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¿Somos Pueblo Gómez?

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Para el lector que no entienda el título, o tenga menos de cuarenta, pasamos a explicárselo:

Se trataba de un sketch de mucho éxito, en un programa de humor que encabezaba Berugo Carámbula allá por el año 1991, bajo la dirección de Hugo Sofovich.

Y sí, estamos noventosos. Pero lo que se veía en esa parte del programa, en la que un ciudadano quería protestar en una municipalidad por la inoperancia del funcionario de turno y descubría que todos allí eran parientes, de una misma familia, tiene mucha actualidad.

Invariablemente, quien protestaba por un problema legítimo, terminaba, luego exponerlo ante varios miembros de la familia, llegando a Berugo, que oficiaba de patriarca e intendente del Pueblo Gómez, finalmente era culpado de algo de lo no tenía nada que ver y era sancionado con una multa o similar.

Tal vez como pocos, los actos de corrupción de los funcionarios públicos afectan la credibilidad, no sólo de las instituciones del Estado sino de nuestra democracia misma. Hoy por hoy, el principal enemigo de la democracia no es un golpe militar sino el vacío de legitimidad que genera la inoperancia y la corrupción.

Que por lo general las denuncias en ese sentido nunca lleguen a sus últimas consecuencias, ya sea para confirmarlas o desmentirlas, en nada ayuda a la transparencia y claridad en el actuar público y para con la gestión del Estado.

Tampoco se nos escapa que muchas veces las denuncias se usan como una manera de coaccionar o difamar a quienes piensan distinto, o sostienen posiciones políticas distintas, acusando mendazmente al destinatario de haber incurrido en prácticas corruptas. Pero también es cierto que muchas veces las denuncias son verdaderas, y su resolución se pierde en los pasillos de Tribunales, en la misma medida que el impacto que producen en la opinión pública se va debilitando, al perder fuerza en los medios de comunicación, debido al “efecto olvido” que causa la aparición de una nueva noticia.

No caben dudas que, verdadera o no, cualquier acusación de corrupción tiene consecuencias sociales indeseadas, ya que fomentan el descreimiento social y la pérdida de legitimidad de las instituciones. Lamentablemente, la falta de resolución de las demandas favorece a los corruptos, quienes se aprovechan de esa carencia y suman a ella, como otra forma de defensa, la práctica de desacreditar al denunciante o al medio que se encargó de difundir la noticia. Cosa que, en muchos casos, es útil para persuadir a algunos sobre la mentira de la denuncia pero no para la mayoría, la que vive esta actitud como un acto de cinismo que aumenta la deslegitimación estatal. ¿Qué debería hacer un denunciado por corrupción cuando se siente difamado por la denuncia? Simple, debería demostrar con pruebas concretas que la acusación es falsa y no quedarse en descalificar la fuente (hacerlo constituye una falacia) porque, además de no eliminar la verdad de la acusación, no ayuda a limpiar su imagen ni la de la administración pública.

Esta actitud no es indiferente sino que es complementaria a la defensa que ejerza ante la Justicia, la que por sí sola no alcanza para fortalecer su imagen, ya que lamentablemente, además de no ser ajena al mismo descreimiento ciudadano que padecen las demás instituciones, muchas veces es usada por el corrupto como parapeto para eximirse de responsabilidad, lo que queda patentizado por medio de la utilización de frases tales “creo en la Justicia” o “acataré lo que la Justicia disponga”, etcétera.

Es decir que, independientemente de su defensa ante los Tribunales, el sospechado por corrupción debería ofrecer una satisfacción publica – a todos los ciudadanos- sobre su comportamiento. De esta manera, el funcionario -además de probar su integridad e inocencia- ayudará con su conducta, a fortalecer la credibilidad social en él y fundamentalmente en las instituciones.

Que esto sea difícil de lograr o parezca cercano a la ciencia ficción en no pocos casos debe llevarnos a una reflexión: estamos lejos de tener un comportamiento en la materia, conforme a lo que usualmente se declama desde cualquier tribuna pública. Y se corre el riesgo de convertirse, un día y nuestra realidad pública, en una caricatura actuada, tal como pasaba en el programa de Berugo.

* Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas. ** Abogado, magíster en Derecho y Argumentación Jurídica.

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