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Comportamientos judiciales impropios (IV)

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Los gustos privados de los jueces y el uso de los despachos judiciales

Por Armando S. Andruet (h)*

Nos hemos referido a diversos usos impropios que los jueces pueden hacer de sus despachos; mediatizándolos para un resultado privado e indebido, con independencia de que tal acción estuviera o no dispuesta a ser compartida con otra persona.
Ahora nos referimos a supuestos en los cuales los jueces colocan en sus despachos un sello personal, que puede afectar el ámbito de austeridad que dichas oficinas deben poseer.
Así, señalamos que en el ámbito público no existen oficinas no-públicas, sin perjuicio de que pueda haber lugares de trabajo que tienen mayor grado de reserva para personas ajenas al ethos de que se trate, pero no más que eso.
Apuntado esto, nos preocupa conocer si los despachos judiciales, que son públicos y a veces pueden tener una dimensión reservada porque su accesibilidad no es libre, pueden tener particularidades que indiquen una presencia identitaria de quien lo ocupa y el hábitat que se ha conjugado en tal ámbito. La cuestión no es sencilla.
Recordemos que el Código de Ética para Magistrados de Córdoba tiene una escasa preceptiva a tal respecto en la regla 4.2, en la cual quedan numerosas variables abiertas. Sin perjuicio de que resulta claro el límite de las condiciones de una cierta “habitabilidad”, indicando que en los despachos se mantengan las condiciones “… que salvaguarden su dignidad y decoro”. La habitabilidad del despacho se codifica en términos de la continuidad de la misma personalidad honorable del juez que lo habita.
De tal manera, la habitabilidad del despacho se puede vincular con los elementos decorativos, estéticos, visuales, simbólicos que el juez coloque en ellos y que, como no es el despacho para la sola habitabilidad del juez sino también la de cualquier ciudadano que a él ingrese, corresponde ponderar las eventuales afectaciones que el “gusto” del juez puede efectuar.
Desde el punto de vista estético o decorativo, se puede decir que “sobre gustos nada hay escrito”, y ello puede habilitar la idea de que todo gusto es proclive a producir habitabilidad de un despacho. Sin embargo, no es así.

Una cuestión es exhibir en una vitrina antiguas ediciones del Código Civil, y otra muy diversa es mostrar diferentes ediciones mundiales de Mi Lucha, de Adolf Hitler. Nada tendría de ofensivo que el mobiliario dispuesto en un despacho (que no siempre es el provisto por la autoridad administrativa) pueda corresponder a un estilo moderno, art nouveau o clásico, o pueda tener un registro unificado de colores u otras cuestiones similares.
Sin embargo, sabemos, hay jueces que bajo la equivocada percepción de que sus despachos son una suerte de extensión de su mismo domus, lo decoran y visten con todo el buen gusto propio. Hasta un cierto punto ello es tolerable, pero el límite estaría signado cuando la habitabilidad del ámbito se confunde en un completo reflejo de los designios personales del hombre-juez y, por ello, desafía el mayor de los sentidos comunes. Un despacho no puede tener un sillón tipo Luis XIV de seis cuerpos, pero no hay dificultad de que sea un Chester de tres cuerpos. La cuestión no es el estilo del mueble sino una natural austeridad.
El ciudadano, en un despacho judicial, no puede tener la impresión de estar en el living de la casa del juez, o en su biblioteca o en el cuarto estudiantil del magistrado. El ciudadano advierte esos registros semióticos no porque ellos modifiquen al juez como mejor o peor sino porque muchos ciudadanos construyen también la confianza pública en la judicatura cuando ella se muestra suficientemente neutral de cualquier cuestión (sin ser impersonal). Pues los gustos de las personas delimitan también los sesgos de ellas.
De la jueza Patricia López Vergara, de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires (CABA), tenemos noticia por el juicio estético que pone en su despacho (http://www.lanacion.com.ar /1497715-el-perfil-polemico-de-la-jueza-que-interviene-en-el-conflicto-del-subte). Un ciudadano en el despacho de la jueza puede pensar -quizás equivocadamente- que su perfil, acorde con lo pomposo del despacho, es de escasa sensibilidad con las clases sociales pobres y afectar así su misma neutralidad judicial.
O qué podría pensar el ciudadano que ingresa al despacho del doctor Andrés Gallardo, de la CABA, donde se encuentra con un fotografía importante, a modo de venerable inspiración, de Ernesto Che Guevara (http://juezgallardo.blogspot.com.ar/2010/03/entrevista-gallardo.html). Porque si bien podemos tener diferencias ideológicas con el retratado, nuestro problema se ciñe a pensar que quien luce una foto del guerrillero rosarino adelanta también una opinión ideológica partidaria, y que es posible que con ella afecte la confianza pública por pérdida de imparcialidad. De lo dicho hay cercanía con una realización simbólica corriente en despachos judiciales, que es motivo de diversas discusiones. Como es lo relacionado con los signos del credo que se profesa. Y en particular, siendo por tradición Argentina una república católica, lo hacemos con la existencia de los crucifijos en los despachos.

El tema no es menor y debemos decir ahora en primera persona que desde que ocupé mi despacho como juez de la Cámara de Apelaciones de Quinta Nominación en lo Civil y Comercial, y hasta el último día en que fui vocal del Tribunal Superior de Justicia de la Provincia, me acompañó el mismo crucifijo y varias veces reflexioné si ello no podía tener una dimensión de ofensa a los no católicos o una falsa expectativa positiva a quienes lo son.
Nunca lo retiré, tampoco nadie hizo saber de ofensa por él. De cualquier modo, encontramos una razón, que no quiere decir ni que sea correcta ni tampoco la única, que puede haber para dicha permanencia y justificar nuestro comportamiento y que al menos, precariamente, nos colocaba en una sintonía menos propia del gusto y más próxima a cierta racionalidad.
A tales efectos, recordamos que en la vida pública los símbolos no son meros registros ocasionales sino que son los signos mediante los cuales se asumen compromisos sociales de una cierta práctica profesional. Así es como corresponde juzgar el valor que tiene el juramento en las prácticas públicas. Pues por ello existen diversas fórmulas para cumplirlo, a lo cual hay que agregar que hasta que el juez no formula su público juramento no se hace cargo de su jurisdicción. Por ello, jurar es cumplir con algo más que un formalismo. Es dar inicio a la actividad jurisdiccional propiamente.
Si jurar, entonces, tiene tanta trascendencia y se pone por testigo a toda la ciudadanía, no parece luego que un juez que ha jurado por Dios, la Patria y los Santos Evangelios en modo ostensible frente a todos pueda afectar la neutralidad o imparcialidad cuando en su despacho existe un crucifijo. En rigor, dicha presencia simbólica es efecto de aquella causa que el sistema como tal impone y permite. Para quien jura de esa forma, el símbolo de la cruz es el recuerdo persistente de aquel acto. Obviamente, el problema no está en el lucimiento del crucifijo sino cuando son las razones del dogma las que justifican las cuestiones jurídicas, y allí la cuestión ha dejado de ser del despacho judicial y el símbolo, para ser del juez y su confesionalidad.

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