Por Armando S. Andruet (h)
En el momento de conocer la información periodística, no parecía razonable para nada: “Organizan fiestas para premiar al primero que se contagia de covid-19”.
Sin embargo, las fuentes eran confiables y no era una más de las tantas viralizaciones que las redes promueven. La habían reproducido diarios de prestigio (al menos El Mundo de España, Clarín de Argentina -https://www.clarin.com/internacional/estados-unidos/coronavirus-unidos-organizan-fiestas-premiar-primero-contagia-covid-19_0_zsd8xjgB1.html-, New York Times de EE.UU.).
La sorpresa concluyó cuando nuestras lecturas terminaron por hacer realidad el primer disparo intelectual que tuvimos cuando conocimos los titulares. Concluimos sin más que la estupidez no es limitada en algunas personas sino que es insondable y las muestras quedan expuestas a la vista de todos, todos los días.
Ya lo había señalado un libro que fue muy conocido algunas décadas atrás y quizás ayudó a que muchas de las personas que lo leímos (recuerdo haberlo hecho sobre mediados de los años 80), nos ayudó a ser algo menos estúpidos. Me refiero a la obra del profesor húngaro nacionalizado británico Paul Tabori, quien en 1964 escribió Historia de la estupidez humana, que editó en nuestro país la editorial Siglo Veinte, en 1966.
Tenía una breve introducción de Richard Armour que comienza así: “Algunos nacen estúpidos, otros alcanzan el estado de estupidez y hay individuos a quienes la estupidez se les adhiere. Pero la mayoría son estúpidos no por influencia de sus antepasados o de sus contemporáneos. Es el resultado de un duro esfuerzo personal”.
No es ésta la ocasión para comentar la obra pero recuerdo al paso que el capítulo VI está dedicado a “La estupidez de la justicia”, que podría ser una sección recomendada para muchos.
Sin embargo ahora, repasando mis subrayados sobre el libro, advierto de que luego de haber hecho enumeraciones de las diversas estupideces que en ámbitos profesionales y ocupacionales se conjugan, dice a modo de cierre su autor: “Pero la estupidez es el arma humana más letal, la más devastadora epidemia, el más costoso lujo” (pág. 28).
En “tiempos pandémicos” como los actuales hemos encontrado ejemplos especiales de la mayor síntesis de la estupidez; mediante la cohabitación deliberada entre el hombre (estúpido) y la enfermedad covid-19.
Como sabemos, en el mundo desde hace algunos meses a esta parte se ha desatado una auténtica carrera de la industria farmacéutica vinculada con los grandes centros de investigación para desarrollar exitosamente la tan ansiada vacuna que ponga límites al covid-19. Cuestión ésta que, si bien podrá tener diversos intereses por detrás (desde económicos a altruistas), lo cierto es que habrá de establecer los resguardos suficientes para los sistemas inmunitarios de las personas. Con ese desarrollo se dará también inicio al trayecto de la convencionalización de la enfermedad en términos generales.
Hasta que ello ocurra, los Estados y las personas nos deberemos mover con la máxima responsabilidad, entendiendo que podemos ofrecer poca resistencia a la enfermedad y que la transitoriedad del estado de gravedad sanitaria nos impone y autoriza a tener que tomar con cierta adaptabilidad de situación normal aquello que definitivamente no lo es. Y por ello, tal como lo hemos dicho ya, es que negamos nombrar la singularidad de nuestro vivir contemporáneo bajo el concepto de “nueva normalidad”, siendo sólo la anormalidad en la transitoriedad de una enfermedad pandémica.
Mas lo leído en los diarios antes citados sobrepasa todo criterio de anormalidad por la enfermedad. Es una extraña confusión de estupidez y relajamiento moral.
Algo semejante -no se me ocurre un ejemplo mejor- a quien juega a la ruleta rusa, que sabemos consiste en un revólver con una sola munición en el tambor, puesto sobre la sien de quien jala el gatillo. Quien vive luego de disparar, habrá de ganar el dinero de la apuesta sobre la mesa. En el suceso que comentaremos no hay revólver ni disparo pero sí dinero y fundamentalmente mucha estupidez.
El estado de Texas, según los últimos datos, es el cuarto más numeroso en contagios en EEUU, 270.000, y las muertes superan 3.500. Sin embargo, todavía hay personas -bastante estúpidas- que consideran que el covid-19 es un invento de los Estados, de los gobernantes o de los medios de comunicación -entre otros efectores mendaces-. Por ello deciden poner a prueba su inmunidad al virus en una fiesta, para la cual todos colocan dinero a modo de entrada.
