Una vez más, Domingo Faustino Sarmiento cobra su jornal de injurias. Soporta todos los agravios. Está más allá de las afrentas y de las falsificaciones. Los liliputienses de siempre se emboscan para atacarlo. Es una constante histórica. Cuando los autoritarios se ensañan con su memoria, peligra la democracia en la Argentina.
Sólo basta recorrer las páginas de los diarios para confirmar nuestros dichos. Las bombas de alquitrán, la destrucción de sus bustos y estatuas son muestra acabada de la barbarie y la sinrazón.
Hoy el ataque es más perverso. Procura destruir la Escuela Pública. Confunden -ex profeso- lo instrumental con lo pedagógico. Las computadoras, por sí mismas, no solucionan los problemas del aprendizaje. Nuestros niños y adolescentes no saben darse a entender por escrito porque han dejado de leer, de comprender y de pensar. La tarea ciclópea de los maestros, quienes están en el frente de batalla contra el analfabetismo, es bombardeada por las autoridades políticas del sistema.
Han trasformado la Escuela en guardería de una generación que se asoma al futuro sin esperanza.
Esa sociedad ágrafa, que ya está entre nosotros, reduce al hombre y a la mujer a la servidumbre, a la esclavitud. Los invisibiliza y los transforma en material altamente maleable para cualquier aventurero que quiera alzarse con el poder, o en un objeto más en el mercado del trabajo, donde se le paga por su esfuerzo con, apenas, un puñado de monedas.
Contra ese estado de cosas se levantó -y se levanta- Sarmiento. Defiende la existencia misma del Estado. Vislumbra el futuro y los conflictos de la nueva Nación que comienza a erigirse en medio del desierto, y propone -aun a riesgo de equivocarse- soluciones posibles. Sus armas, sus mejores armas, fueron la Escuela Popular y las bibliotecas populares. Con ellas sembró la palabra e hizo comprensible para todos los atributos de la política y las funciones del Estado mismo.
Sus detractores le reclaman instantaneidad en los resultados y moderación. Resultados y moderación que tampoco lograron cuando les tocó en suerte gobernar los destinos de la República.
Son ellos -y no otros- los que atentan contra la laicidad de la Escuela Pública porque no están dispuestos a sostener la igualdad de oportunidades que garantiza, sin preguntar en qué creen o qué ideas políticas profesan.
“Los pueblos se encaminan hacia la igualdad y al nivelamiento posible -escribe Sarmiento- en la distribución de los goces que la sociedad debe asegurar a cada uno de sus miembros, para que la asociación no sea una ventaja exclusiva de unos cuantos nacidos para la riqueza, los honores, la ilustración y las ventajas de la vida civilizada, en detrimento del mayor número condenado a permanecer siempre en la miseria, el embrutecimiento y el vicio (…) Otros caracteres especiales que distinguen la época en que vivimos de las ominosas que han precedido, lograrían al fin confundir las sociedades modernas en una clase homogénea, en la que pueda el hombre sin tropiezo, elevarse al rango que su capacidad natural, su actividad o su inteligencia le deparen”.
Se ha dicho hasta el hartazgo que, para configurar una sociedad moderna se necesita imprescindiblemente modificar -anota el querido Félix Weinberg, profesor de la Universidad Nacional del Sur- en modo sustancial la realidad política, social y económica. Sarmiento se empeñó en ello. Los viejos estratos de la sociedad tradicional no sólo no estaban en condiciones de impulsar el proceso sino que se oponían a él. “Correspondía, entonces, transferir esa responsabilidad a grupos modernos, renovadores, los sectores medios, que debían ser estimulados en su crecimiento y expansión”. Y, también, para los otros, para “los sectores populares (que) están aún marginados y carecen de homogeneidad y organicidad”.
En definitiva, Sarmiento pretende facilitar el acceso a la educación plena para todos; para que sean protagonistas de la historia.
Naciones Unidas tomó como suyas esas ideas sarmientinas para explicar el desarrollo social latinoamericano y afirmar: “En todo momento de mudanza sociopolítica de un país, la agudeza política y sociológica ha consistido siempre en señalar al grupo o grupos sociales -la clase o clases sociales- que iban a ser las decisivas en esa transformación. Dicho en otra forma: consistió en buscar los sectores sin cuyo concurso no podía producirse el cambio con facilidad.”
La llegada de los inmigrantes en el último tercio del siglo XIX, dado su creciente número y diversidad cultural y ocupacional, le planteó a Domingo Faustino Sarmiento un nuevo desafío.
¿Cómo integrarlos a la Nación en forja? Hacerlo parecía una utopía. Afloraban nuevos problemas, nuevos interrogantes, nuevas inquietudes, nuevas inquisiciones. Por ello, se preguntó: “¿Qué Estado, que Nación, va a formarse de elementos tan diversos, sin una base a que se adhieran, sin un carácter nacional predominante que les imprima a todos su sello, sin tradiciones comunes y aun con idiomas diversos, que en el país mismo se conservan y se perpetúan?”
La respuesta fue inmediata. Era menester enseñar la lengua castellana porque precisamente es uno de los instrumentos activos para nacionalizar a los inmigrantes y a sus hijos. Nuestra lengua, dice Sarmiento, debe ponderar, perpetuarse y “llenar todas las necesidades inteligentes de la sociedad.”
Discutir a Sarmiento es un deporte nacional. Lástima que emprenden esa tarea quienes lo hacen desde el desconocimiento y desde el agravio. Toman una docena de frases sueltas a las que asignan valor de verdad revelada para atacarlo, sin considerar el contexto en que fueron expresadas.
“No lo abruman el mármol y la gloria (…) Camina entre los hombres, que le pagan/ (Porque no ha muerto) su jornal de injurias”.