Por Gustavo Orgaz (*)
Justo Suárez fue, como tantos boxeadores, un hijo de la pobreza. Una expresión de las necesidades básicas insatisfechas.
Nació en el barrio de Mataderos, en la ciudad de Buenos Aires, en 1909, y formó parte de un hogar de 25 hermanos y medio-hermanos. Justo fue uno de los siete hijos que sus padres tuvieron en común. Los otros 18 eran, algunos hijos del padre y otros hijos de la madre.
“El Torito” comenzó siendo un peleador callejero, que no medía la intensidad del combate a la hora de intercambiar golpes en las trifulcas de barrio. Un aggressive fighter, como lo llamarían pocos años después los diarios norteamericanos en sus columnas deportivas.
Dueño de una atrayente sonrisa, pronto desarrolló una gran campaña como boxeador amateur, manteniéndose invicto a lo largo de 48 peleas. Al hacerse profesional, con apenas 18 años, encendió como nadie antes una pasión de multitudes por el boxeo. El escenario de sus más importantes peleas fue el viejo estadio de River Plate, situado por entonces en la manzana donde confluían las calles Alvear y Tagle, zona próxima al actual edificio de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (UBA).
De todos los barrios de la ciudad, cada vez que peleaba Suárez, se veía llegar al estadio a la gente humilde de Buenos Aires, trepada en rústicas camionetas, colectivos y tranvías de la época. Llegaba provista de pitos, matracas y bocinas para alentar al querido “Torito de Mataderos”.
El anterior ídolo del boxeo argentino había sido Luis Ángel Firpo, “el toro salvaje de las pampas”, derrotado por Jack Dempsey en discutida pelea. Firpo fue, sin dudas, un hombre respetado, de sobrias actitudes personales y probada valentía en el ring, pero no produjo en las multitudes la fascinación que en forma inmediata provocó “el torito”.
Suárez tuvo grandes éxitos deportivos, tanto en la Argentina como en los Estados Unidos, aunque en algún momento su salud comenzó a decaer. En ese contexto, perdió en el país del norte una pelea fundamental (2), que de haber ganado le hubiera permitido combatir por el título mundial de su categoría.
De regreso en Argentina, un torito cada vez más decaído debió exponer su título argentino de peso liviano ante Víctor Peralta “el Jaguar”, quien puso nocaut a Suárez en el décimo round. A partir de allí, aun cuando el retiro no fue inmediato, la carrera, la salud, la fortuna y la vida sentimental del ídolo entraron en un tobogán definitivo.
Algún tiempo después, con el diagnóstico de la tuberculosis, Suárez ingresó al famoso hospital de Santa María de Punilla, por entonces enteramente dedicado a las enfermedades pulmonares. A lo largo de la primera mitad del siglo 20 o al menos hasta 1945 aproximadamente, el hospital estuvo abarrotado de pacientes y en muchos casos la internación del enfermo estaba acompañada por la radicación de la familia o parte de ella en Santa María u otras localidades cercanas, desde Bialet Massé hasta La Falda.
En ese período la tuberculosis hizo estragos y su retroceso sostenido fue producto de la aplicación de la penicilina.
En la infancia he escuchado en el ambiente médico de mi padre anécdotas y relatos sobre el flagelo de la tuberculosis y su repercusión en Córdoba, narrados por Gumersindo Sayago, dirigente de la Reforma Universitaria, y José Antonio Pérez, ambos grandes fisiólogos, y he escuchado también las coincidentes expresiones de un clínico notable y profundo como Agustín Caeiro.
Ellos hablaban de la magnitud que había tenido este hecho, como desafío no sólo a la salud pública y privada sino también por las prevenciones, temores y prejuicios que el mal había despertado en la población.
El torito fue una víctima que no tuvo recuperación. En los últimos tiempos de su enfermedad había dejado el hospital y vivía en una casilla que, en solidaria actitud, le había cedido el encargado del natatorio del Parque Sarmiento. Este buen hombre, Rogelio Otero, y su esposa Ana Rosa de Otero, dieron a Suárez el cariño que pudieron y le brindaron los cuidados que estaban dentro de sus posibilidades.
