José de San Martín tenía aversión por las luchas fraticidas, los enfrentamientos estériles entre paisanos, las pujas de poder que ponían en riesgo la causa superior de la revolución americana.
Por Esteban Dómina / Historiador y escritor
Cada 17 de agosto, los argentinos evocamos la figura de José de San Martín, nuestro prócer mayor, con fruición patriótica. En actos, discursos y recargadas ceremonias, recordamos sus hazañas militares, las gestas libertadoras que él prohijó, su hombría de bien y todo lo que forma parte del relato oficial trasmitido de generación en generación.
No está nada mal que este culto apoteótico recompense al hombre que, en vida, debió sortear deslealtades, intrigas, rivalidades y mucho más para poder llevar adelante su misión histórica. Lejos de cosechar laureles de sus contemporáneos, el Libertador debió soportar el peso de las diatribas alentadas por la clase dirigente de entonces, que lo empujó a un exilio autoimpuesto que duró 26 años.
Sin embargo, no siempre la veneración que se tributa a la memoria de San Martín en cada aniversario de su muerte pone de relieve la razón que legitima su gloria por encima de todas las demás, ni mucho menos actualiza un compromiso colectivo derivado de esa misma razón.
¿A qué nos referimos? A lo que, a nuestro juicio, es la lección histórica más importante que nos impartió el Padre de la Patria. Basta repasar su conducta pública para descubrir esa consigna de la que no se apartó ni en los trances más dramáticos de su vida.
¿Cuál es esa constante? La aversión que despertaban en él las luchas fraticidas, los enfrentamientos estériles entre paisanos, las pujas de poder que ponían en riesgo la causa superior de la revolución americana. Un sentimiento que expresó cada vez que las circunstancias lo colocaron de cara a la posibilidad de usar el sable que juró no desenvainar jamás para luchar contra sus hermanos. Y no porque le faltara coraje, como lo demostró de sobra cada vez que tuvo que poner en juego su propia vida para defender sus convicciones, sino porque aborrecía las luchas intestinas, sobre todo cuando estaba en juego el destino de los pueblos.
Eso fue lo que lo llevó a malquistarse con las autoridades de Buenos Aires y a ganarse el resentimiento eterno de esos hombres que se sintieron desairados cuando el vencedor de Chacabuco y Maipú se negó a cumplir la orden de repasar la cordillera de los Andes con su ejército para salvarlos del embate de los caudillos del Litoral. Fue por ese acto de desobediencia, fundado en la prioridad de proseguir la campaña libertadora que lo llevaría al Perú, que San Martín se convirtió en la bestia negra de la dirigencia porteña que se negó a brindarle apoyo para culminar la última fase de la epopeya continental, que finalmente quedó en manos de Simón Bolívar.
Algunos años más tarde, rehusó desembarcar del navío que lo trajo de regreso de Europa, decepcionado por el penoso espectáculo de su patria sumida en la lucha fraticida, que había llegado al paroxismo con el asesinato de Manuel Dorrego. Una vez más, prefirió hundirse en el ostracismo que tomar parte por alguno de los bandos en pugna.
Una vez más, predicó la lección de unidad en el desierto.
162 años después
Tal parece que los argentinos no hemos aprendido la suprema lección sanmartiniana y, como en aquellos tiempos lejanos, seguimos desangrándonos en luchas inútiles, quizá menos cruentas, pero igual de inconducentes. O acaso no demostramos cada día, igual que entonces, que somos incapaces de cinchar entre todos para un mismo lado y perseguir objetivos comunes; que cualquier excusa por más banal que fuere nos viene bien para dividirnos en una mitosis interminable y paralizante a la vez.
Desde esa perspectiva, resulta inconsistente que hayamos elegido como Padre de la Patria, es decir de todos nosotros, a alguien que predicaba lo contrario, que priorizaba el sentimiento de unidad por encima de todo lo demás. Lo peor del caso es que nuestra incansable afición por fomentar disensos antes que construir consensos no es neutra sino que, al actuar de ese modo irracional, pagamos un alto costo como Nación: el de dilapidar esfuerzos y energías que convenientemente canalizadas hacia fines más nobles podrían traernos obvios beneficios en lugar de perjuicios como los que ocasionan los enfrentamientos permanentes.
Claro que después de todo lo sucedido a lo largo de nuestra joven y azarosa historia como nación independiente, puede resultar molesto para algunos invocar valores intangibles, etéreos como el espíritu de nación; o exaltar el sentimiento de patria peque de retórico o pasado de moda, del mismo modo que el repaso crítico, inclemente, de algunas de nuestras conductas más falibles.
Pensemos por un momento si, como en 1829, el viejo general, cargado de gloria y sinsabores, estuviera nuevamente frente a nuestras costas como lo estuvo entonces sin atreverse a desembarcar: ¿bajaría esta vez o, como entonces, regresaría al exilio?
Es hora de repasar la lección mal aprendida.