Por Sergio Castelli* y María Constanza Leiva**
En el mercado es usual que nos encontremos con productos que traen consigo una “denominación de origen” o “indicación geográfica”. Legalmente, podemos decir que la denominación de origen viene a ser el nombre de una región, localidad o área del territorio nacional, debidamente registrado, que sirve para designar un producto originario de ellos y cuyas características se deben esencialmente al medio geográfico al que hacen referencia, ya sea por los factores naturales, como el clima, flora y fauna nativa, o también, por los factores humanos, como ser una práctica nativa.
Cuando nos referimos a la indicación geográfica, entendemos por aquella la que identifica a un producto como originario del territorio de un país, o de una región de ese territorio, porque determinada calidad del producto es atribuible fundamentalmente a su origen geográfico.
La principal ventaja de que un producto pueda contar con la “denominación de origen” o la “indicación geográfica” es la de garantizar a los consumidores cierto “sello de calidad”, que les agregan un plus de valor a los productos al momento de la comercialización, manteniendo determinadas características específicas e irrepetibles, por el hecho de provenir o ser producido en determinada región o bajo peculiares procedimientos, o por la calidad de la materia prima.
Ahora bien, cuando no se lleva un uso apropiado de las indicaciones geográficas o denominaciones de origen, se corre el riesgo de que se transformen en nombres genéricos, es decir, aquellos que se asocian a un producto con ciertas características, pero sin relación alguna con su origen geográfico, lo que por cierto, ya ha sucedido con muchos productos alimenticios que se han expandido en el mercado mundial y que el uso común los ha convertido en la identificación del producto particular, generando incluso que muchos consumidores siquiera tengan conocimiento de que inicialmente el nombre de dicho producto hacía referencia a su lugar de origen.
Un claro ejemplo de esto es el famoso “Roquefort”, que nació como una variedad de queso producido con leche de oveja coagulada procedente de Roquefort-sur-Soulzon, en Francia, donde se recolectaba la leche para producirlo.
Pero, con el correr de los años, la denominación se asoció fuertemente con el producto y paso al uso común, por lo que en la actualidad no garantiza que provenga de dicha región, sino que es utilizado como el “nombre” de dicha variedad de queso.
Otro caso es el del “Champagne”, que en realidad es un tipo de vino espumante, elaborado conforme al método “Champenoise”, en la región de Champaña, Francia.
En este contexto, nos encontramos con que la Unión Europea ha solicitado la protección de una extensa lista de nombres de quesos producidos y exportados por nuestro país. Entre ellos, encontramos un sinnúmero que en los hechos han pasado al uso común por su empleo habitual a lo largo de los años, con lo cual los consumidores argentinos identifican a los productos, independientemente de sus lugares de origen. Por lo tanto, vemos que estamos ante denominaciones geográficas que han perdido completamente su carácter de tal, y obligar a la protección de dichos términos genéricos como indicación geográfica, significaría para nuestro país al menos una complicación, ya que cuenta con más de 700 industrias que elaboran alguno de los quesos comprendidos en la lista… ¿Tendremos que encontrar una alternativa para llamar al Gruyere?
* Agente de la propiedad industrial. ** Abogada