Enrique Ángel Angelelli nació y creció en Córdoba. Terminó sus estudios en Roma y desde que retornó, en 1951, mostró su predilección por los trabajadores. Cuando en 1968 fue designado obispo de La Rioja, el diario Córdoba lo calificó como “una de las figuras eclesiásticas de real gravitación en los medios obreros y gremiales del país”.
El juicio que en 2014 condenó a los responsables del crimen fue el final de un largo camino de obstáculos. El expediente acreditó la existencia de los artífices de las difamaciones y persecuciones que sufrió el obispo.
Despertar la conciencia de los empobrecidos y contribuir a su organización para luchar por una vida mejor fue el mayor delito que desordenaba la apacible vida de los poderosos de La Rioja.
Los terratenientes se quedarían sin peones si la actividad del Movimiento Rural Diocesano seguía creando cooperativas entre el campesinado sin tierra, como Codetral, en el norte provincial. A los dueños de la explotación minera se les reducirían las ganancias si el sindicato que se inició en la parroquia de Olta se fortalecía. Los acopiadores de la nuez en el oeste terminarían con su vieja costumbre de fijar precios bajos a los productores que se organizaron para la comercialización en la Cooperativa Agrícola de Campanas, cerca de Chilecito. Igual sucedería con el precio de la aceituna en Aimogasta, cuando se aglutinaron en el Movimiento Severo Chumbita.
Ésas y otras iniciativas -como el sindicato de empleadas domésticas, las compras comunitarias en los barrios de la ciudad capital o la organización de los centros vecinales para las reivindicaciones barriales, inspiradas y fortalecidas por el descubrimiento del sentido liberador de las mismas antiguas creencias religiosas-, constituían fermentos para cambios profundos que acarrearía no sólo mejor calidad de vida sino estructuras nuevas, más amplias y participadas, para los derechos ciudadanos.
Subvertir el orden explotador
Había que terminar con esta manifestación religiosa que, traducida a los hechos de la vida cotidiana, subvertía el orden explotador, injusto y bendecido durante siglos por creencias alienantes. Un obispo católico, jerarquía de la misma Iglesia que tantas veces se benefició de esos poderes establecidos, vino a desestabilizar la tranquilidad de la ordenada sociedad riojana. El mismo Niño Alcalde, constituido en autoridad por indígenas en rebeldía y conquistadores españoles, volvía cada año en la procesión del Tinkunaco a reinstalar el mensaje de la fraternidad, de la igualdad constitutiva de los humanos.
La sociedad de privilegios no lo pudo tolerar. Y maquinaron diversas formas para eliminar el peligro social que iba extendiéndose como mancha de aceite al penetrar entre las piedras, los llanos y los ranchos de las sedientas tierras riojanas.
Desde agosto de 1968 hasta el 4 del mismo mes en 1976 -cuando lo acallaron-, Enrique Ángel Angelelli recorrió los caminos de la provincia sembrando la dignidad que debía crecer con el esfuerzo y la participación de todas y todos. Fue la voz de los enmudecidos, pero para que pudieran pronunciar en voz alta su propia palabra, gritando su protesta, reclamando sus derechos. Las declaraciones obrantes en el expediente reafirmaron la peligrosidad de esa construcción colectiva.
El obispo martirizado tampoco fue tolerado por sus pares, que lo abandonaron cuando debieran haberlo protegido por obligación evangélica. En el seno de la asamblea episcopal de mayo de 1976 su denuncia de las violaciones a los derechos humanos en La Rioja no entró en el temario. Al salir confesó con tristeza: “El Sanedrín me ha juzgado, el Sanedrín me ha condenado”. “Es hora que abramos los ojos y no dejemos que los generales del Ejército usurpen la misión de velar por la fe católica”, advirtió el 25 de febrero, a un mes del golpe militar.
Y el 5 de julio, poco antes del atentado, dijo refiriéndose al nuncio apostólico: “Me aconsejan que se lo diga. Nuevamente he sido amenazado de muerte”. Pío Laghi se guardó la carta.
Llegó al Vaticano 25 años después. Fue la que encontró el papa Francisco, remitiéndola para ser incorporada al juicio. La sentencia dijo: “…sin el apoyo de sus hermanos del Episcopado, los interesados en la desaparición de Angelelli encontraron el momento propicio para ejecutar el plan que terminaría con su vida y con su labor en la Diócesis”.
Por qué lo mataron
A Angelelli lo mataron porque siendo obispo de la iglesia Católica utilizó el poder institucional a favor de los pobres. La religión dejó de legitimar su explotación y fortaleció su conciencia de protagonismo.
Fue peligroso porque su pastoral apoyó la organización de cooperativas, gremios y comunidades como tarea específica del mandato evangélico. Tenían que asesinarlo para imponer el terror y producir la dispersión. “La obra comunitaria alentada por Mons. Angelelli -dijeron los jueces- es equívocamente asimilada a una filosofía comunista, llegándose por ello a ser calificado de ‘subversivo’, y a partir de allí no se reparó en nada para abatirlo”.
A 39 años su memoria desafía y alienta nuevos compromisos de solidaridad y justicia.
*Querellante en la causa “Angelelli”. Director de la revista Tiempo Sudamericano.