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Canal de Panamá I: inicio de una tragedia inacabada

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Desde el instante en que Cristóbal Colón tropezó con el continente americano, en su búsqueda de una nueva ruta que lo llevara a la tierra de las especias, nuestros antepasados procuraron encontrar un paso interoceánico. Exploraron así metro a metro las costas atlánticas en busca de la puerta que uniera ambos océanos.

Colón fue el primero en deslumbrarse frente a la desembocadura del Orinoco. Le siguieron Vicente Yáñez Pinzón, Francisco de Orellana, Diego de Lepes, Pedro Álvares Cabral, Juan y Sebastián Gaboto y Juan Díaz de Solís -a quien le cantó Jorge Luis Borges en su Fundación Mítica de Buenos Aires al decir que “Pensando bien la cosa, supondremos que el río/ era azulejo entonces como oriundo del cielo/ con su estrellita roja para marcar el sitio/ en que ayunó Juan Díaz y los indios comieron.”-.

Será Fernando de Magallanes el primero en encontrarlo en noviembre de 1520. “Después, a los 52 grados -anota Antonio Pigafetta- del mismo rumbo, encontramos, en el día de las Once mil Vírgenes, cuyo cabo denominamos “Cabo de las Once mil Vírgenes”, por un milagro grandísimo. Ese estrecho tiene de largo 110 leguas, y un ancho –más o menos- como me media legua, y va a desembocar en otro mar, llamado mar Pacífico, circundado de montañas altísimas con copetes de nieve. No había calado suficiente para pasar, salvo que se enfilase 20 o 30 brazas, solo de tierra. Y, si no fuese por el capitán general, nunca habríamos navegado aquel estrecho; porque, pensábamos todos, y decíamos, que todo se nos cerraba alrededor. Pero el capitán general, que sabía tener que seguir su derrota por un estrecho muy justo, según viera antes en un mapa hecho por aquel excelentísimo hombre Martín de Bohemia, destacó dos naves, la San Antonio y la Concepción –así se llamaban-, para ver qué había al fondo de la oquedad.”

Las penurias de tan grande navegación hicieron que los marinos, primero, en las tabernas de los puertos, y los geógrafos después, soñaran con construir un atajo a través del continente para llegar a destino con seguridad y, de paso, favorecer el comercio con el abaratamiento de los fletes. Algunos lo imaginaron, en el siglo XVIII, como continuidad del Amazonas o del Orinoco. Al explorarlos con mayor detalle comprendieron que sólo era posible en la feraz imaginación de algunos.

Otros, con mayor razonabilidad, frente a una mesa de arena que simulaba el continente americano, comprendieron que el canal a construir era posible. Siempre y cuando fuese en América Central. Las opciones elegidas: Nicaragua o Panamá. El debate técnico se tornó apasionante. “Los partidarios de la ruta por Nicaragua señalaban la que para ellos era ventaja obvia: la distancia menor. De Nueva York a San Francisco, vía Panamá, había 5.245 millas, en tanto que vía Nicaragua eran sólo 4.871 millas. Desde New Orleans la diferencia era todavía mayor, 525 millas, pues vía Panamá el trayecto era de 4.676 millas y por Nicaragua de 4.151. Se destacaba también que aunque la distancia entre océanos era mayor en Nicaragua –unas 174 millas en comparación con las 55 de Panamá- todo el cruce por Nicaragua, salvo 18 millas, podía hacerse por agua, vía más rápida y menos peligrosa que la terrestre de Panamá.

No obstante las en apariencias sólidas razones esgrimidas por los adeptos a Nicaragua, el movimiento de pasajeros de la época no les fue favorable. En 1853 viajaron de California a Nueva York vía Nicaragua 10.396 pasajeros, 164 más que por Panamá. En 1855 las cifras fueron de 7.750 para Nicaragua y 10.397 para Panamá, y en 1856, 3.350 y 12.245 respectivamente. A la inversa, de Nueva York a California, viajaron, en 1854, 13.063 personas por Nicaragua y 16.445 por Panamá; en 1855, 11.237 y 15.412, y en 1856, 4.523 y 18.090 respectivamente.”

Las decisiones no estaban en manos de los ingenieros. Eran económicas y políticas. Estados Unidos pretendía prevalecer. Lucha a brazo partido con Gran Bretaña por el dominio del Caribe. España era, penas, un socio circunstancial. Había cedido muchas veces a sus antojos. Le preocupaban, sí, posibles alianzas entre Francia, Gran Bretaña y Alemania. Debía advertirles que toda América era su coto privado de caza y no eran bienvenidas. En 1823, John Quincy Adam, el auténtico padre del imperialismo yanqui, siendo secretario de Estado, pergeña la Doctrina Monroe: América será solo para los americanos.

En 1825, la Casa Blanca ordena la ofensiva final. Su encargado de negocios en Centroamérica, William Miller, propone la construcción de un canal de navegación en Nicaragua que, de ser aceptada, sería considerada por Washington una “nueva y altamente interesante muestra de los sentimientos amistosos abrigados por su gobierno para con los Estados Unidos.” Cuestión que genera un largo y complejo forcejeo diplomático. La guerra está a las puertas del continente. Una poderosa flota, armada por las potencias europeas e integrada por más de 40 navíos de guerra, navega el mar de las Antillas y se fortifica Bélice.

Los contendientes procuraban reservarse “los más sólidos derechos sobre el terreno, sin contraer compromisos demasiado concretos hasta tanto se tuviera la certeza de cuál sería la manera más conveniente de acometer la obra. Los halcones están de parabienes. Mil ochocientos “voluntarios” estadounidenses desembarcan, subrepticiamente, en las costas nicaragüenses.

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