La depresión económica mundial, especialmente la que sufre Europa, no sólo repercute en los bolsillos y en el ánimo de quienes la padecen: está haciendo mella en los valores democráticos. Ha permitido el retorno de la extrema derecha y su predilección por los modelos autoritarios y mesiánicos. América Latina -que ya probó el camino del ajuste- ha demostrado que, privilegiando los intereses populares, los resultados han sido mucho más alentadores.
A finales de 2009, con la llegada del socialista Yorgos Papandreau al gobierno de Grecia, se transparentó la real situación de ese país: el déficit presupuestario, que había sido estimado en 3,7%, era en realidad de 12,7%, mientras que el ratio deuda pública/PIB se ubicaba alrededor de 114%, cuando se había anunciado un nivel sustancialmente inferior.
Además de la falta de transparencia en las cuentas públicas, el dato era que Grecia había receptado cuantiosos fondos provenientes de países en desarrollo que, en un contexto de crecimiento, buscaban rentabilidades para sus excedentes superiores a las tasas que pagaba el Tesoro estadounidense y que, por intermedio del sistema financiero, fueron invertidos a un riesgo extremo, poniendo este país en una situación de virtual cesación de pagos.
Como la de Grecia, experimentaron situaciones similares Portugal, Irlanda y España, los no muy célebres integrantes del grupo denominado PIGS.
Así, ante los concretos indicios de que este grupo de países (entre otros) tendría serias dificultades para atender sus obligaciones, comenzó a operar el “efecto contagio”, propio de la globalización financiera mundial. Para reforzar la tendencia, las calificadoras de riesgos rebajaron las notas de estos países, lo que ocasionó una estampida de inversionistas y el fin de las diversas burbujas generadas, vaya casualidad, por las entidades financieras propietarias de estas calificadoras que ahora desaconsejaban poner dinero en los estados caídos en desgracia. Nada más cercano a una negligente contradicción de la que nunca los banqueros se ocuparon de dar alguna explicación convincente.
Hoy los bancos y la corporación financiera internacional están presionando fuertemente a los países deudores para que apliquen paquetes de ajuste que les aseguren cobrar una deuda exorbitante de la que fueron tan culpables como los tomadores, sin reparar en las consecuencias sociales y económicas que ello implique. La experiencia indica que esto comprometerá aún más las perspectivas de crecimiento económico de los países deudores, con lo que cabría preguntarse ¿de dónde saldrá el dinero para abonar amortizaciones e intereses? ¿es ético exigir a una nación y a sus ciudadanos pagar una apuesta que se sabía de antemano que era ultraarriesgada?
Se calcula que 19 millones de trabajadores europeos viven en el umbral de la pobreza y que casi 80 millones de ciudadanos se encuentran en grave riesgo de caer en la exclusión. Y mientras la actividad se contrae, la demanda laboral se restringe aceleradamente. En este escenario, los gobernantes se ven ante un dilema: o ceden a la presión de los capitales o atienden las necesidades de los ciudadanos que los votaron para ocupar el lugar en el que están.
En América Latina se han probado ambos caminos. Los del ajuste a toda costa causaron tensiones sociales de tal magnitud que terminaron cobrándose vidas y gobiernos, poniendo la misma democracia en verdadero peligro. En cambio, cuando se privilegió los intereses populares, incluso con default y quitas de deudas en el medio, los resultados han sido mucho más alentadores.
La depresión económica mundial, especialmente la que sufre Europa, no sólo repercute en los bolsillos y en el ánimo de quienes la padecen: está haciendo mella en los valores democráticos.
El lobby del ajuste, ante el cual han sucumbido hasta administraciones progresistas, como la de Rodríguez Zapatero en España, y sus exigencias de más y más austeridad, han generado reacciones sumamente negativas, incluso en países que fueron considerados modelos de democracia y estado de bienestar, como Finlandia. Y esto le ha abierto la puerta al retorno de la extrema derecha y su predilección por los modelos autoritarios y mesiánicos. Probablemente, de seguir este derrotero, veremos cómo afloran a lo largo de dicho continente una sucesión de “muros de Berlín” comerciales, sociales y culturales. Necesitamos recuperar los valores de la libertad, la igualdad de oportunidades, la solidaridad, la unión de los pueblos y las culturas, para que la democracia pueda aportar las soluciones a los problemas fundamentales de la humanidad, desde la “crisis” europea y norteamericana hasta las verdaderas y lacerantes calamidades, como el hambre y el SIDA en África o la extrema desigualdad latinoamericana, entre otras.
Es necesario para ello perder el miedo que infunden los agoreros financieros, para quienes una caída de los mercados sería el apocalipsis. ¿Qué opinarán acerca de ello en Ruanda, Birmania o Haití? Quizás nada. Allí el oficio de sobrevivir deja poco tiempo para analizar la marcha de las finanzas y el comportamiento de las bolsas mundiales.
Por Juan Manuel González – Miembro del Centro de Estudios para el Diseño y Aplicación de Políticas Públicas (Cedapp)