Murió por un disparo en la espalda al salir de una función de cine, el 28 de febrero de 1986. Nunca se supo quién lo mató aunque la fiscalía indicó un nombre producto de un suicidio conveniente. Ese día no solo se segó la vida de un gigante que gobernaba un pequeño e influyente Estado europeo sino la de uno de esos grandes forjadores de la paz que fueron capaces, a yunque, fragua y martillo, de frenar los ímpetus imperialistas de las mayores potencias del mundo.
La noticia del asesinato del primer ministro sueco, Olof Palme, conmocionó a la humanidad. Córdoba Libre se estremeció en sus vertebras más sensibles. Un puñado de hombres y mujeres, librepensadores todos, lejos de los boatos oficiales, se convocaron al pie del retoño del roble de Gernika para celebrar su memoria y renovar votos y compromisos con la paz y la libertad.
La ceremonia fue simple. Desprovista de todo protocolo. A propuesta de un sobreviviente del campo de concentración de Auschwitz se entonó, como mejor se pudo, el Himno de los Partisanos a la espera de la palabra de un viejo maestro que reflexionó sobre la ironía de la muerte; sobre las paradojas del destino. Esta vez, especialmente, sobre la de un hombre obsesionado por el desarme nuclear que muere acribillado a balazos.
Los viejos cronicones que pueblan mi escritorio narran que, en diciembre de 1985, Palme había pronunciado su habitual informe sobre política internacional ante los miembros del Instituto Internacional de Estocolmo de Investigación para
la Paz (Sipri, por sus siglas en inglés). Allí puntualizó los cinco temas que resultaban de importancia capital para la seguridad mundial: el rearme nuclear; la situación política social de los países pobres y endeudados; la destrucción del medio ambiente y los crimines ecológicos; los derechos humanos y las tensiones que golpean las relaciones internacionales, y el derecho internacional.
Palme estaba convencido de que “si se persigue la actual carrera armamentista en el mundo la situación de pobreza y el rearme nos conducirán irremediablemente a una nueva guerra mundial”. En una época en la que abundaban las visiones apocalípticas y ni siquiera éstas son suficientes para proporcionar las dimensiones de una hecatombe mundial, Palme hacía uso del característico pragmatismo sueco porque el desarme atañe no sólo a las grandes potencias.
“Una guerra atómica -dijo entonces- traería consigo el invierno nuclear, que -entre otras cosas- ocasionaría una disminución de entre cuatro y cinco grados en la temperatura de nuestro planeta. Esto limitaría drásticamente la producción de cereales y pasturas. De esta manera, la guerra nuclear cobraría más vidas en países como India -por medio de la hambruna que no tardaría en sobrevenir- que en Estados Unidos o la Unión Soviética”.
Con respecto al problema de la pobreza y el endeudamiento, el primer mandatario sueco aplicaba un razonamiento semejante. Palme creía que “la situación de pobreza extrema conducirá a una profunda crisis si los grandes países industrializados no se embarcan en una política económica de expansión, que es perfectamente posible. Seis años atrás nos preguntábamos con otros miembros de la Comisión Brandt si Estados Unidos dejaría ir primero a la quiebra al Chase Manhattan Bank o a Brasil. Indudablemente, los años no pasaron en vano, porque hoy Estados Unidos se ha dado cuenta de que no puede permitir la quiebra ni de uno ni del otro”.
Palme, quien detestaba la ostentación de poder y el uso de los dineros públicos para su protección personal, murió sobre el suelo de una calle cualquiera del centro de Estocolmo. Lo habían matado a traición.
En ese mismo instante comenzó una formidable investigación que obsesionó por siempre a los suecos. Una investigación llena de torpezas, plagada de sospechosos, falsos culpables; incluso aparecieron -a cada paso- teorías conspirativas que indicaban la existencia de oscuros complots y laberintos que buscaban acabar “con el incómodo mandatario socialdemócrata sueco”. ¿Y si fue un lobo solitario?
