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El Indio Pachi (I)

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Patricio Eustaquio Barrera vio la luz en un paraje singular, con tres figuras misteriosas sobreelevadas por encima del suelo pedregoso. Tres moles animadas de siglos, testigos de seculares hálitos de vida, de nacimientos de amores milenarios, de encuentros de pueblos y de transculturaciones que aún hoy no olvidan sus orígenes: los cerros Colorado, Veladero e Inti Huasi.

Era el 17 de marzo de 1915. Una docena de años antes, don Leopoldo Lugones, de los Lugones de Río Seco, había andado por allí como enviado del diario La Nación, el fundado por Mitre, relevando por primera vez las cuevas y aleros de pictografías sobre la piedra que servía de soporte al blanco de caolín, al negro de humo y al ocre ferroso como coloraciones más destacadas y resistentes.

Patricio fue Pachi desde siempre y en sus rostros se evidenciaban las señales de comechingones y sanavirones. Pobladores ancestrales de una región que los convocó desde rumbos diferentes y terminó fundiéndolos.

Comarca de areniscas rojizas, Cerro Colorado es para sus antiguos pobladores “un lugar donde se puede estar seguro”. Aquí nació y vivió Pachi, rodeado de testimonios culturales forjados entre los siglos V y X, escuchando historias de los tiempos de las llamas, los guanacos y los ciervos que los artistas telúricos habían perpetuado en los reparos de los tres cerros, relatos que se asomaban como mitos sin imaginar que él mismo se convertirá en leyenda.

Se le fueron los ojos y el corazón le produjo retumbos de identificación y pertenencia en la observación de la fauna con sus felinos, reptiles, armadillos y aves que se le aparecían entre senderos todavía poco hollados, o los congos y jotes, sanitaristas del entorno que ejercitaban la paciencia para saciar el apetito. Pero también alcanzó a ver el cóndor, majestuoso surcador de cielos, que movía sus alas con énfasis sereno de monarca.

La flora, tan verde y tan variopinta por temporadas, lo atraía con el mato, ese pariente de los arrayanes del sur, los chañares generosos, los talas y los mistoles. El clavel del aire le sonreía desde las ramas, presagiando romances, confidente de ilusiones.

Su padre, don Eustaquio Barrera, paralítico en los años postreros de una vida tan natural como la fauna y la flora, fue su maestro. Así Pachi fue recolector de algarrobas, como invariablemente lo fueron sus antepasados, cultivó sus chacras, desempeñó oficios recios como el de picapedrero o solidarios como el de peluquero. Aprendió a curar con los medios naturales a su alcance y, en fin, “fue un ser humano vivo en su pueblo”, como se dijo de él.

En la estructura criolla de su rancho sonaba el río, sonaban los vientos, sobaban las loras en su diario pasaje, sonaban los cuises tamboreando debajo de la tierra, sonaban las lluvias arrastrando agua que terminaba siendo roja. Pero, sonaba la guitarra, ese instrumento que había cruzado mares para detenerse entre pampas y serranías, dueña de un lenguaje nuevo y de un ritmo obediente a las sugerencias brotadas de ahicito nomás.

Los dedos de picapiedra no fueron excusa para acariciar las cuerdas juguetonas y compañeras. Todo lo contrario. No abandonaron, pese a ello, sus formas alargadas. Los paisanos de la región persistieron en la costumbre de arrimarse al rancho de don Eustaquio para reunirse en guitarreadas amistosas, ahora con el agregado del joven Pachi, al que se adivinaba virtuoso pero se sabía fiel al legado de tradiciones musicales, de esas que lograban cobijo secular en el encordado.

Pachi tenía 23 años cuando un hombre que aparentaba unos 30, de aspecto nativo aunque portaba un tanto de sangre vasca, se bajó de un viejo camión en la puerta del almacén de ramos generales Argañaraz. Corría 1938 y esa estampa era la de Roberto Chavero Aramburu, oriundo de los pagos de Pergamino, conocido y celebrado como Atahualpa Yupanqui.
Don Ata había llegado atraído por las mentas de Cerro Colorado, de su paisaje y de su gente, sin saber que estaba marcando parte entrañable de su destino en el derrotero humano de la vida.

Chavero tocó su guitarra y cantó sus canciones, las de ese tiempo. Las juntadas guitarreras en el boliche del pueblo o en la galería de los Barrera se hicieron costumbre y adquirieron fama en los contornos. Don Eustaquio, paralítico en su silla pero vivo en sus emociones, le cobró afecto y admiración a aquel mozo que tan bien decía las cosas y tan hondo templaba su guitarra. Ya era uno más en Cerro Colorado y debía tener un sitio donde aposentarse. Fue así que le dijo, anoticiado de su pronta partida y como en un afán por retenerlo próximo: “Vaya midiendo dos o tres lazadas como para un rancho por acá cerca nomás”.

Así se echaron las bases de “Agua escondida”, que sería el último lugar en el mundo y el testimonio cultural de su memoria para el forastero del sur. Fue un acuerdo de palabra, el más sólido que podía formarse entre criollos.

Hoy la vivienda de Atahualpa no sólo ya no es el rancho de adobe y paja que le proponía don Eustaquio sino, además de una casa cómoda y bien construida, un museo homenaje a aquel que un día se bajó de un camión desvencijado en Cerro Colorado, pero que recorrería los continentes con música y palabra, haciendo conocer el arte de raíz folklórica de los argentinos por medio de la dimensión de su talento.

(*) Abogado-notario. Historiador urbano-costumbrista. Premio Jerónimo Luis de Cabrera.

Comentarios 1

  1. ma says:

    Que hermosa nota. Gracias por compartirla en algunos veranos solíamos ir. A lo de Pacho y nos regalaba si música que recuerdos ojala viviera el abuelo Carlos para que la leyese besoss y mil gracia

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