Por Cristian Miguel Poczynok (*)
“Ea ley fundamental de este país es regalar las tierras. No hay una sola persona que tenga casa, finca, estancia, lote de tierra de cualquier clase, que a sus padres o ascendientes no le haya sido regalado”. Estas palabras pronunciaba Domingo Sarmiento en agosto de 1857. Era senador del flamante Estado de Buenos Aires, que había sancionado su constitución en 1854 como respuesta política a la Constitución de la Confederación Argentina de 1853. Vociferaba entonces contra los opositores al proyecto de entregar tierras en forma gratuita a los capitales que desarrollasen las vías ferroviarias hacia Ensenada. Eran unas 40 hectáreas sobre las cuales se asentarían los rieles y una distancia a sus márgenes.
A dicho proyecto se opuso Miguel José de Azcuénaga y Basavilbaso, hijo de Miguel Ignacio de Azcuénaga (miembro de la Primera Junta de Gobierno y primer gobernador intendente de Buenos Aires luego de la Revolución de Mayo). Miguel José tenía, al menos, una estancia de considerable extensión en el partido de Pergamino. En 1848, unos años antes de la discusión con Sarmiento, iniciaba un proceso civil para asentar sus derechos de propiedad sobre 11.600 hectáreas. Eran tierras mensuradas en 1826 en el marco de la enfiteusis. Después de 22 años demandaba que los linderos no introdujeran ganado allí (recordemos que no existían alambrados aunque sí mojones y zanjas), y planteaba que “quizá también haya poblado algún intruso aunque al presente lo ignoro”. Azcuénaga pretendía desalojar a quienes vivían en el lugar. Fue una compra especulativa y quería garantizar su derecho como “propietario enfitéutico”, como se autodenominaba. Una concepción que encontraba como antagonista al sanjuanino contra quien discutía en el Senado: “He encontrado arraigada la idea de que el enfiteuta es el dueño de la tierra: no lo dicen, pero así lo sienten”. Azcuénaga sí lo sentía, sí lo decía y actuaba como si lo fuese.
Este juicio tiene un vínculo directo con la cuestión agraria y con el modo como reflexionó sobre el mundo rural una expresión del liberalismo decimonónico argentino como lo fue Sarmiento. Veamos cuál era el problema con estas grandes unidades productivas.
A su entender, “las tierras sin caminos nada producen”. En agosto de 1857, planteaba que en un país de 9.000 leguas había sólo 4.000 propietarios. No importa si sus números eran certeros o no sino hacia dónde apuntaba: el latifundio era el mayor problema del país. Eran tan grandes y nocivos que resultaba “imposible aplicar a Buenos Aires las leyes que rigen el establecimiento del camino de hierro, mientras haya que atravesar estancias, y esta es la razón por qué las vías de comunicación son pésimas”. Por eso, quien sería presidente en 1868 planteaba “la necesidad de la acción especial del gobierno, es decir, la acción acumulada de todos los ciudadanos para forzar los obstáculos y llevar las vías férreas, a despecho de todos los intereses”. Básicamente, Sarmiento hablaba de la expropiación de tierras.
No fue la única ocasión en que se expresaba sobre el problema de éstas. En el mismo año, el 13 de octubre se explayaba en torno a una Ley de Arrendamientos Públicos que se sancionaría la semana entrante. Allí decía que mientras muchos hablaban de haber estado en Chivilcoy, se jactaba de que “de todas las personas que conocen esa localidad, tengo la pretensión de conocerla mejor”. Planteaba que combatiría cualquier proyecto que entregase poca tierra a los habitantes de la campaña, porque a su entender, en las ciudades, se entregaban pequeños terrenos que se “constituye [en] ratoneras de pobres para lo sucesivo… creando así moradores pobres para toda la vida”. Así, se forjarían “pueblos pobrísimos de un extremo a otro del territorio”, mientras que “para la estancia se han dado posesiones inmensas que han constituido señores feudales”.
