Marcó un hito histórico, respecto a quién podía ejercer la abogacía
Por Luis R. Carranza Torres
Roma no sólo fue cuna de nuestro actual derecho sino también del ejercicio profesional de la abogacía por las mujeres.
Como en otras áreas de la vida pública y social, la cultura androcrática de los pueblos indoeuropeos les jugó en contra. Sin embargo, a pesar de su desigualdad jurídica, ya en el siglo V a. C. las romanas podían comparecer a los tribunales y defender casos aunque, como dice Richard Bauman en su libro Women and Politics in Ancient Rome, la costumbre era que las representara un hombre.
Un resquicio impensado en el derecho romano posibilitó su participación en la abogacía de su tiempo. La mujer romana se hallaba privada de “ius honorum”, estándole -por tanto- imposibilitado el acceso a los cargos públicos o magistraturas del Estado. Sin embargo, en la Roma republicana el ejercicio de la abogacía no tenía el actual carácter público de nuestros días, era sólo una ocupación aun cuando su ejercicio conllevara no poca distinción social. Se la entendía, en las costumbres de la época, como una actividad propia de los varones pero su ejercicio no estuvo formalmente prohibido a las mujeres.
Por fortuna, basadas en esa falta de restricción legal, hubo romanas que le llevaron la contra a la regla de la representación foral masculina culturalmente establecida, interviniendo en los tribunales de un modo que las haría alcanzar el reconocimiento en su tiempo y para la posteridad.
Valerio Máximo, en su obra Los nueve libros de los exemplos, y virtudes morales, rescató tres de estos casos. No lo hizo por admiración sino por todo lo contrario: consideró desvergonzada y contraria a la naturaleza lo que hoy denominaríamos ejercicio de la abogacía. Lo dejó muy claro en el anuncio de los relatos: “Habemos de decir de aquellas mujeres que no pudo refrenar la condición de la naturaleza, y la estola de la vergüenza, para que callasen en la plaza judicial, y en los estrados de los jueces”.
Vaya a saber lo que pensaría hoy Valerio de que su relato haya sido el que, precisamente, salvó del olvido para la historia el actuar de la primera abogada romana. Una que ejerció en causa propia pero con tanto suceso que se convertiría en una referencia para futuras mujeres en el foro. Fue quien demostró, rompiendo el mito y el prejuicio, que las mujeres podían abogar tan bien o mejor que los hombres ante los tribunales.
Su nombre era Amesia Sentia. Como puede verse, se la identifica por su origen en la ciudad de Sentinum y no, como era costumbre, por su vinculación con un hombre. El detalle marca, desde ya, la existencia de un espíritu femenino independiente en un tiempo en que ello era casi una aberración social.
Valerio escribió respecto al proceso en que debió defenderse a sí misma: “Amesia Sentia culpada, abogó su causa en el muy grande concurso del pueblo juntados los jueces Lucio Ticio Pretor, y ejecutando, no solamente con diligencia, sino también con fortaleza todas las partes, y números de su defensa, en la primera instancia le dieron por libre casi con todos los pareceres. A la cual llaman Androgynes, porque siendo mujer, representaba un espíritu varonil”.
El misógino Valerio Máximo no nos brinda mayores datos respecto del tipo de proceso en el cual la independiente Amesia, a quien otros denominan Mesia, debió ejercer su propia defensa. Pero, por sus propias palabras, los cargos en su contra debieron haber tenido una gravedad acorde con su trascendencia, ya que alcanzó una gran notoriedad que hizo congregar a presenciar su desarrollo a un gran número de espectadores.
William Smith, en su diccionario biográfico y mitológico de Grecia y Roma, sitúa el proceso en torno del año 77 a.C.
No existen otras referencias a Amesia Sentia en textos clásicos de otros autores romanos, entendiéndose por ello que su comparecencia en los tribunales fue un hecho aislado, no se dedicó al ejercicio forense como una ocupación con tintes de habitualidad sino que trató de hacer frente a una circunstancia personal. Claro que ello no obsta para considerarla un ejercicio acabado de la abogacía, tal como en su propio tiempo se lo entendió, como muestra su inclusión en la obra de Valerio Máximo.
La habilidad en los estrados tribunalicios de Amesia no sólo la libró de una condena sino que su “espíritu varonil” le hizo ganar el apodo de “Andrógina”, que en griego quiere decir “mezcla de hombre y mujer”, algo que pasaría luego a integrar su cognomen.
Más allá del carácter machista del reconocimiento, queda claro que la firmeza y efectividad en el actuar tribunalicio de Amesia dejó en claro que la actividad foral no era un patrimonio masculino.
Muchas, en Roma y a lo largo de la historia, seguirían su ejemplo hasta nuestros días. Su camino no estaría exento de tropiezos, avances seguidos de retrocesos y aun hoy quedan trechos por desandar. Pero dicen que toda larga marcha se inicia con un primer paso y el dado por Amesia fue el primero de la mujer en el ejercicio de la abogacía.