Cristian Miguel Poczynok (*)
El historiador alemán Marc Bloch planteaba, en su Introducción a la historia, que la distinción entre los historiadores y los anticuarios es la actualidad de sus preocupaciones.
Para los primeros, hay una relevancia social en los problemas que investigan, mientras que en los segundos no se expresa necesariamente dicha inquietud. Es la mera curiosidad o el fetiche por la cosa antigua.
En esta clave, la cuestión de la tierra pública y la propiedad de terrenos en Argentina es un problema que atraviesa la historia y el presente de nuestro país.
Dos economistas internacionales como Douglass North (premio Nobel de Economía en 1993) y Guy Sorman afirmaban un axioma entre la seguridad jurídica y las condiciones para el crecimiento económico.
En 2004, North decía: “¿Cuáles son esas instituciones que se necesitan para que una economía crezca? Primero, derechos de propiedad bien definidos, segundo un sistema legal fuerte y estable, y tercero se necesita la fuerza de la ley”.
Sorman sentenciaba en 2005: “La historia económica de la Argentina está directamente relacionada con el destino de la propiedad privada: cuando la propiedad privada está a salvo, la Nación crece; cuando la propiedad privada se ve amenazada, la Argentina decrece”.
Estas premisas funcionan como un mantra, el mainstream de los economistas que analizan la Argentina, sea cual fuere el partido o alianza que esté gobernando. Tan interiorizada está dicha asociación que quienes estuvieron a cargo de los Registros de la Propiedad del país, Edgardo Augusto Scotti y Beatriz de Losada, citaron en 2002 a Douglass North para responder por el fundamento de dichas instituciones: “La constante del progreso de los pueblos está ligada a los principios, leyes e instituciones que protegen y aseguran al tráfico legal inmobiliario”. La “paz jurídica” de las transacciones, decían ambos, era asegurada por los Registros.
En este sentido, en el año 2013 se publicó una investigación impulsada por la ya extinta Secretaría de Agricultura Familiar sobre dicho sector. El Relevamiento y sistematización de los problemas de tierra de los agricultores familiares mostraba números que resulta necesario atender con urgencia: 857 conflictos con más de 63 mil familias productoras envueltas en algún tipo de problema jurídico-legal con la tierra que explotaban, que suma más de 9 millones de hectáreas.
La distribución regional muestra que 28,2% se concentra en el Noroeste, continuado por la Patagonia con 21,1%, el Noreste con 19,8%, el Centro con 19,1% y Cuyo con 11,7% de los casos.
Esta situación no es nueva ni desconocida para los actores políticos, gremiales e incluso religiosos. Ya en el año 2004, la Federación Agraria Argentina convocó a un Congreso Nacional y de Latinoamérica para debatir y reflexionar sobre la tenencia de la tierra, su uso y sus funciones: para qué, para quiénes y para cuántos.
En 2005, la Comisión Episcopal de la Pastoral Social y la Conferencia Episcopal Argentina también se preocuparon por esta cuestión. En Una tierra para todos se denunció la “apropiación indebida y depredación de los recursos naturales” como también la tendencia a la concentración de la propiedad que profundiza la desigualdad social.
Retomaban allí el Censo Nacional Agropecuario de 2002 (el último confiable que existe, dado que el siguiente se realizó durante 2008, en pleno conflicto agrario). En Buenos Aires, por ejemplo, 52,5% de la tierra estaba en manos de 10% de las Explotaciones Agropecuarias (EAP), mientras que 12,9% estaban en manos de 60% de las EAP.
Sin embargo, cuando leemos la preocupación de los economistas por la seguridad jurídica, no se llama la atención sobre esta situación. Incluso cuando suceden tragedias, asesinatos, desapariciones, suicidios y represiones rurales.
Miles de familias productoras de alimentos sanos y con una potencialidad de transformación social de magnitud, aunque tengan una política de promoción económica y fiscal, son marginadas de la problemática agraria. Por esto, cabe preguntarse algo más sobre el hipotético axioma de que más que ser una evidencia es una construcción conceptual que habría que complejizar a la luz de la historia.
