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La inteligencia emocional como política de la empresa familiar

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En los últimos años, de cara a un contexto en que las organizaciones necesitan adecuarse y mejorar permanentemente, se ha ido consolidando un enfoque que aborda el desarrollo de las capacidades de aprendizaje de la organización.

Por Gustavo Montenegro * – Exclusivo para Comercio y Justicia

En tal sentido, se habla de la necesidad y posibilidad de desarrollar la inteligencia organizacional. Desde esa perspectiva, se entiende que las organizaciones “tienen” (van construyendo) una mente, en mayor o menor medida inteligente, en mayor o menor medida saludable, que no depende de lo inteligente o saludables que sean las mentes individuales, sino de la calidad con que estas interactúan. (Peter Senge, The Fifth Discipline: The Art & Practice of The Learning Organization, 2010; Ernesto Gore, Aprendizaje y Organización, 2006).

La calidad de interacción, a su vez, abreva no sólo en aspectos “comunicacionales” sino en reglas de juego sobre cómo se decide, cómo se conversa, cómo se detectan, piensan y tratan los problemas, qué se hace con las diferencias, qué se hace con lo que se cumple o se logra y qué se hace con lo que no se cumple o no se logra. Estas reglas de juego se van van imponiendo, a modo de cultura organizacional, en relación con aspectos tanto formales como informales. Las modalidades personales y “gestos históricos” de las personas de mayor influencia, las rutinas informales de conversación y comunicación, el cariz anímico y relevancia que van tomando ciertos temas especiales, las cercanías entre distintos decisores, la adecuación del organigrama, la actualización de procesos operativos, la claridad de roles y responsabilidades, los indicadores, las agendas, las políticas específicas y generales son ejemplos de cómo en lo formal y en lo informal se despliegan reglas culturales de funcionamiento.

En ese sentido, un fenómeno que suele atacar, a manera de virus con alta frecuencia y considerables consecuencias el sistema mental de la empresa familiar, es la clausura cognitiva.

Cuando ocurre, los desacuerdos se tornan en distanciamientos personales que debilitan la confianza mutua y la posibilidad de pensamiento conjunto. Como inicio de este proceso, cualquier problema de tarea irresuelto puede transformarse en un problema de relación, iniciando una espiral creciente de aislamiento anímico y funcional.

Un problema de tarea puede ser cualquier situación en la que alguien visualiza una brecha entre lo que espera y lo que sucede en realidad, como un informe mal realizado, el faltante en el banco, fallos recurrentes de una máquina o el incumplimiento con un cliente. Ahora bien, en la conversación sobre el problema pueden surgir desacuerdos respecto a la dimensión del fallo, a las causas que lo ocasionan o a sus vías de solución prioritaria. Los desacuerdos en ocasiones generan tensiones e incomodidades que hacen difícil la conversación sobre el tema, lo que en la empresa familiar se ve impregnado además por el afecto y confianza intrínsecos a los lazos de familia.

En el marco de las dificultades de conversar ciertos temas, las personas comienzan a callar ante el otro lo que piensan, lo que sienten, lo que quieren o lo que ven, y terminan conversando “del otro” con sus personas de mayor cercanía y confianza. Estos comportamientos de clausura cognitiva van dando lugar a núcleos de subgrupalidad y alianzas particulares, estados de ánimo defensivos, debilitamiento del compromiso, conversaciones pobres y acciones unilaterales que originan nuevos problemas, entorpecen las coordinaciones y generan más estrés y malestar personal.

Un salto de segundo orden
Sin embargo, este “círculo vicioso” no sólo puede revertirse, sino prevenirse. El desacuerdo y las diferencias constituyen elementos complementarios que aportan a la compresión inteligente de los problemas y a la posibilidad de integrar el saber distribuido en el conjunto organizacional al servicio de decisiones y acciones efectivas. Ello en tanto la organización sea capaz de institucionalizar mecanismos de detección y abordaje oportuno de los problemas y desacuerdos significativos.

Resulta altamente productivo que la organización consolide un “dispositivo decisional” innovador, una rutina sistemática de tratamiento de problemas que prevengan la formación de clausuras cognitivas y cierre subgrupal. La mente organizacional, análogamente a lo que ocurre con el desarrollo y expansión de la mente individual, tiene sus etapas y estadíos evolutivos. Resulta saludable que las organizaciones pasen de una primera etapa fuertemente centrada en estilos personales, al desarrollo de ciertas formalidades de estructura, roles y procedimientos, para luego, en un tercer momento, conquistar rutinas potentes de tratamiento de problemas y de desacuerdos.

Puesto que estos cambios no ocurren sin ciertos niveles de crisis, los momentos de dificultad interna se presentan como oportunidad para la revisión de fortalezas y debilidades del “modelo mental organizacional”, y la implementación de mejoras pertinentes.

En la medida que la organización instaura y fortalece concientemente procesos de detección y procesamiento de criticidades, el abordaje de las diferencias no queda librado a estilos personales, estados anímicos o voluntades particulares sino que se traduce en una política institucionalizada.

Así, la organización estará en camino de un salto paradigmático, más cercano a los requerimientos de profesionalización a los que hoy se ve altamente desafiada. Podemos entender que el sistema mental organizacional, ni más ni menos que su sistema tecnológico, o sus estrategias comerciales, es pasible de actualización. Numerosos casos muestran que la inteligencia emocional y organizacional no queda librada al azar cuando se apropia y se aborda como una política de la empresa familiar; esto, además de prevenir riesgos vinculares, se trasunta en cultivo del buen clima, multiplicación de la inteligencia individual y potenciamiento de la capacidad innovativa.

* Docente e investigador en UCC y UNC. Consultor en desarrollo organizacional.

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