Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth **
La existencia de desacuerdos es característica propia de todas las sociedades abiertas, mucho más las contemporáneas, y está bien que así sea. El tener opiniones distintas es una consecuencia normal de nuestras naturales diferencias. Tenemos distintas concepciones de vida y diversidad de pensamientos respecto de problemas comunes. El punto aquí es cómo resolvemos esos desacuerdos cuando se refieren a nuestra vida en común.
Es cuando entra a tallar en el asunto la política, ya que es a través de ella que se encontrarán los métodos a aplicar para resolver esos conflictos. Y éste es el punto que queremos traer a la consideración del público lector. Esas diferencias ¿las solucionamos pacíficamente o recurriendo a alguna manifestación de la fuerza o la violencia?
Es casi una obviedad decir que si tomamos el primer camino nuestro método será democrático; en cambio, el otro será autoritario o dictatorial. El método democrático indica que somos nosotros, los ciudadanos, los que debemos, por medio de nuestros representantes, debatir con razones y argumentos las soluciones y -en caso de no poder llegar a un acuerdo- se recurra a votar y en función de lo decido imponer la decisión de la mayoría.
El método autoritario conlleva el recurso de la fuerza por sobre el debate y la argumentación, y no resolver los conflictos mediante una votación sino por medio del poder y la fuerza, aunque ello no represente a las mayorías.
En nuestro país, pese a que ya llevamos más de tres décadas ininterrumpidas de constitucionalidad, el “prepo” y las medidas de “acción directa” siguen vigente. Expresiones como “copar la parada”, “ganar la calle”, o el “acá no pasa nadie”, si hacen tal cosa “va a haber quilombo” siguen tristemente vigentes.
La razonabilidad de los argumentos es reemplazada por el número de personas en el medio de una calle o por la capacidad de fuerza en la vía pública para hacer lo que venga en gana como único “argumento valedero” para imponer una idea.
Aun cuando pudiera parecer algo muy típico de nuestra idiosincrasia, el fenómeno nos desborda. Por algo, en el derecho público de la posguerra en Europa, el derecho de manifestarse se adjetiva con “pacíficamente”. Otros van aún más lejos y aclaran en forma expresa “pacíficamente y sin armas”.
Cuando se tiene que poner por escrito lo obvio en una norma es porque la cosa ha venido “fulera” antes. Allá en Europa, siempre tuvieron en claro en que la tumba de la democracia empieza con la acción de los violentos en las calles. Pasó en Rusia primero y en Alemania, luego. Durante el siglo XX, la conquista violenta de las calles fue el método político preferidos de los totalitarismos. ¿Quiere el lector pruebas?: “Pero la calle, no hay nada que hacer, es la característica de la política moderna. El que puede conquistar la calle, también puede conquistar las masas, y el que conquista las masas, conquista con ello el Estado. A la larga, al hombre del pueblo sólo le infunde respeto el despliegue de fuerza y disciplina. Una idea justa, defendida con medios adecuados e impuesta con la necesaria energía, a la larga siempre ganará a las grandes masas”. El autor de esas palabras no es otro que el ministro de propaganda de la Alemania nazi, Paul Joseph Goebbels, dicha en el tiempo cuando se disputaban los espacios de poder con los bolcheviques (otro grupo autoritario) en las calles de Alemania, previo a la ascensión de Hitler al poder.
Decimos esto por lo que pasó los otros días en nuestro país con motivo del abortado debate en la Cámara de Diputados de la Nación, por la reforma jubilatoria y laboral. Una vuelta atrás, a un pasado violento que no puede aceptarse.
En definitiva, si queremos tener una democracia robusta tenemos que asumir que la forma de conseguirlo es debatiendo y aceptando el resultado de las votaciones, aunque nos sea adverso. También se debe aceptar que la calle es de todos y el derecho de manifestarse no implica complicarle la vida al prójimo, ni imponer por la fuerza una suerte de “zona liberada”, donde todo es impune al efecto de imponer al otro una idea.
De ese modo, no vamos a ninguna parte. Salvo, claro está, al declive de una sociedad que aspira a ser cada vez más democrática y no a la inversa.
(*) Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas.
(**) Abogado. Magíster en Derecho y Argumentación Jurídica