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La insólita justicia de Claudio

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El más culto de los césares no se libró de cometer inequidades al juzgar

Por Luis R. Carranza Torres

Del emperador romano Claudio la mayoría tiene más noticia por la genial novela de Robert Graves Yo, Claudio, que por la lectura histórica. A juzgar por la narración de Gayo Suetonio Tranquilo en su obra Las vidas de los doce césares (De vita Caesarum, en latín) en la cual describe los hechos biográficos de los primeros césares romanos, la verdad podría ser algo distinta de esa caracterización literaria de una persona que logra sobreponerse a la adversidad y a la discriminación de sus congéneres para alcanzar los más altos sitiales.
Escribe dicho autor que la vida de Claudio transcurrió, sí, en el rechazo y el desdén de los demás; pero no pocas veces por la propia indolencia, derroche o incapacidad. “Así pasó Claudio la mayor parte de su vida hasta la edad de cincuenta años, en que por uno de los más raros caprichos de la fortuna, se vio elevado al mando supremo”, nos dice. Es decir, hasta ser consagrado emperador por la guardia pretoriana, luego del asesinato de Calígula y de hallarlo escondido detrás de un tapiz, temeroso de su vida y lo entronizaron, pago mediante, emperador.
Claro que los escritos de Suetonio han sido relativizados por varios estudiosos en razón de cargar las tintas sobre aquellos que no eran de su estima y gusto personal. Otro historiador romano, Dión Casio, no cuenta que Claudio “tenía una inteligencia poco común, porque se mantenía constantemente instruido”. No caben mayores dudas sobre su cultura. Pero eso no prueba ser una buena persona.

Más allá de los juicios sobre el personaje histórico, han llegado a nosotros bastantes anécdotas respecto de su particular modo de impartir justicia. Recordemos a este respecto que dicho valor ocupaba un lugar central en la sociedad romana. De allí los avances y preocupaciones que se tomaron con el derecho. Se la asociaba como valor emanado del principal de sus dioses, Júpiter, y un claro signo de tal importancia es que el águila que representaba figurativamente al poder de Roma, como ave propia de tal dios, era asimismo la representación figurativa de esa justicia.
El emperador, al igual que Júpiter, era “garante de justicia”. Y en manos de Tiberius Claudius Caesar Augustus Germanicus, más conocido por todos nosotros sólo como Claudio, adquirió ribetes bastante poco comunes.
Como nos dice Suetonio: “Fuese o no cónsul, administraba justicia con mucha asiduidad, hasta en los días consagrados, en su casa o en su familia, en alguna solemnidad, y algunas veces lo hizo incluso durante las fiestas establecidas por la religión desde remota antigüedad. No siempre se atenía a los términos de la ley, haciéndola más suave o más severa, según la justicia del caso o siguiendo sus impulsos; así restableció en su derecho a demandantes que lo habían perdido legalmente ante los jueces ordinarios y acrecentando el rigor de las leyes, condenó a las fieras a los que quedaron convictos de fraudes muy graves”.
Tales rasgos llevaban a que “En sus informes y sentencias mostraba un carácter variable en gran manera: circunspecto y sagaz unas veces, inconsiderado en otras, y hasta extravagante”.
Abundan en el relato del historiador las anécdotas para fundamentar tales juicios. Por ejemplo, la de un romano, interpelado delante de él por sus adversarios en asuntos que no incumbían al emperador sino a los jueces ordinarios, le intimó a que se defendiese en el acto. A una mujer que se negaba a reconocer un hijo suyo, siendo dudosa la prueba, le mandó que se casase con el presunto hijo. La obligó, de esta manera, a confesarse como la madre del joven.
En otro proceso, en que el afectado pedía que se cortasen las manos de un falsificador, Claudio hizo venir al verdugo con una cuchilla y el banquillo del suplicio para presionar al reo a decir verdad de los hechos.

En otra ocasión se debatía si un acusado debía comparecer a la causa con toga romana o con manto griego. No era una simple cuestión de vestuario. Las prendas resultaban el reflejo de cuál ley que debía aplicarse, si para ciudadanos romanos o la de los peregrinos. Claudio le ordenó entonces “vestir alternativamente los dos trajes, uno mientras se celebraba la acusación y el otro durante la defensa”. No refleja la fuente cómo hicieron luego para aplicar las normas en la sentencia. Otro de sus rasgos era dar la razón a las partes presentes contra las ausentes, sin atender a las causas por las que éstas no habían podido concurrir, fueran legítimas o no.
Como se lee en De vita Caesarum: “Se vio por estas decisiones tan rebajado, que algunas veces recibió hasta en público muestras de desprecio… Un litigante se atrevió, en el calor de la discusión, a decirle: ‘Y tú también eres viejo e imbécil’. Conocido es, además, el rasgo del caballero romano que, injustamente acusado, censuró a Claudio su estupidez y crueldad lanzándole a la cara el estilo y las tablillas que tenía en la mano, con las que le causó en la mejilla una herida bastante profunda”.
Nada que no hubiera pasado antes y que se repetiría luego en esa Roma imperial, majestuosa y terrible. Señales que evidenciaban, a la par de la pérdida de respeto por la autoridad, la decadencia de una sociedad: la justicia dejaba de ser la expresión del bien común para transformarse en la mera voluntad caprichosa de un solo hombre.

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