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Un juez excéntrico por demás

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Phantly Roy Bean y su particular justicia texana. Fue uno de los magistrados más bizarros del antiguo oeste estadounidense.

Por Luis R. Carranza Torres

Phantly Roy Bean mezcla la historia con la leyenda en su particular biografía. Llamado “el juez de la horca”, se ha convertido en uno de los personajes emblemáticos de la justicia “al estilo del oeste”, no sólo en Texas sino en todo Estados Unidos.

Roy estaba “flojo de papeles” por donde se lo mirase. Para comenzar, no era juez. Nadie lo nombró nunca en el cargo, lo cual no le impidió autoproclamarse tal. Tampoco lo atajó su pasado en falta con la ley, incluyendo la muerte poco clara de un semejante en Chihuahua, México, y el contrabando de armas durante la guerra de Secesión. Luego estaba la pequeñísima cuestión de que no sabía ni una pizca de derecho. También pasó por alto ese detalle.

Celebraba los juicios en su salón, haciendo un alto en el despacho de bebidas y la narración de historias varias. Le había puesto por nombre “Jersey Lily”, en honor de una hermosísima actriz británica, Lillie Langtry, de la que estaba platónicamente enamorado. Se ubicaba su negocio-tribunal en un peñasco sobre el río Grande, al norte de la ciudad-dormitorio de la línea del ferrocarril en construcción llamada Vinegaroon.

Poco y nada había por ese tiempo en el condado de Pecos, situado al oeste de Texas, en un tramo apenas habitable del desierto de Chihuahua a lo largo del río Grande. Cualquier pretensión de órgano de justicia, frente a tal orfandad y olvido, era más que bienvenido.

Roy entonces colgó en la puerta de su salón, donde también vivía, dos letreros: uno decía “cerveza helada”, y el otro, “La ley al oeste del Pecos”. Fallaba los casos en el porche de su negocio o dentro, bajo la mirada atenta, no de una cruz ni una balanza, sino de un viejo cartel de una publicidad teatral de miss Langtry, con ella en primerísimo plano.

La infraestructura del tribunal era tan particular como el lugar y hasta el mismo juez: un ajado libro “de leyes”, según los dichos del juez, que a nadie constaban. De allí era de donde supuestamente sacaba la solución del caso que escuchaba. Completaban el parco utilaje una mesa desvencijada con un revólver encima. En vez de alguaciles de la corte, se las arreglaba con su mascota: un oso domesticado al que le gustaba la cerveza tanto o más que al magistrado.

Los lugareños no discutieron su autoridad. Más aún, empezaron a votarlo en el cargo. De tal forma, el juez “de facto” adquirió la calidad de funcionario democráticamente electo. A partir de allí, por capacidad o por no haber otro, fue reelegido en incontables oportunidades.

Con el tiempo, a su cometido de juez de paz le sumó el de notario público. Al parecer también allí, en esa parte de Texas, no se podía vivir con un solo empleo.

Como oficial público, sus últimas palabras luego de celebrar una boda eran las mismas que cuando condenaba a la horca a un delincuente: «Que Dios se apiade de vuestra alma».

Su labor jurisprudencial fue pródiga tanto en anécdotas como en arbitrariedad e ignorancia.

Cerca de su salón existía una parada del ferrocarril, donde los trenes se detenían unos 10 minutos para repostar agua y carbón. Los viajeros aprovechaban entonces para tomar una cerveza. Un día, uno de ellos pagó su jarro de cerveza de 30 centavos con un billete de 20 dólares. Como Bean se demoraba con el cambio y el tren estaba pronto a partir, se lo recriminó tratándolo de ladrón. Roy pasó de dueño del establecimiento a juez, imponiéndole una multa de 19 dólares con 70 centavos por insulto a la autoridad. Merced a ello se ahorró darle el vuelto.

En otra ocasión, a un desprevenido se le ocurrió presentar, in vocce, un hábeas corpus por un detenido en una localidad cercana. Roy lo echó de su tribunal y del salón a los gritos, expresando que como buen creyente no iba a transigir con “paganismos”. Creía que se trataba de algo blasfemo de carácter religioso.

Una de sus sentencias más terribles y extravagantes fue cuando juzgó a un irlandés acusado de asesinar a un obrero chino que trabajaba en la construcción del ferrocarril. El acusado tenía bastantes amigos, todos ellos tan “pesados” como él y habían hecho correr la voz de que si el juez le imponía una condena, iban a prenderle fuego al “Jersey Lily” con él dentro. Roy presidió el juicio con su rifle entre manos. Luego de escuchados los testimonios, con todos los amiguitos del reo viéndolo con cara de pocas pulgas,

Roy buscó la solución en su pretendido libro de leyes. Tras cerrarlo y encañonar a la concurrencia, dio su sentencia: cerró el caso liberando al acusado porque la ley consultada “no decía nada respecto de que fuera delito matar a un chino”. Sí, tal como lo leen. Cualquier parecido con cierta placa roja de Crónica TV no es pura coincidencia. Se trata del mismo ignorante racismo.

A nadie pareció importarle demasiado. Alrededor de su local había crecido el pueblo de Langtry. Roy Bean siguió siendo su juez hasta morir en su cama tras una borrachera, el 16 de marzo de 1906; sólo 10 meses antes de que su adorada Lillie Langtry visitara el lugar, atraída por el dato de que se había nombrado tal poblado en su honor.

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