La investigación sobre el asesinato de Palme corrió la misma suerte que la de todos los magnicidios. Nadie encontró el arma del crimen, “y las balas (la que mató a Palme y un segundo disparo, dirigido a su mujer Lisbet, que apenas la rozó) las encontraron ciudadanos comunes y corrientes en la zona durante los dos días siguientes, ya que el cordón del perímetro establecido de investigación fue muy pequeño”.
Tampoco se bloquearon las calles adyacentes, no se declaró el estado de alarma hasta varias horas después y nunca se cerraron fronteras para intentar evitar que los culpables huyeran del país. El primero (y único) sospechoso en firme arrestado por la policía fue condenado a cadena perpetua, luego levantada por el Tribunal Supremo por falta de pruebas. Una investigación posterior apuntó que agentes policiales habían sobornado a testigos y “peinado’ las declaraciones en el expediente”.
¿A quién benefició tamaña torpeza?¿Las mismas ineptitudes, impericias y operaciones se montaron alrededor de las muertes de John F. Kennedy, su hermano Robert y el fiscal Alberto Nisman?
Fue, me cuentan, el sueco más amado y más odiado jamás. Palme fue primer ministro en dos ocasiones, entre 1969 y 1976 y entre 1982 y 1986. A lo largo de su carrera política, el socialdemócrata se hizo de muchos enemigos, tanto dentro pero especialmente fuera de su país. Quienes alimentaron durante años las teorías de un asesinato por encargo de un poder internacional, perpetrado por la extrema derecha sueca, la Unión Soviética, el régimen del apartheid sudafricano, Estados Unidos y la CIA, independentistas kurdos del Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK), las escuelas de mercenarios del norte de África, elementos residuales de las Brigadas Rojas… y la lista es interminable.
Fue siempre “El Campeador”. Marchó al combate envuelto en su coraje civil y su empaque de ciudadano del mundo. Cuando el mundo era un polvorín se dispuso a parar la guerra entre Irán e Irak. Los mercaderes de la muerte lo odiaron. Trepó a cuatro buques armados por los traficantes ilegales de armas y los entregó en custodia a Naciones Unidas.
Los suecos lo recuerdan como un reformista nato. Definió los perfiles que distinguen la democracia escandinava y se transformó en el arquitecto de la Suecia moderna. Palme, insistimos, fue un firme defensor del desarme, la paz y los derechos humanos. Aplicaba esas políticas, abriendo las fronteras de su país a refugiados políticos tanto de Estados Unidos como de otros rincones del mundo.
Crítico con las dos grandes potencias mundiales del momento, Estados Unidos y la Unión Soviética, el mandatario sueco reprobó la política exterior estadounidense, especialmente la Guerra del Vietnam; criticó la invasión soviética de Afganistán y Chechenia, instó a la desnuclearización, fue firme en la condena de la carrera armamentística de EEUU y la URSS, y condenó con dureza el apartheid sudafricano.
La presión de Palme para que Naciones Unidas impusiera sanciones a Sudáfrica fue feroz. Así como incesante su campaña internacional para que el mundo se uniera al boicot contra el régimen racista de Pretoria.
También se encargó de molestar, y mucho, al régimen de Francisco Franco y a la iglesia Católica. En octubre de 1975, salió a las calles de Estocolmo alcancía en mano para recaudar fondos “por la libertad de los españoles”. Las imágenes dieron la vuelta al mundo justo cuando el régimen franquista fusilaba a los últimos condenados a muerte en juicios amañados. Los muertos fueron tres miembros del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP) y dos de ETA.
Los sectores antidiluvianos del catolicismo español cantaron misas para “reclamar al Altísimo por la muerte del réprobo”.
Ésta es la verdad histórica y éste el Olof Palme que pretendemos recordar. El debate está abierto y la polémica aceptada.