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Las caritas brillantes

Por Alicia Migliore*
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Por Alicia Migliore (*)

A primera hora de una mañana de invierno pocas cosas se nos revelan bonitas. El frío nos hace lagrimear y la cuota de sueño adeudada nos impide apreciar la belleza de las cosas. Al menos hasta que el sol impone su maravillosa presencia. Hay espacios que siempre permanecen fríos, como sin alma; es el caso donde sólo existen transacciones dinerarias. Quienes concurren, temen y desconfían.
Controlan los movimientos ajenos, a la defensiva, previniendo el hipotético despojo. Las paredes, desnudas, solamente contienen prohibiciones. No a los teléfonos celulares, no a comidas o a bebidas, no a los anteojos oscuros, no a las gorras o sombreros, no, no, no. Hay rejas, no hay sillas, no hay cuadros pero algo en el muro capta la atención somnolienta y deslumbra, tanto, para infringir la prohibición, sacar el celular y tomar una fotografía de la imagen solitaria en la pared blanca.

Las actuales fotografías, por su inmediatez, están casi siempre destinadas a ser eliminadas; son efímeras, la “memoria” del celular es imperativa. Elimine, elimine, elimine. Todo pasa, pero ellas quedan. Ellas son un mensaje profundo desde su escaso espacio tamaño A4. El texto es breve, pocas palabras para resumir enormes historias que nos involucran y nos interpelan. Son dos las imágenes, colocadas de manera cercana, casi unidas, por origen o por destino.
Sin duda, la que conmueve es la carita brillante de profundos ojos negros, rozagantes mejillas y sonrisa plena de una niña con la indumentaria típica de Bolivia. El mensaje es personalísimo: “Esto es enviar un futuro mejor a tu familia en Bolivia” con letras pequeñas y en un tipo significativamente mayor se aclara “3%”. En el afiche contiguo no hay imágenes de niños. Hay una plaza bella, que supongo de Lima, y en igual tipografía el mensaje “Esto es enviar dinero a mi familia en Perú” y, en el mismo tamaño, ampliado, “3%”.
Desde septiembre me espera la fotografía “ocupando lugar en la memoria del teléfono” y no he podido eliminarla. Siento que el mensaje, tan escueto, tiene múltiples derivaciones, e interrogantes.
Una primera derivación es la evidente feminización de la pobreza en América Latina, que expulsa a las mujeres de la tierra de sus ancestros buscando un mejor futuro para sus hijos, que en muchos casos permanecen allá, a infinita e inaccesible distancia.

Otra reflexión es la relativa al valor del trabajo de esas mujeres exiliadas y de todas las mujeres que se desempeñan en el servicio doméstico. ¿Quién les adjudica el real valor que tiene? Por supuesto, aquellos que diseñaron los afiches lo tienen muy claro: son un negocio significativo para ellos, que cobran comisión por la remesa que con puntualidad religiosa envían a sus afectos lejanos. Para los analistas económicos que evalúan la importancia del ingreso de divisas en los respectivos países, son una industria humana, anárquica, precarizada, desprotegida, pero altamente relevante en la balanza comercial, que no sabe de humanidades pero sí de cifras. Para quienes pagan el servicio que prestan, son retóricamente invalorables, pero casi equiparadas a los tiempos previos a la Asamblea del año 13.

En tiempos no muy lejanos, las señoras acomodadas de la sociedad decían “traje una chica del campo, para que ahora que cuide a mis hijos, y después me cuidará a mí”, ahora aggiornadas en la oferta del mercado, se comentan en la peluquería “sé lo que te digo, buscate una peruana; son sumisas, obedientes y te hacen caso si le ordenás que no tengan hijos allá”; “sí, las bolivianas también son trabajadoras y no te contestan mal nunca”… ¿Y qué pasó con aquellas “chicas del campo”? Siguen llegando a las grandes ciudades, en menor proporción, pero las dificultades del interior profundo determinan a los padres a entregarlas muy pequeñas para que tengan mejor vida en la ciudad. En todos los casos se incorporan a la familia de acogimiento, pero, por costumbres ancestrales o aspiraciones insatisfechas, son “como de la familia” para los deberes, pero “no son de la familia” para los derechos. Vemos que a la hora de pretender un beneficio por una vida de trabajo se encuentran con las manos vacías y “los patrones” ya no existen.

