El nacionalismo argentino es un verdadero enigma. Nadie, a ciencia cierta, puede determinar su matriz ideológica. Hay nacionalistas de toda laya y pelaje. Desde los que abrazan fervorosamente el marxismo hasta los admiradores de José Antonio Primo de Rivera, Francisco Franco, Benito Mussolini o Adolfo Hitler; están los que se referencian en los franceses Charles Maurras, Georges Valois, Marcel Bucard y los que abrazan, con ferviente devoción, el retrato del austríaco Engelbert Dolfuss. A los que debemos sumar nuestros “nacionales y populares”, un híbrido ideológico que ha tratado ampararse detrás de las banderas tradicionales de radicales y peronistas.
Ese auténtico rompecabezas habría impedido que, a lo largo de la historia, se constituyera en un partido político orgánico. Optó, en cambio, por colonizar organizaciones políticas, sociales y fatigar sacristías. Habida cuenta de que se muestran amantes de prácticas esotéricas como lo proponía aquel celebérrimo personaje que, obsesionado por sus supuestos encuentros con extraterrestres, les asignaba el rol de protectores o patronos del nacionalismo criollo.
Los nacionalistas argentinos, presuntuosos, se reconocen así mismos como “patriotas”. Sostienen ser el reservorio de la “raza criolla” y vigas de la conducta de los argentinos. En 1928, la Liga Patriótica Argentina se autoproclamó “tutor de la lectura de los argentinos”; antes, las Brigadas Blancas asolaban la Pampa Gringa sembrando terror entre los inmigrantes quienes, impotentes, veían cómo se consumían sus esfuerzos en una hoguera.
Actitud xenófoba que se reiteró a lo largo de la historia argentina.
En esa nómina se debe incluir la Legión Cívica, el Movimiento Nacionalista Revolucionario Tacuara, el integrismo católico y el peronismo, además de la conjunción mayoritaria de fuerzas políticas que sostuvieron los gobiernos militares de Juan Carlos Ongania y Leopoldo Fortunato Galtieri. Y, por cierto, nuestra oligarquía vacuna que vuela, desde los cuatro rumbos de la pampa, para celebrar a don Juan Manuel de Rosas.
Por si esto no fuera suficiente, en ese universo diverso marchan abrazados quienes pretenden unir bajo una sola bandera a Juan Domingo Perón y el Che y el nacionalismo antiperonista que rodeó al general Benjamín Andrés Menéndez, quien el 28 de septiembre de 1951 intento derrocar el gobierno. Esos mismos nacionalistas antiperonistas gobernaron -en 1955- durante cuarenta días rodeando a Eduardo Lonardi, jefe visible de la “Revolución Libertadora”.
La literatura política que analiza los vaivenes del nacionalismo argentino es enorme. No ha podido explicar, pese a la enjundia de sus autores, las razones profundas de su fragmentación. Descomposición que hace las delicias de los mentideros políticos donde se asegura, exagerando, que “en este país hay más nacionalismos que nacionalistas”, mientras otros maledicentes agregan, en medio de sonoras carcajadas, que “son los únicos divisibles por sí mismos”. Pullas que aprovechamos para preguntar -aquí y ahora-: ¿qué es el nacionalismo en Argentina? ¿Cuáles son sus proposiciones frente a los desafíos que plantea el siglo XXI?
Solo bastaría enumerar sus mentores para comprender la magnitud del problema identitario que estamos tratando de dilucidar. La lista sería interminable. Los anotamos a vuela pluma: Jordán Bruno Genta, Guillermo Borda, Nicanor Costa Méndez, Carlos Caballero, Leonardo Castellani, Marcelo Sánchez Sorondo, Manuel Carlés, Jorge Abelardo Ramos, Víctor Almagro, Eduardo Astesano, Rodolfo Puigróss, José Evaristo Uriburu, Floro Lavalle, Arturo Jaurettche, Luis Dellepiane, Mario Amadeo, Bonifacio del Carril, Rodolfo Galimberti, Mario Firmenich, José Rucci, Raimundo Ongaro, el Lobo Vandor, Roberto Grabois y siguen las firmas. El cronista, en tanto, busca con afano el Hilo de Ariadna para no perder el rumbo.
“El principal problema del nacionalismo -explicó alguna vez el filósofo Nimio De Anquín- ha sido la confusión de lo terreno y lo celeste. Era la contradicción implícita de la denominación de “nacionalismo católico”. La lucha política no se encaraba como tal sino como un conflicto entre ángeles y demonios en el cielo paulino. Así se ha desarrollado el nacionalismo porteño por obra de la influencia de los padres Menvielle y Castellani, hombres muy inteligentes de quienes disiento. Lo que ellos no han entendido es que en esa dialéctica histórica del señor y el siervo -que para Hegel se resuelve en la ulterior dependencia del señor hacia el siervo- en la que se expresa la dominación, el cristianismo no puede convertirse en señor; su vocación es la del mártir. Por eso, el destino del cristianismo está en el cielo.
En cambio, el nacionalismo es totalmente de este mundo y, hecha la crítica de la metafísica, debe encontrar la simplicidad de un principio fundante, cuyo portador será un azar histórico. Mi aporte al nacionalismo es la elucidación de un principio: el de amigo-enemigo.
Así como para los griegos el Bárbaro era el extraño, nosotros debemos encontrar los límites de la projimidad. La del cristiano es universal. La del nacionalista debe abarcar sólo a los compatriotas; su nacionalismo debe ser cerrado aunque abierto a la comprensión de la época en que vivimos; una época de hacer, en la que el valor fundamental es la eficacia, el principio de la factibilidad. Se trata de estrechar el concepto de projimidad a todos aquellos que tienen sus raíces en la nación, sin deferencias de religión o ideología. Podrían caber también los marxistas, pero no aquellos que mantengan dependencia del bárbaro extranjero”.