Licenciada en Ciencias de la Información, mediadora / Por Elba Fernández Grillo
Cuando Sylvester Stallone -en una de sus películas de la zaga de Rocky- detenía su camión y, para congraciarse con su hijo, se sentaba en la mesa del bar que frecuentaban los camioneros y respondía al desafío de un compañero para una nueva pulseada, tomaba la visera de su gorra y la hacía girar hacia atrás, el espectador sólo tenía una interpretación posible: “Señores: aquí va a haber pelea”.
Cuando Emanuel, nuestro requerido en una mediación familiar, ingresó en nuestra sala, imponente en su traje deportivo negro, y antes de sentarse hizo girar la visera de su gorra hacia atrás, esta mediadora recordó aquella escena de la película. Tratando de no identificar ésta con aquella otra situación -la de la película-, pues sabemos que cada caso es único en su conflictiva y en su resolución, comenzamos a contarle a Emanuel y a Milagros, su ex pareja y madre de su hija, por qué estábamos allí.
Cuando desarrollamos este discurso informativo las personas tienen diferentes reacciones, pero muchos aluden a que fueron “denunciados”, que además los han obligado a comparecer en “tribunales”, a lo cual intentamos explicarles que no hay denuncia alguna y que se trata de una invitación a negociar sobre uno o varios temas que a ellos les interesan.
Fue entonces cuando Emanuel quiso saber a qué temas de su supuesto interés nos referíamos. Le contestamos que a una hija de un año que tenía con Milagros. Desde ese momento y hasta la culminación de la mediación, cada vez que pudo, repitió la misma frase: no me interesa la niña, no la quiero ver, dígame cuánto tengo que pagar y me voy. A partir de estas expresiones, que como mediadoras familiares, como mujeres, como madres, nos cuesta asimilar, hacemos reuniones privadas con cada una de las partes intentando un cambio de lugar, de comprensión del otro. Sabemos que no podemos modificar el mundo pero intentamos una mirada diferente de la problemática que los convoca allí. Tratamos de que piensen en el menor, que no es responsable de los actos de sus padres y que merece la mejor vida posible.
A veces las personas pueden separar: por un lado el amor a sus hijos, por otro lado las diferencias que tienen con sus exparejas y en gran cantidad de casos sucede lo que aquí veíamos con Emanuel y Milagros. La hija era la moneda de cambio, el objeto a ser utilizado para cobrarse y/o vengarse de los fracasos y dolores causados por el otro. A solas, Milagros nos contó que ella lo amenazaba todo el tiempo con llevarlo a Tribunales si no le daba el dinero que quería, a su vez Emanuel le respondía que sí le iba a dar el dinero pero que a esa niña no la quería ver.
Así indefinidamente cada encuentro era usado sistemáticamente para desvalorizarse, para agredirse, para insultarse. Cada uno desde su posición retroalimentaba la pelea. Con mi comediadora apelamos a una gran cantidad de intervenciones buscando optimizar algún diálogo entre ellos por el bien de Jazmín -así se llamaba la hija-, pero al menos en nuestra presencia fue imposible. Y observamos nuevamente algo conocido por nosotros los mediadores: que hacen faltan dos para sostener una pelea; cuando alguno de ellos puede ceder algo o pronunciar algún reconocimiento del otro como persona o algún valor que caracterizó la relación, es posible descomprimir algo la situación y trabajar por un vínculo parental más tolerante y más amigable.
Sí logramos que Emanuel, que tenía un buen trabajo en una empresa, se comprometiera a abonar una cuota alimentaria a favor de la niña y de ninguna manera aceptó trabajar el tema “régimen comunicacional”. Concluido y firmado el acuerdo, Emanuel se levantó, tomó la visera de su gorra y la hizo girar hacia adelante, como la tenía colocada previo a sentarse a nuestra mesa. ¿Habrá sentido –quizás- que la pelea había concluido?