Inmigrantes ilegales, sin la radicación correspondiente, ¿dónde podrán gestionar sus beneficios? En el país de origen, está claro que no, porque no residían allí; en el país que abraza a los inmigrantes, según la Constitución Nacional, tampoco, porque no se registra su ingreso ¿Dónde han vivido según la documentación? Probablemente en la estratósfera. Y la problemática nos sigue guiando en un laberinto alucinante: ¿cómo un país surgido como destino de inmigrantes puede sostener tan precarias oficinas como las que vemos en nuestra ciudad ocupada por la Dirección Nacional de Migraciones? Tenemos fronteras laxas y una burocracia inaccesible para quienes llegan despojados de saberes, de leyes y de formalidades. ¿Hay mala fe en los empleadores que mantienen estas trabajadoras en negro, sin garantizar acceso a obra social, jubilación o cualquier beneficio de la seguridad social? Tal vez, en algún caso, pero partiendo de aquel viejo mandato de Vélez Sársfield partiremos de la buena fe. Aquel empleador que se regía por la ley vigente en 1956, requería una libreta de papel con foto y conseguir (sí conseguir) el formulario de pago de autónomos para efectuar los depósitos. Mirado a la distancia, algo simple.

Desde el recordado y triste paso de Domingo Cavallo por el Ministerio de Economía, para que una señora del barrio registre a su empleada doméstica, necesita los servicios de un contador público; y el abuelo que quedó solo y con parte de su jubilación afronta el costo de una cuidadora (también encuadrada en Servicio Doméstico) si quiere regularizar su situación laboral también requiere de un Contador Público. Se podrá pensar que una vez inscripta el problema se agotó: craso error. Para efectuar los pagos derivados de la registración sigue haciendo falta un contador público, y agregaron: una cuenta bancaria, una clave para operar desde el domicilio que se llama Home banking, las coordenadas que el banco indique, la contraseña que el usuario recuerde, la actualización que indique el sindicato, la computadora o el cyber que lo instrumente, etc., etc… Los tecnócratas de la burocracia advirtieron luego la dificultad de pago por la web y vuelven a admitir el pago directo del aporte patronal.

En este largo proceso interpersonal, donde la trabajadora se sentirá reconocida y dignificada, abrigando la esperanza de compensación en su edad avanzada; la familia se sentirá en paz uniendo la retórica y la realidad por reconocer que esta persona tiene igual valor e iguales derechos; sería deseable esperar que el Estado, construyera un camino asfaltado para que a su retiro la empleada encontrara el tiempo de júbilo. Lamento decir que se trata de una decepción por la frustración del deseo. La probatoria de estos servicios en la Administración Nacional de la Seguridad Social, en tareas del hogar, es discriminada, requiriéndose mayores elementos que al resto de los trabajadores.
La foto de la nena boliviana me llevó a esto. A reclamar que los expertos en nuevas tecnologías arbitren los medios para facilitar la registración y pago de las tareas de servicio doméstico. Y demandar también que los aportes jubilatorios de esa masa trabajadora, mayoritariamente femenina, generalmente con instrucción insuficiente, se valoren con una presunción a favor de la fuerza laboral. Quien confía su nido, su hogar, con los hijos y los viejos, a una mujer que no pertenece a su familia, es porque la respeta y valora y no está en su ánimo causarle perjuicio. Reconocer el costo del servicio doméstico es comenzar un camino de justicia en la valoración de las mujeres.

(*) Abogada-ensayista. Autora del libro Ser mujer en política

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