supuestos de hecho efectos jurídicos que violentan e ignoran su naturaleza real”, añadiendo que “la ficción ni falsea ni oculta la verdad real: lo que hace es crear una verdad jurídica real” (26). Según Enneccerus, “Las ficciones establecen que otra proposición jurídica (o complejo de proposiciones jurídicas) es decisiva para un hecho nuevo, mediante conformar este hecho, con carácter irrebatible y contra su verdadera naturaleza, de modo que se ajuste a aquella proposición jurídica” (27). “La ficción jurídica existe siempre que la norma trate algo real ya como distinto siendo igual, ya como inexistente habiendo sucedido, ya como sucedido siendo inexistente, aun con consecuencia de que “naturalmente” no es así” (28).
Sobre las clases de ficciones, desde el punto de vista “técnico” suelen distinguirse tres: 1) legislativa; 2) jurisprudencial; y 3) doctrinaria. De acuerdo con Garrone, “Son muchos los autores que hablan de una técnica interpretativa o jurisprudencial y se refieren a los métodos de interpretación de la ley. Por nuestra parte, creemos que la interpretación de la ley es algo más que una simple técnica, pues tiene la jerarquía de procedimiento científico; a su vez, los métodos interpretativos son precisamente eso: métodos, es decir, un conjunto de operaciones lógicas que se refieren por ende al pensar; en cambio, la técnica es un conjunto de procedimientos prácticos que se refieren al hacer del hombre. No obstante ello, hay sí una serie de problemas técnicos en la actividad del juez.

VIII. Diferencia entre las presunciones y las ficciones jurídicas
Hemos visto ya que las ficciones jurídicas son creaciones jurídicas imaginativas, ajenas a la realidad, que se establecen por alguna finalidad práctica. La presunción judicial importa un proceso lógico, un raciocinio, que permite pasar de un hecho conocido a otro desconocido. Generalmente, el razonamiento es de tipo inductivo, por lo que, antes que un medio probatorio, consiste en una actividad intelectual del juez frente a un caso particular, valiéndose de reglas de experiencia, es decir de conocimientos comunes. Para ello, practica un verdadero examen crítico de un hecho cotejándolo con circunstancias, situaciones y efectos que en un orden normal ocurren de ordinario. La presunción consiste, entonces, en las operaciones deductivas e inductivas que intelectualmente realiza el juez al momento de dictar sentencia, ante la imposibilidad de tener una prueba directa sobre un hecho. Mientras las presunciones se fundan en lo que generalmente ocurre, las ficciones jurídicas se apartan por completo de la realidad, pues convierten en verdadero lo que es evidentemente falso. Por ejemplo, las leyes se reputan conocidas por todos; las embajadas extranjeras se consideran instaladas en el territorio de su nación; ciertas cosas muebles adheridas al

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