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Defensor de escritores

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Llegó a los máximos cargos políticos y dejó  una obra fecunda. Pero su mayor satisfacción fue de otra clase

Por Luis R. Carranza Torres

Raymond Poincaré nació en Bar-le-Duc, un 20 de agosto de 1860. Con sólo diez años fue un pequeño testigo de la ignominiosa derrota de Francia a manos de la Prusia de Bismarck, y del período de revueltas sociales y precariedad institucional que le siguió. Para peor, además de mandar el imperio de Napoleón III al trasto de la historia, a los germanos no se les ocurrió mejor cosa que utilizar el palacio de Versalles para proclamar su nuevo Imperio (Reich) Alemán, el segundo en la historia.
Todo eso vivió el niño Raymond. Nada de eso olvidaría. “Devolverle gentilezas” a Alemania, siempre que pudiese, sería un norte constante de su vida pública.
Hijo de Nicolas Antonin Hélène Poincaré, uno de los más grandes meteorólogos de su tiempo, se recibió de abogado en la Universidad de Paris, alternando su práctica profesional con la producción de doctrina jurídica.
Pronto llegó a tener el estudio «top» de Francia, con muchos clientes célebres, entre ellos Julio Verne, a quien defendió (e hizo absolver) en un juicio por plagio. Nadie dudaba de que se situaba entre los mejores letrados de su tiempo y uno de los primeros en desarrollar la práctica profesional en el campo de los derechos intelectuales.
Pero también lo suyo eran las contiendas en las arenas de la política. Electo primero diputado por su departamento natal del Mosa, en 1887, y luego senador en 1903, con sólo 33 años fue nombrado ministro de Instrucción Pública. Logró grandes éxitos en la educación general del país, siendo uno de los pocos que pudo sostener la filosofía de la enseñanza laica sin caer en posturas anticlericales.

Rápidamente se granjeó una reputación de administrador eficaz y de político conciliador, capaz de aunar las fuerzas más diversas. Sus argumentos siempre se reducían a uno principal: Francia estaba por sobre todos. Sus apelaciones al patriotismo de la nación eran sinceras, y por ello ni el más cínico e inescrupuloso de los políticos podía darse por mucho tiempo el lujo de ignorarlas.
Su prestigio personal y la fama de líder para momentos difíciles lo llevaron a ser elegido presidente de la República entre 1913 y 1920, y cinco veces primer ministro de ella, hasta 1929.
Electo por los votos de la derecha y del centro del fraccionado arco político galo, no dudó en convocar a sus más acérrimos opositores de la izquierda, como Viviani o Clemençeau, a un gobierno de unidad nacional al estallar la Primera Guerra Mundial. Francia saldría victoriosa de ella, especialmente gracias a su política diplomática previa de alianzas con Rusia, y en particular con Inglaterra, con las cuales Poincaré había logrado superar siglos de tradicional enemistad.
No era un tipo fácil de aguantar en los tiempos tranquilos pero se contaba entre los pocos que podía componer las cosas en las épocas complicadas. Por eso, con esa poca memoria que caracterizaba la opinión pública y el arco político de su tiempo, el pobre Raymond veía caer sus gobiernos con la misma rapidez que se le aglomeraba gente en su casa para rogarle que volviese.
La debacle económica al final de la década de 1920 lo devolvió al gobierno. Logró, una vez más, capear la crisis, y hasta consiguió en medio de la crisis mundial algo que parecía imposible: estabilizar en su valor al franco francés, merced a controlar el décifit y sanear las deudas del Estado. Por problemas de salud se retiró de la política a inicios de los treinta. Murió en París en 1934.
Luego de ello, y por mucho tiempo más, el denominado «Franco Poincaré» fue adoptado en numerosos tratados internacionales como moneda de referencia, por ser un valor confiable en cualquier circunstancia, como lo había sido la persona de su creador.
Pero todos esos logros y el desempeño de las más altas magistraturas no lo hicieron dejar a un lado el orgullo por su condición de abogado litigante.
Cuando el escritor español Vicente Blasco Ibáñez -una de las plumas más célebres del castellano a principios del siglo XX, también político y abogado- pudo conversar con él en ese París aliviado de fines de septiembre de 1914, cuando el avance alemán, que parecía imparable, pudo ser detenido, a duras penas, con la batalla del río Marne.
Por entonces presidente de la república, Raymond le confesó que amaba más la literatura que la política. Cuenta el escritor que dijo al respecto: «Yo soy el abogado de los escritores -dice con orgullo, como si éste fuese el mejor de los títulos-. Yo defendía en todos sus pleitos a la Academia Goncourt». Tal era su percepción sobre lo que entendía destacable, en una vida pródiga de logros.
Es que Poincaré era, ante todo y por sobre todo, un defensor todoterreno. Ya fuera respecto de la integridad territorial, la estabilidad monetaria o, particularmente, los derechos de sus clientes escritores.

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