Que la educación en nuestro país está en crisis no es ninguna novedad. Recientemente se conoció un informe de la ONG “Argentinos por la educación”, que difundió que “sólo 16 de cada 100 estudiantes que comienzan primer grado de primaria llegan al final del secundario en el tiempo teórico esperado, y alcanzan conocimientos suficientes de lengua y de matemática”.
Leyendo el informe, recordamos lo que nos contó azorado un colega quien, haciendo referencia al casamiento del hijo de un amigo, sobre las dificultades que tenían los jóvenes amigos de los novios al momento de hacer las lecturas correspondientes en la ceremonia religiosa. “No podían leer de corrido. Hasta el cura se puso incómodo”, nos decía. Lo que aumentaba su sorpresa era que los erráticos lectores habían asistido a importantes colegios de esta ciudad.
Ésta es una realidad que se palpa día a día -nosotros podemos dar fe de ello como docentes universitarios-, sobre la que poco se ha hecho. Sí, se habla mucho, pero lo que se hace es poco e ineficaz, pues la educación también ha sido cruzada por la grieta política y el asunto, contra todo planteo racional, está muy ideologizado con las consecuencias usuales de dicho fenómeno. La educación deja de serlo para pasar a ser mero adoctrinamiento. Se deja de enseñar a formar el pensamiento crítico para arengar que existe una sola verdad, irrefutable, además. Cada tanto en las redes vemos tristes ejemplos de tales docentes, que utilizan su materia para difundir una muy propia y muy sesgada concepción del mundo, no admitiendo expresión en contrario.
Se habla de la necesidad de modificar los planes de estudio, incorporando más informática y temas vinculados a ello. Se afirma que la educación que se brinda actualmente a los jóvenes es vieja y desactualizada, que debe adecuarse a los requerimientos actuales. Todo ello encierra gran parte de verdad, desde la currícula, pero la realidad educativa es mucho más que eso.
De los muchos problemas en el área, entendemos que el mayor que tenemos en nuestra educación es, además de la enorme deserción, la baja calidad del proceso de enseñanza-aprendizaje. Es por eso que un gran número de alumnos sale de las escuelas y los colegios sin terminar de saber leer, escribir o hacer las operaciones matemáticas básicas (sumar, restar, multiplicar y dividir), tras haber tenido por años dichas materias.
Al respecto, nos comentaba días pasados una profesora de matemáticas de un prestigioso colegio que preguntó a los alumnos de segundo año del secundario, cuanto era 500 + 2. La respuesta de muchos de ellos fue 700; sorprendida, les dijo que era 502, que lo chequearan con la calculadora, a lo que le respondieron que sí, que cuando lo hacían con la calculadora les daba ese resultado, pero sin la calculadora ¡les daba 700!
De forma evidente, se trataba de un mal uso de un instrumento, en el que además depositaban una fe casi ciega. Tanto lo uno como lo otro no se soluciona cambiando programas, sino que refiere a una realidad más compleja, más allá del aula pero que también desde el aula se hace poco por enfrentar.
Cumplir los 180 días de clases previstos en el art. 1 de la Ley de Educación Nº 25864, se repite casi como un dogma. En estos días se está discutiendo agregar una hora de clase diaria más en la educación primaria. En algunas jurisdicciones, se dan clases los sábados. Todas estas medidas parecieran que van a solucionar el problema. ¿Pero es necesariamente así?
Entendemos que no. No discutimos la importancia de que los educandos asistan a las instituciones educativas (mucho daño hizo a la educación la virtualidad, como reiteradamente se escribió en esta columna). Pero, además de cumplir con este aspecto formal, hay que revisar qué se enseña y aprende. Por lo tanto, entendemos que hay que apuntar al contenido, y éste debe atender en primer lugar a lo básico (leer, escribir, y hacer operaciones matemáticas básicas). Conseguido esto, sí se puede pensar en ir más allá.
En un país como el nuestro, donde el discurso sobre la igualdad está en boca de todos, las cifras que muestran el estado de la educación hacen del mismo una afirmación que encierra un enorme cinismo. Es que, sin un buen sistema educativo, que forme por igual a los estudiantes, ninguna sociedad podrá ser considerada igualitaria. Por el contrario, será una sociedad de privilegiados, que dejará afuera del sistema y de la posibilidad de ascender socialmente a quienes no pueden acceder a esos privilegios.
“La educación es el arma más poderosa que puedes usar para cambiar el mundo” decía Nelson Mandela, y para que eso se haga realidad es necesario tener voluntad y decisión política para hacerlo.
Alguna vez los argentinos lo hicimos y llegamos a los primeros puestos de desarrollo socioeconómico en una sociedad netamente inclusiva que incorporó a millones de distintas partes del mundo.
Es necesario que retomemos ese camino. Como pocas cosas, la idea que tengamos respecto de la educación que debe darse es lo que determina qué clase de país seremos a futuro.
(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas (**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales