Por Luis Carranza Torres* y Carlos Krauth**
No vamos aquí a comentar respecto del resultado electoral. O sus consecuencias, que parecen sucederse minuto a minuto. Se ha dicho mucho ya al respecto y se seguirá diciendo. Preferimos reflexionar sobre otra arista que no vemos muy comentada o analizada. No en cuanto a sus implicancias o cómo salir de ella.
Al igual que con las PASO, en los días previos a la elección del pasado domingo se repitieron una serie de conductas sociales que no son sino síntomas de un problema mucho mayor del cual casi nadie quiere hacerse cargo.
Dólar rebotando diez pesos arriba, gente haciendo cola para comprar elementos de construcción o retirando plata de los bancos. Proveedores que no daban precios ni cerraban pedidos para el lunes posterior.
Como siempre, pero de forma más marcada que nunca, la inseguridad y el temor “a lo que vendrá” se apoderó de la gente.
¿Por qué será que un acontecimiento social y político tan trascendente para la vida de todos nosotros se transforma en corridas, angustia, enfrentamientos, etcétera? No discutimos que la posibilidad de que cambien las autoridades genera lógicamente expectativas e incertidumbre. Pero si llegar al extremo al que llegamos en el que, por ejemplo, los precios suben “por las dudas” o la compra de dólares se acentúa porque no se sabe qué pasará con la economía… La actividad judicial entra en una especie de impasse, y cualquier decisión que se tome (hablamos de causas con relevancia política) es tachada de parcialidad por los ciudadanos. Así podríamos seguir, hasta el infinito, enumerando situaciones.
Es cierto que en estas elecciones el contexto internacional, fundamentalmente latinoamericano, no ayuda mucho. Veamos lo que pasó en Ecuador, Bolivia o Chile. Ni hablar de Venezuela. Sin embargo, estamos convencidos de que nuestros candidatos y autoridades colaboran desde adentro para generar el mal clima.
Cada uno parece ser el que viene a salvarnos de los demás que son los malos. Si seguimos esa lógica todos serian malos, ¿no? Y tal vez el origen de eso sea nuestro descreimiento por la institucionalidad. Un sentimiento que ha sido funcional a cierta clase política que ha tomado al Estado como productor de puestos públicos de lujo, por decir lo menos. Y en un ámbito para enriquecerse a costillas de lo que es de todos, para decir lo más.
El espíritu de servicio no se aprecia frecuentemente en quienes deberían tenerlo. Sí, en cambio, sin distinción de facciones o colores se observa un marcado crecimiento personal que luego, por lo general, no se concreta en las acciones de gobierno. Se ve, sí, bastante vanidad, mucha chicana, mucho comentario tan ingenioso como desprovisto de cualquier bagaje profundo. El discurso político se transforma entonces en una charla de adolescentes soberbios.
Creer que quien nos va a salvar es un determinada persona y no el seguir las reglas institucionales (que las autoridades deben ser los primeros en seguir, obviamente) entendemos que es una de las principales causas de por qué nos va cómo nos va.
En lo jurídico específicamente, hablar de cambios en la Constitución (cuando ello debería ser generado por medio del consenso democrático de los ciudadanos) o criticar las decisiones de los jueces afirmando que se revisaran sus sentencias, indudablemente genera una gran inseguridad. Lo mismo, de parte de la Justicia: apurar resoluciones o demorar otras que en tiempos “normales” se dictarían tampoco son conductas que colaboren a la normalidad.
La gente reacciona como reacciona porque tiene memoria. Por las veces que los defraudaron antes, de una u otra bandería. Porque entiende, mejor que sus dirigentes, que no puede cambiarse todo en un instante. O que siempre todo esté en discusión conforme al que está “arriba”. O porque constata que la seguridad jurídica no existe o aparece de a ratos y siempre tímidamente.
Ésas son las cuestiones a solucionar. Y, junto con la pobreza estructural, el principal debe de toda una clase política. Esa que, tras varias décadas de democracia, esconde la cabeza a las cuestiones principales que deben darle sustentabilidad.