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Algunos dilemas argentinos frente a la idea del Estado-Nación

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Por Silverio E. Escudero

En tiempos en los que el desorden de ideas y conceptos prevalece; en tiempos en los que la procacidad y el cinismo ganan espacios, en tiempos en los que la inmoralidad es bandera, esta columna, desde sus escasos límites, pretende abrir un espacio plural para intentar reflexionar en conjunto sobre el futuro de la Patria. 

Estamos frente al declive de algunas ideas-fuerzas que, hasta hace poco, marcaron el debate del siglo XX y han influido en forma notable en el actual, del que llevamos gastados casi 25 años.

Este camino se nos ha presentado con una extrema pendiente y nos lleva a un escenario extraño, sectario y promotor de odios profundos. Se propicia un Estado mínimo en un país unitario. Un país en el que disentir, pensar de manera diferente y ejercitar la sana crítica es considerado una acción disociante. 

Detrás de tamaño autoritarismo se intenta la disolución de la Nación, la desaparición de las provincias, así como reducir nuestra República a una situación colonial y de extrema dependencia del capital extranjero. 

Ésa es la razón por la que se trae en esta ocasión al centro de la palestra la supervivencia o en declive del Estado-Nación, de los Estados nacionales que aparecieron a la historia tras el Tratado de Westfalia, de mediados del siglo XVI, en el Renacimiento Europeo, y que logra consolidarse durante la Revolución Francesa y la aventura imperial de Napoleón Bonaparte.

Para encarar el desafío cada quien deberá procurar releer en parte la amplia bibliografía existente. La primera cita deberá ser intentar un paseo que nos introduzca al pensamiento de los grandes clásicos. Por nuestra parte, sugerimos una parada en la taberna de Jean Touchard para enredarnos en una apasionante discusión con su Historia de las Ideas Políticas y, así, unirla con la lectura de nombres tales como Manuel Jiménez de Parga, Maurice Chevalier y a la exquisitez de Mario Justo López, Guillermo O´Donnell y la del siempre querido Pepe Nun, de quien somos eternos deudores.

Habrá otros quienes, seguramente, insistirán en que el hecho más trascendente ocurrido en la última mitad del segundo milenio es el dominio político ejercido por Europa, por los países europeos sobre el resto del mundo. Frente a ese desvarío, acaso no será válido suponer que los británicos continúan ejerciendo la conducción política de Occidente a pesar de la prepotencia militar de Estados Unidos y la OTAN.

¿Es necesario pensar que esos Estados nacionales protagonistas de nuestro tiempo histórico se encuentran en un punto de declive, en el comienzo de su decadencia?

Hasta ayer en los frontis de los edificios más emblemáticos de todas las ciudades y las ceremonias de juramento de la bandera estaban rodeadas de admiración y un inmenso calor popular. ¿Qué será, en medio de ese clima identitario, enfrentar una fotografía del Presidente de la Nación envuelto en una bandera extraña al país? ¿Acaso no juró defender la Constitución Nacional y comandar los ejércitos de la Nación o promueve, con ese gesto, su idea de disolver la Nación Argentina con la que alguna vez soñó Juan Bautista Alberdi, construir en el desierto?

La Patria que se nos enseñó en la orgullosa Escuela Pública argentina es la representación de la soberanía nacional, de cada uno de sus habitantes y así ha quedado plasmada en nuestra Constitución Nacional.

Hoy, por el contrario, “Patria” se denomina este país que ha pasado a ser un mero proveedor de servicios. Sus gobernantes llegan a tan alta magistratura sin saber siquiera las meras formalidades del Estado. Hemos asistido a patéticas sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación en las que quien las presidía leyó por el instante el “manual de uso” de los instrumentos que tenía a su disposición y que le prepara la Secretaria Legislativa del Cuerpo.

¿Será mucho pedir que se disculpe no sólo ante el cuerpo sino ante todos los ciudadanos de la República? Es posible que nunca suceda. Probablemente se deba a la influencia del coro de fariseos que le rodea. Y, por cierto, a los participantes de esa feria de vanidades que a diario se esfuerzan por disimular tamañas tropelías, tamaño maltrato. 

Pero es menester retornar a nuestras disquisiciones iniciales. ¿Cómo catalogar este proceso que ha irrumpido con brusquedad en nuestra cotidianeidad? ¿Se habla -otra vez- de un nuevo mundo? ¿Es la aldea global tan meneada que ya ha subsumido naciones y van desaparecieron las fronteras? ¿Acabó con el maltrato entre las naciones y la persecución de los hombres y mujeres que peregrinan por el mundo en busca de un mendrugo sin que para ellos nunca se abran las puertas del cielo?

Deberíamos ser serios.

Por ello, en esta circunstancia nos aferramos a un antiguo texto de Eduardo Serra para facilitar la compresión del todo: 

“Europa, sobre todo, a partir de la Revolución Industrial, logró una ventaja extraordinaria sobre el resto del mundo. Lo que le permitió gozar de una posición única e envidiable. Hasta hace muy pocos años el mundo desarrollado (Europa, Norteamérica y Japón), es decir, apenas 20 por ciento de la población mundial, consumía 80% de lo que se producía. La globalización ha permitido que los demás continentes se vayan convirtiendo en economías industriales; la ventaja competitiva occidental va desapareciendo. En esta nueva situación, mantener el Estado de bienestar va a ser cada día más difícil, pero nuestras poblaciones entienden que dicho Estado de bienestar es un derecho adquirido e irrenunciable. Por tanto, no ven o no quieren ver la dificultad de mantenerlo y, en consecuencia, no están dispuestos a poner los medios necesarios para su sostenibilidad.

Los políticos, ‘obligados’ a decir lo que la gente quiere oír, siguen haciendo promesas, que saben irrealizables, para resultar elegidos.

En esta situación, dos conductas son obligadas. La primera es la de la pedagogía: hay que explicar ‘a la gente de a pie’ lo que las personas que ven la realidad desde una atalaya social, empresarial o política, saben sobradamente; hay que explicar qué nos pasa y por qué nos pasa, como decía Ortega y Gasset que era la función del intelectual. De otro modo, la gente se resistirá a cualquier cambio porque no lo verán necesario.

La otra conducta exigible es la de la ejemplaridad: las clases dirigentes y pudientes tienen que predicar con el ejemplo. Se avecinan tiempos difíciles y es imprescindible la confianza de la sociedad en su clase dirigente; sólo así será posible evitar perder lo que tanto esfuerzo ha conseguido”.

En definitiva, el mundo está sufriendo una serie de transformaciones en la que el Estado-Nación comienza a perder autoridad; y su figura como entidad decisoria última está cada vez menos presente. Los elementos más significativos de dicha autoridad, basados en la soberanía, han comenzado a extinguirse. Esto conduce a la posible idea de que progresivamente se va hacia una configuración del sistema internacional (hoy denominada “sistema global”) en la que aparecen actores mucho más fuertes que los Estados-naciones -al menos desde el punto de vista decisorio o como depositarios de atributos soberanos especiales-. Esto no quiere decir, claro está, que el Estado-Nación no exista, que vaya a desaparecer, sino que se evidencia una progresiva caída de los niveles de autonomía estatal que profundiza la incapacidad para ejercer plenamente los derechos soberanos.

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