Después de haber sido electo en 1868, Sarmiento brindaba un discurso en Chivilcoy el 3 de octubre. Ratificaba que su programa de gobierno era distribuir la tierra en pequeñas parcelas para la agricultura, en contraposición al latifundio ganadero: “Chivilcoy ha probado que se cría más ganado dada una igual extensión de tierra, donde mayor agricultura y mayor número de habitantes hay reunidos… Yo creo que lo que sobra es la tierra, no para la montonera sino para las vacas (…) En Chivilcoy al menos, hemos acomodado unos veinte mil inmigrantes y gauchos vagos antes, sin perjuicio de las vacas y ovejas, para quienes parece que se han dictado nuestras leyes y constituciones (…) Chivilcoy tuvo una ley especial que la distribuyó en proporciones y formas regulares… Les prometo hacer cien Chivilcoy en los seis años de mi gobierno y con tierra para cada padre de familia, con escuelas para sus hijos”.
¿De dónde venían tantas referencias sobre este pueblo de Buenos Aires? A fines de enero de 1851, el Ejército Grande del general Justo José de Urquiza avanzaba sobre el gobierno de Juan Manuel de Rosas. Acamparía transitoriamente en las tierras de Patricio Gorostiaga, un gran propietario de tierras de Chivilcoy. Entonces, el pedagogo de la nación conocería al inquilinaje rural, eso que llamaba “el azote de Irlanda”, quienes le reclamarían a su comitiva contra la introducción de harinas extranjeras.
El 22 de mayo de 1854, unos años más tarde, 361 labradores arrendatarios del distrito remitieron una petición al Poder Legislativo para que promoviese una ley de venta de tierras y se pusiese fin a la cuota a la que estaban sometidos. Sarmiento recordaría que era “una ley denunciado el inquilinato y destruyendo el abuso de que una porción de personas que no habían puesto un real en una gran porción de terreno, estuviesen sacando ciento y tantos mil pesos de renta sin derecho alguno”.
Indudablemente, quien había impugnado en 1845 las masas rurales como pasivas e inertes, sumisas al poder estanciero y expresión de la barbarie, encontraba al caminar la provincia una población que reivindicaba la propiedad de la tierra con mucho lenguaje liberal. Eran agricultores-ciudadanos que demandaban derechos mediante un instrumento de tradición colonial: los petitorios a las autoridades con adhesión de firmas de los vecinos. Ese partido y esa acción colectiva era el modelo de sociedad que imaginaba Sarmiento.
Unas cuantas décadas antes de la irrupción de los chacareros demandando la baja de los arrendamientos en 1912 y la formación de la Federación Agraria, Sarmiento encontraba el inquilinaje como parte de “una cuestión social que empieza a presentarse en Buenos Aires”. Para él, el problema de la propiedad se solucionaba “por el ministerio de la ley o por una revolución”.
Efectivamente, la propiedad de la tierra y el arrendamiento fue y continúa siendo un problema. Atraviesa la columna vertebral de la Argentina. Su proyecto era un campo poblado de familias propietarias. No era errado su diagnóstico. Sin embargo, su pronóstico sobre el impacto de la legislación de Chivilcoy, lamentablemente, no lo sería. Él creía que podía ser capaz de “hacer una revolución completa en este país, iniciando el sistema de hacer que millares de familias puedan cultivar porciones convenientes de terreno para vivir con alguna comunidad”.
La gran paradoja argentina es la cuestión agraria. A más de 200 años de la expansión ganadera y de la constitución efectiva de muchos latifundios como unidades extensivas de explotación, la “gran empresa” que llevó el liberalismo decimonónico (“gobernar es poblar” mediante sucesivas “conquistas al desierto” y desalojos campesinos), terminó forjando un campo sin gente. En Argentina, la población rural en 1980 era de 17%, y en 1990 descendía a 13,10%, para encontrarse en la décima parte del total en 2001. Si puntualizamos en Buenos Aires, por ejemplo, en 2010 era menor de 3%. Siendo benevolentes, una catástrofe. Al menos en términos sociales.
(*) Investigador del Instituto de Historia Argentina
y Americana “Dr. Emilio Ravignani”