Fue el homicidio y el juicio que más dieron que hablar en la ciudad capital de la provincia.
Por Luis R. Carranza Torres
A inicios del siglo XIX, la ciudad de Córdoba tenía alrededor de 10.000 habitantes distribuidos en 72 manzanas urbanizadas, el comercio era su principal actividad económica y eran más las mujeres que los hombres, 61 por ciento contra 39. El principal oficio de los varones era el de zapatero y el de las mujeres, costurera. Un tercio de la población era soltera, así como la mitad de las mujeres de la época. Ya entonces, conseguir un buen marido era una cuestión dificultosa.
Al parecer, se trataba de una sociedad idílica. Todos se conocían y no había más delitos que unos pocos hurtos. Entonces, la muerte del niño Gerónimo Miranda sacudió la tranquilidad de la vida cordobesa. Constan los pormenores en la Sección “Crimen” existente en el Archivo Histórico, correspondiente al año 1808.
La noche del 22 de junio de 1805, Josefa Herrera degolló con un cuchillo de zapatero a ese niño, en una casa vecina a la que habitaba. Gerónimo tenía sólo ocho años. Actuó de tal forma por suponer que podía revelar su paradero a un antiguo amorío suyo, el cual la tenía amenazada de muerte para que volviese a su lado.
La noticia criminis a la autoridad corrió por cuenta de uno de los dueños del solar en donde el hecho se produjo, Joseph Bustos. Prestamente, la justicia capitular mandó a formar proceso en su contra, disponiendo su apresamiento.
Josefa permanecería prisionera por casi tres años en la Real Cárcel del Cabildo de Córdoba, en tanto su caso era sustanciado. En los primeros tres meses, debió cargar con grilletes, en atención a las circunstancias del hecho de sangre.
Llevado el caso a la justicia del cabildo, su defensa corrió a cargo del regidor Pedro Méndez, quien solicitó excusarla por entender que lo había cometido “con un exceso de ira repentina nacida del dolor en materia de honra”. También en su defensa, el regidor destacó su condición de “mujer frágil, rústica e ignorante”, hechos verificados por las “sencillas respuestas” dadas durante la instrucción de la causa. Achacó asimismo su proceder homicida a “los principios de una educación de campo, en que ya se sabe la libertad con que proceden, provocando esta suma de circunstancias una acción repentinamente perpetrada, cuyos funestos efectos no pudieron prevenirse”.
A su turno, el fiscal Roque de Ambroa mantuvo lo ya expresado en su primer escrito de fecha 13 de agosto de 1805.
Había pedido allí su declaración de culpabilidad “con todo el rigor y pena de ley para perpetuo escarmiento a sus semejantes”. Ahora, ya sustanciada la instrucción y en atención a las circunstancias del hecho, solicitó la aplicación de la pena capital.
El magistrado del crimen actuante, el Alcalde del Segundo Voto Bruno Martínez, emitió su fallo el 16 de octubre de 1807, encontrando culpable a Josefa Herrera del asesinato del niño y condenándola a la pena ordinaria de muerte.
Había factores que le jugaban en contra. Para cortar la garganta, aun de un niño de corta edad, se necesita cierta fuerza y proximidad con la víctima. Por otra parte, degollar es una operación precisa, que requiere saber por dónde y hasta qué profundidad usar el cuchillo, para asegurarse de causar la muerte de la víctima. No es tampoco una muerte limpia ni indolora. Ello, sin entrar a considerar que lo realizó penetrando en casa ajena y procurando encubrirse en la noche. Todos esos extremos no se condecían con admitir una defensa por lo que hoy consideraríamos un supuesto de emoción violenta. Más bien, concordaba con que se había actuado con toda premeditación y absoluto desprecio por la vida del niño.
Por ello, en el resolutorio, se le reprochaba de modo explícito haberse convertido en “una fiera feroz, despojada de todo sentimiento de protección al más débil”, motivo por el cual no se encontraba atenuante, razón o disculpa para no imponer la pena de muerte.
Apelada la sentencia ante la Real Audiencia de Buenos Aires, y considerada por dicho tribunal en vista y revista, confirmó la decisión del cabildo de Córdoba el 6 de abril de 1808.
Tampoco había dado resultado, en el recurso de suplicatoria presentado por su defensor ante la Audiencia, a fin de que se le conmutara la pena de muerte por la de presidio, en consideración al tiempo que llevaba detenida.
Vueltos los autos a nuestra ciudad, el 1 de mayo de 1808, se le notificó por actuario a Josefa Herrera que, estando firme y ejecutoriada su sentencia de muerte, iba en consecuencia a procederse con su ejecución.
El día y hora fue fijada para las 9 y 30 de la mañana del 9 de mayo de 1808. Las alternativas que se suscitaron respecto a su ejecución son ya una distinta historia que debe tratarse por separado.