El gobernador Amadeo Sabattini, enterado de la situación, puso a disposición de Suárez los servicios de un médico particular: el doctor Pedro Caballero Vera. Finalmente, el torito murió asistido por dos practicantes del Hospital Rawson, en los primeros minutos del 10 de agosto de 1938, es decir, hace 80 años.
Recibió honras fúnebres durante varias horas en el Córdoba Sport Club, y una vez trasladados sus restos lo despidió una multitud en el Luna Park y en el cementerio del Oeste en la ciudad de Buenos Aires.
Años más tarde, el célebre escritor Julio Cortázar escribió un cuento titulado El Torito y lo dedicó a su profesor, Jacinto Cúcaro, “que en las clases de pedagogía del normal Mariano Acosta, allá por el 30, nos contaba las peleas de Suárez”.
De este modo, Cortázar, amante del boxeo, “resucitó” de alguna manera al “torito de Mataderos”. El relato se refiere claramente a Suárez y es, en definitiva, un monólogo del gran boxeador vencido por la tuberculosis y por la vida. Cuenta sus padecimientos y recuerda también algunos episodios resonantes de su vida deportiva.
Dice Suárez a su interlocutor (que viene a ser Cortázar): “Lo que pasa es que no doy más aquí tumbado todo el día. Pucha que son largas las noches de invierno… Siempre a la cama temprano, a las 9 o a la 10… Y ahora todo el tiempo así, mirando el techo… Pa peor, la tos. Después te vienen con el jarabe y los pinchazos. Pobre la hermanita, el trabajo que le doy. Ni mear solo puedo”.
Casi en la conclusión del cuento, el protagonista expresa ya casi abandonado a su suerte: “Una cosa que me duele es que no te dejan levantar, a las 5 estoy despierto y meta mirar pa’ arriba. Pensás y pensás, y siempre lo malo claro”.
Cierto es que el torito se acuerda también de sus buenos tiempos. Mantiene vivo el interés por el tango y manifiesta a su modo admiración por los maestros Canaro, Fresedo y Pedro Maffia, quienes habían asistido a sus grandes peleas. Recuerda que hay un tango que evoca su trayectoria: “de Mataderos al centro, del centro a Nueva York”, y agrega: “Me lo cantaban por todos lados, en los asados, por la radio…”.
De sus dos grandes rivales argentinos, Luis Rayo y Julio Mocoroa, el Suárez del cuento habla con el mismo cariño que de la hermanita que le da el jarabe y le pone las inyecciones.
Es que el Suárez verdadero tenía un fondo de mansedumbre que sólo decayó en nitidez por la pérdida gradual de la salud y por la rebeldía ante la suerte adversa, lo que se tradujo en conflictos con sus apoderados y con su propia familia.
Se nos dirá que es impropio hablar de “resurrección” en el caso del cuento de Cortázar, porque más bien recrea la amargura del final de Suárez.
Estamos convencidos, sin embargo, de que haber revivido al torito a través de semejante pluma ha sido un gigantesco aporte del autor para imponerlo en una memoria mucho más amplia que la de los viejos seguidores del boxeo, llevándolo a la literatura y al conocimiento de lectores que Cortázar tiene en todo el mundo. Ellos descubren así al Suárez real, su gloria, su drama y el contexto social y geográfico de una enfermedad devastadora.
(*) Profesor universitario.
1. BRONDO, Héctor. Un ídolo a las trompadas contra la tuberculosis. La Voz del Interior, edición impresa del día 7 de febrero de 2016.
2. CARBONETTI, Adrián. Un plan para combatir la tuberculosis en la década del 30. Salud colectiva. On line 2008, Vol. 4, Nº 2, págs. 203-219.
3. CARELLI LYNCH, Guido, y BORDÓN, Juan Manuel. Luna Park. El estadio del pueblo. El ring del poder. Sudamericana. Buenos Aires, 2017.
4. CORTÁZAR, Julio. Torito. Cuentos completos 1. Colección contemporánea.
5. Ediciones de los diarios La Nación y La Voz del Interior correspondientes a los días 11, 12 y 13 de agosto de 1938.