Cuestión que nos atañe y que queremos destacar en diferentes momentos históricos.
Particularmente en lo que hoy es Buenos Aires, la propiedad de la tierra era un problema presente en tiempos tardocoloniales y de inicios del siglo XIX. Entonces, la producción de los “frutos de la tierra” (como les llamaban los contemporáneos al cuero, el sebo y el tasajo) crecía exponencialmente.
La región colonizada era llamada el “corredor porteño”, que iba del puerto hasta Potosí pasando por Córdoba y el resto de las ciudades coloniales que tiñen el noroeste. Era el camino de la plata.
Pero aun cuando lo agropecuario crecía y se valorizaba, el ganado no representó más de 20% del valor de lo exportado: el 80% restante eran los metales preciosos. En ese negocio mercantil, como en el comercio de importaciones (en el que los esclavos eran una fuente de ingresos superlativa) estaban las elites locales. Y su inversión inmobiliaria, rural pero más aún urbana, tenía el objeto de asegurar una renta fija frente a la variabilidad de los retornos del comercio.
El análisis de los diezmos que se pagaban en el ámbito rural bonaerense (tal vez los documentos más fidedignos para estudiar la evolución de la producción agraria en tiempos preestadísticos), como de los padrones de población, mostraban la existencia de pequeños pastores y labradores campesinos, que iban acumulando bienes en reducida magnitud y a medida que avanzaba su ciclo de vida. Familias que accedían a tierras disponibles ubicadas en los márgenes de otras unidades productivas, que producían para sí y para el abasto de la ciudad: trigo para las atahonas y las panaderías, carne para los corrales, cueros para los mercanchifles que los acopiaban, entre otras.
Amén de la existencia de latifundistas que no estaban dedicados exclusivamente al negocio rural, la campaña no era la mítica polarización entre los grandes estancieros terratenientes y los peones y jornaleros.
La Revolución de Mayo traería consigo la Independencia, la fragmentación político-territorial del antiguo espacio virreinal y la ruptura del circuito económico. La demanda del mercado mundial impulsaría aún más la valorización del vacuno y el stock ganadero se multiplicaría.
Según los cálculos, a fines de la década de 1830 Buenos Aires poseía al menos 2.985.000 vacunos y 2.327.000 equinos. Comparativamente, Córdoba, que quedaría rezagada en el nuevo orden, poseía 165 mil de los primeros y 350 mil de los segundos.
Las elites económicas tenían un nuevo pozo de riquezas y la disputa por los beneficios que redituaba el mundo agrario comenzaron a aflorar: entre 1800 y 1830 hubo 231 juicios por desalojos, y entre 1830 y 1863 asciendieron a 581. Asimismo, la expansión de la frontera implicaba colonizar tierras que hasta entonces estuvieron bajo dominio de las sociedades indígenas.
Antes que la campaña al “desierto” de 1778-1885, los gobiernos de Martín Rodríguez en 1820 y de Juan Manuel de Rosas en 1830 colocaron nuevas tierras a disposición de la ganadería.
¿Qué queremos decir con estos números? No sólo que los conflictos por los derechos de propiedad de la tierra, lejos de ser un problema del presente o del pasado, son un rasgo estructural de nuestra economía.
Más importante aún es destacar que lejos de obturar el crecimiento y las condiciones para el desarrollo, la lucha por la tierra estaría expresando más bien cómo se distribuye la renta agraria. Esto nos lleva a preguntarnos, permanentemente, sobre la seguridad jurídica para quiénes y para qué en cada momento de nuestra historia como en la actualidad.
La historia de la tierra es la historia de un proceso de apropiación y pugna que es necesario atender para construir un país anhelado que, además de ser el granero del mundo, asegure también nuestra soberanía alimentaria local y regional, mientras se fomenta el arraigo rural y deja de expulsar la agricultura familiar del campo argentino.
(*) Investigador del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”