Por Ricardo del Barco (*)
Comienzo estas breves reflexiones al calor de los resultados de la segunda vuelta. El oficialismo fue derrotado por más de 10 puntos de ventaja. Muchas cosas pueden decirse de esta decisión histórica. Se me ocurre en este momento comparar la elección de hoy con otra que ocurrió hace 67 años. Me refiero a la que ocurrió el 23 de febrero de 1946, en la que un outsider accedía a la Presidencia: Juan Domingo Perón, más allá de que era un figura importante del gobierno militar de aquel momento, era un verdadero recién llegado a la arena política.
En aquella elección se presentaba una candidatura de políticos profesionales sostenida por una sólida estructura política: la Unión Cívica Radical, apoyada por todo el arco político, desde el Partido Comunista hasta las figuras del conservadurismo. Los medios de comunicación, los intelectuales, el mundo universitario, antiguas estructuras sindicales y el abierto apoyo del gobierno de los Estados Unidos, que se involucró en la campaña electoral por medio de su embajador.
En aquel momento se planteaba que la disyuntiva política central era fascismo o democracia y el novel candidato era la cara del fascismo frente a la voz de la democracia que expresaba la fórmula radical Tamborini-Mosca. Si la verdadera elección era, en ese mundo de posguerra, fascismo o democracia, el resultado previsible era el triunfo de la democracia, es decir, de la fórmula radical. Sin embargo, en realidad, en aquella circunstancia estaba oculta una demanda de justicia que las estructuras políticas tradicionales no lograban interpretar. El triunfo de Perón, significó el comienzo de un proceso que venía a dar respuesta a aquellas demandas insatisfechas.
Gustavo Franceschi supo señalar con agudeza ese profundo trasfondo que muchas décadas antes del nacimiento de esta fuerza política agitaba a la sociedad argentina. Si simplificamos podríamos decir que un largo de reclamo de justicia desoído estuvo en la base del comienzo de aquel ciclo histórico. Hoy, un nuevo outsider irrumpe en la política argentina, enfrentando victorioso a una poderosa estructura gubernamental, partidaria, mediática y que lo acompañaba con una vasta red de apoyos internacionales.
De alguna manera, la historia volvió a repetirse: el oficialismo derrotado trató de imponer que en esta elección se presentaba de nuevo la disyuntiva entre fascismo o democracia. “La democracia está en peligro” fue uno de los slogans de campaña del candidato oficialista, quien, además de aquella conjunción que lo acompañaba y que se asemejaba a la Unión Democrática, buscó el apoyo de presidentes y ex presidentes de la región y del mundo.
Una vez más, la omisión de un reclamo profundo de la sociedad argentina, largamente desoído por sus dirigentes y las fuerzas políticas tradicionales. Ese reclamo hoy se expresa subterráneamente como un deseo de libertad, frente a una intromisión permanente del poder en la vida de las personas y como un reclamo de honestidad frente a la corrupción que se exhibe de manera obscena; un reclamo de transparencia frente al turbio manejo de la función pública; un reclamo de sensato manejo de la vida económica que enfrente el cáncer de la inflación.
La democracia no está en peligro, fue el decir de la voz silenciosa de la ciudadanía, que emergió vigorosa por encima de las más innoble campaña electoral basada en el miedo y en el derroche sin precedentes del los fondos públicos. La presencia de este nuevo outsider cancela una largo ciclo histórico que ha llegado a su fin. No estoy hablando del fin de aquella fuerza política que emergió vigorosa en 1946 sino del fin de un proyecto autoritario, demagógico, corrupto y corruptor que ahoga el legítimo deseo de libertad y justicia de millones de argentinos. El comienzo de este nuevo ciclo histórico nos plantea numerosos interrogantes y exigencias. Esperamos que podamos construir una sociedad realmente fraterna que viva la libertad, no olvide la justicia y que se abra al mundo para ofrecer el esfuerzo de nuestra capacidad y de nuestro ingenio. Pero no esperamos líderes mesiánicos ni soluciones mágicas. Trabajemos para reconstruir instituciones y vivir para el imperio de la ley.
(*) Abogado