Como en un buen proyecto experimental, hay también invitados que son positivos de la enfermedad y que se supone muy pocos conocen quiénes son. Con ello, los desafiantes del reto se divierten toda la noche y quizás se enfermen o no.
El premio es para quien sea el primero en reportar que está contagiado de coronavirus, quien se lleva lo recaudado con la venta de las entradas y eventualmente también, por el mismo costo, se puede adjudicar el podio principal que la enfermedad de SARS-CoV-2 puede ofertar, como lo fue para un joven de 30 años de edad quien, luego de estar internado en el Hospital Metodista de San Antonio, falleció.
El joven hizo el relato de lo sucedido a la doctora Jane Appleby (foto), directora médica del nosocomio.
Al menos una persona en Kentucky se contagió de covid-19 después de participar en una “fiesta de coronavirus” con un grupo de adultos jóvenes, según el gobernador Andy Beshear. De las informaciones, todo parece orientar a un grupo de jóvenes universitarios de la ciudad de Tuscaloosa, del estado de Alabama, que habría sido el promotor de las diabólicas como estúpidas reuniones.
Mientras escribo esto pienso en la racionalidad y responsabilidad que todos nosotros colocamos a diario para evitar aglomeraciones, en privarnos de reuniones y tantas otras cosas. Porque tenemos la certeza no sólo de que la enfermedad existe sino de que también, bajo determinadas condiciones de las personas, es muy probable que cause la muerte.
Sin embargo, también he reparado -haciendo abstracción de las metodologías que puedan estar en curso ahora, que seguramente no existían en siglos anteriores- en que los tiempos de las pestes en muchas personas -antes que hoy- promocionan sensaciones de vacío existencial y de muerte casi segura. Quizás por ello a muchas de ellas no les quedaba otra cosa que entregarse al máximo disfrute del placer orgiástico, porque la muerte era un dato de la realidad inmediata.
Así lo relata el propio Tucídides cuando en el Libro II de Historia del Peloponeso, al recordar la epidemia de Atenas del 430 a.C., indicó que el relajamiento moral era notable. “La peste introdujo en Atenas otro tipo de inmoralidades aún más graves; las personas se entregaban al placer con un descaro nunca visto”, afirmó.
De alguna manera, ello es también reflejado por el mismo Giovanni Boccaccio en la introducción de El Decamerón, en el cual dicho autor, como espectador en primera persona de la “Peste Negra” (1348-1352) que asoló especialmente la ciudad italiana de Florencia, relata diez días con 100 cuentos. Que con los diez jóvenes -siete mujeres y tres hombres- se contaría cada día, para con ello refrescar su dolor por la epidemia y dibujar detrás de muchos de los cuentos diversas fantasías eróticas.
En los dos casos está la pandemia, en ambos el núcleo central es la huida que el hombre realiza de la enfermedad, ya sea por el desenfreno de la lujuria o por la sublimación de la belleza poética. Pero, en realidad, lo que ahora conocemos por los periódicos no es la fuga de la enfermedad sino lo contrario. Esto es, ir a su encuentro como si ella fuera inexorable o inexistente, lo cual resulta inexplicable en cualquiera de los extremos.
En realidad, tal cuadro biográfico ante la enfermedad del covid-19 en estas personas que salen a su encuentro, desafiando con su juventud el ejército del virus que está presto para apoderarse de los cuerpos, parecen encarnar una especie invertida del “ars moriendi” (arte de morir) del bajo medioevo, que era la forma posible en que el propio hombre, a veces en su lecho de enfermo, podía subvertir su historia negativa del pasado, encontrando la redención necesaria y, con ello, reinventar su misma historia individual de pecador.
Los jóvenes de las “fiestas del coronavirus” inauguran un estúpido modo de “ars vivendi” (arte de vivir) que intenta desafiar, lo que no siempre está permitido, las reglas del sentido común. Las estadísticas epidemiológicas que indican que los jóvenes no son quienes más mueren por covid-19 son reales, pero ello no implica que algunos no puedan morir.
Nadie puede sentirse completamente inmune ante la pandemia. Creerlo, tal como advertimos a nuestro alrededor, permite darles crédito a las últimas palabras del párrafo final de Tabori: “Fin… pero la estupidez humana no tiene fin”.