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Somalia, un Estado fallido en el centro del eterno círculo de la guerra y la muerte

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Por Silverio E. Escudero – Exclusivo para
Comercio y Justicia

Hace unos días, el grupo yihadista Al-Shabab, asociado a la confederación terrorista que encabeza Al Qaeda, secuestró y ejecutó -en abierto desafío a las fuerzas de seguridad que operan en la región bajo el comando de las Naciones Unidas-, en los alrededores de la capital de Somalia, Mogadiscio, a Mohamed Mohamud Siad, cuando aún no terminaba de festejar haber sido electo integrante del Parlamento.

La noticia fue apenas un dato más en medio del caos. Una muerte más en un universo de violencia que ha dejado de ser, hace más de 80 años, un Estado para transformarse en un territorio sin ley que se disputan bandas mafiosas que trafican drogas, armas, personas, oro, piedras preciosas y toda otra mercadería no autorizada en los países vecinos. 

Somalia -según el Global Peace Index de 2019- es, después de Sudán del Sur, el país más violento de África y el sexto del mundo. Es dable anotar, sin embargo, que Sudán del Sur está inmerso en un dificultoso proceso de paz que avanza a los tropezones, por lo que Somalia, en muy corto plazo, será el país más violento del continente africano.

Violencia que se traduce en el crecimiento de los campos de concentración o refugiados para acoger a millones de personas desplazadas como consecuencia de sequías prolongadas e inundaciones repentinas que amenazan la vida de sus habitantes y dejan paso al hambre, en medio del conflicto que protagoniza un gobierno nominal, respaldado por Occidente, y el grupo militante islamista Al-Shabab.

Somalia vive un infierno. En un eterno círculo de guerra y muerte a pesar de los esfuerzos del Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) y de la Media Luna Roja. Organizaciones que han puesto en alerta a los precarios sistemas de salud que administran sobre la presencia del coronavirus que se propaga sin ser detectado entre la población de refugiados. “Nos preocupa que haya muchos casos de covid-19 no detectados, en especial en los campamentos de desplazados internos”, señaló en una declaración Ana María Guzmán, coordinadora sanitaria del CIRC.

El desafío urgente es descubrir los intereses que batallan por el control de los accesos al mar Rojo por el estrecho de Bab el-Mandeb, que enlaza aquél con el océano Índico, considerado uno de los más peligrosos del mundo. 

Estados Unidos, China, Turquía, Francia, Japón y las ricas monarquías de la península arábiga juegan sus posiciones en procura de apoderarse del puerto somalí de Bosaso, en el Estado semiautónomo de Puntland, noreste de Somalia, enclave por el que transitan aproximadamente 3,2 millones de barriles diarios de petróleo.

Ryszard Kapuscinski -quizás el más talentoso periodista de todos los tiempos-, en su enorme ensayo-reportaje a África que tituló Ébano (1998), relata la descolonización africana anotando tres circunstancias capitales: «El deseo de los pueblos indígenas de independizarse, la distracción europea por los asuntos mundiales y el resentimiento popular contra el racismo y la desigualdad». 

Crea una visión distinta de la geografía física y humana del continente negro, que culmina en escenarios bélicos permanentes cuyas crónicas relatan frecuentes actos de canibalismo. 

Kapuscinski se preguntó en qué momento de la historia Somalia dejó de ser un país que ya no existe, y que nadie sabe si algún día existió como Estado o fue la ilusión de algunos que procuraban dejar de ser individuos capaces de constituir una nueva república democrática. 

Los desacuerdos primaron entre esa enorme multiplicidad de clanes, subclanes y familias agrupadas y enfrentadas en alianzas que conforman el perfil de un país fallido, bañado en sangre que, probablemente, permite pensar que, en realidad, salvo por el nombre geográfico, “África no existe”.

Pero eso es historia o forma parte de una enorme pesadilla. Ahora, el territorio somalí concentra todos los pecados del mundo.

“En las costas de ese territorio hay la más grande concentración de tiburones de la zona, por la cantidad de sangre que se arroja en las aguas”, dice Kapuscinski.

No hay cementerios formales. Nada es formal. No existe un sistema para recolectar la basura de las casas. El Estado está alejado del problema de la salubridad y los basureros a cielo abierto son “administrados” por bandas mafiosas. 

“Los más eficientes -anota un cronista del diario El Mundo de Madrid- son los piratas del África que operan desde allí. Una especie de asociación de piratas cobra una tarifa, o peaje, a los barcos que quieren pasar por las costas de Somalia”.

Para el resto de la región, Somalia es un vecino incómodo, de extrañas y molestas costumbres. En especial porque los somalíes cruzan las fronteras en busca de trabajo en las naciones circundantes porque en “casa” todas las actividades económicas formales han desaparecido.

La propiedad privada no existe. Se ha transformado en un recuerdo que se pierde en el tiempo. Grupos armados de los Señores de la Guerra se apoderan de las tierras, cosechas, animales y someten a hombres, mujeres y niños, quienes son vendidos a traficantes árabes que abastecen los mercados de esclavos del Asia Central y el Lejano Oriente.

Los yacimientos mineros de sal, estaño, zinc, cobre, yeso, manganeso, uranio, petróleo y gas son “exprimidos” por empresarios chinos que usan mano de obra esclava y están exentos -de hecho- de todo tipo de gravámenes, con lo que multiplican exponencialmente sus ganancias. 

El clima de corrupción reinante facilita que se efectúe todo tipo de trapisondas. Nada impide el uso de mercurio en la explotación de oro, que contamina la mayoría de los cursos de agua, que se torna no apta para el consumo. 

Son miles los somalíes que han cruzado las fronteras con la ayuda y el esfuerzo de activistas humanitarios, quienes tienen que enfrentar el recrudecimiento de la hostilidad hacia los migrantes en determinados países occidentales, mientras temen que crezca la ola xenófoba y abra las puertas a una nueva matanza de extranjeros residentes en Sudáfrica.

Detrás de estas acciones coincidieron los sectores ultraconservadores de África en distribuir profusamente un folleto que convocaba a concretar una manifestación continental contra “los inmigrantes ilegales que ocupan los puestos de trabajo que corresponden exclusivamente a los sudafricanos”. Una marcha causó actos vandálicos y pillaje en tiendas propiedad de ciudadanos de Somalia en los pueblos de Atteridgeville, al oeste de Pretoria.

Pese a todo, mientras el Servicio de Policía de Sudáfrica prosigue sus investigaciones sobre los asesinatos de Khayelitsha, Amir Sheik, presidente nacional de la Junta Comunitaria Somalí de Sudáfrica, no defiende el reasentamiento de los miembros de la comunidad somalí y, en lugar de ello, insiste en que ha llegado el momento de promover la integración local efectiva de los refugiados de Somalia en las comunidades en las que estos viven y realizan actividades comerciales.

Finalmente, debemos estimar el número de muertos en el caos somalí. Las cifras difieren según la fuente y los intereses que defiende. El único cálculo estimado que goza de cierta autoridad y que circula por ahí es el informe de Naciones Unidas que señala que 350.000 personas murieron en el primer año y medio de caos. 

Puesto que los combates y las ejecuciones en masa continúan, se hace evidente que el aumento del número de muertos deja atrás los antiguos cálculos.

“Los corresponsales de guerra -anota Matthew White en El libro negro de la humanidad-, al no poder publicar ningún número oficial, decidieron extraoficialmente incrementar esa cifra y, en consecuencia, es cada vez más frecuente proponer en términos que es posible que la cifra de muertos alcance el medio millón.

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