Por Cristian Miguel Poczynok (*)
El 28 de agosto de 1973, el padre Carlos Mugica presentó su renuncia como asesor del entonces Ministerio de Bienestar Social, ante una asamblea del Movimiento Villero Peronista (MPV). En voz alta y ante una multitud, expuso sus diferencias con la política de vivienda de aquel entonces y su preocupación por dos problemas que lamentablemente habían llegado para quedarse en el país: el desempleo y la construcción por contratistas de las viviendas populares. Al día siguiente abandonaría su cargo de asesor ad-honorem.
Los hombres y las mujeres que lo escucharon probablemente sabían lo que vendría a continuación. El episodio fue un acto de respaldo a la decisión, determinada por un colectivo político, y la filmadora registró las palabras pronunciadas como si se tratara de la voz de las barriadas. En esa asamblea se decidió si el pueblo villero aceptaba la renuncia. Desde el escenario, con un micrófono sin atril y una veintena de militantes detrás suyo, Mugica dio lectura a unos párrafos pensados, masticados y redactados previamente. Es verosímil pensar que la decisión fue tomada en la compañía de cercanos en el marco de alguna reunión.
Dijo entonces: “Discrepando fundamentalmente con la política del Ministerio de Bienestar Social, con relación a las villas, ya que se les niega a los compañeros villeros toda participación creadora en la solución de sus problemas”. La frase friccionó con el lema de la bandera que pinceló el fondo, hacia donde miraba la multitud. “Movimiento Villero Peronista” en la primera línea y “La toma del poder” debajo.
Unos días más tarde, en virtud de que el genocida ex ministro de Bienestar Social, José López Rega, lo acusó de corrupción para deslegitimar su apartamiento, Mugica brindó una entrevista a la Televisión Pública. Con calma, el ya ex asesor lamentó la difamación, invitó a que se leyera el expediente con las rendiciones de cuenta realizadas y reafirmó su continua lealtad a Juan Domingo Perón, su convicción peronista y su adscripción a la esperanza y sentimiento popular respecto del gobierno naciente.
Sin embargo, expresó que discrepar políticamente no era sinónimo de enfrentamiento y que lo único que podría favorecer a un gobierno del pueblo era un movimiento crítico que dijera siempre la verdad, sin que mediaran obsecuencias estériles.
En cierta manera, la renuncia intentó generar un impacto político de magnitud para cambiar la naturaleza de la política pública sobre hábitat y vivienda. El Plan para la Erradicación de las Villas de Emergencia (PEVE) había sido enarbolado por el gobierno de Arturo Illia, llevado adelante con ímpetu por la dictadura de Ongania y puesto en tela juicio en la “primavera camporista”. Cabe señalar que continuaría su existencia con diversas denominaciones -como Plan Alborada o Plan Islas Malvinas, durante la última dictadura cívico-militar-. En su aspecto más básico, el PEVE apuntaba a construir viviendas sociales. Pero es necesario poner en entredicho las diversas concepciones y la naturaleza de su ejecución, según se trate de uno u otro gobierno. Caso paradigmático el de Guillermo del Cioppo, titular de la Comisión Municipal de Vivienda de la ciudad de Buenos Aires, del intendente de facto Osvaldo Cacciatore, quien en 1980 expresó con vehemencia lo siguiente: “Hay que hacer un trabajo efectivo para mejorar el hábitat, las condiciones de salubridad e higiene. Concretamente: vivir en Buenos Aires no es para cualquiera sino para el que la merezca, para el que acepte las pautas de una vida comunitaria agradable y eficiente. Debemos tener una ciudad mejor para la mejor gente”.
Volviendo al MVP, cabe recordar que había crecido exponencialmente entre octubre de 1973 y enero de 1974, fechas en que se realizaron el primero y el segundo congresos nacionales villeros. A tan sólo ocho días de la asunción del general Perón, en el debut en Santa Fe participaron 365 asentamientos populares de todo el país, mientras que en enero alcanzaron más de 500 representaciones. Entre los puntos programáticos que se plantearon estuvo la creación de “Empresas Populares” que tuvieran el objeto de generar un “ahorro al país” mediante la “eliminación de intermediarios”, lo que no hacía más que aumentar el costo de las construcciones. La mano de obra del plan serían los desocupados de las villas miserias quienes, bajo una lógica de autoconstrucción y cooperativismo, forjarían los mejoramientos habitacionales y nuevas viviendas, moldeando cimientos de dignidad con sus propias manos. Para ello reclamaron una política de tierras que implicara la entrega en propiedad de las viviendas para las familias que residían en ellas.
La lectura del padre Carlos Mugica durante su renuncia el 28 de agosto de 1973 expresó claramente este planteo: “Que el hecho de que las mismas casas sean construidas por los villeros con la colaboración técnica y financiera del gobierno del pueblo es una forma concreta de economizar dinero, de eliminar intermediarios y contratistas que a veces se llevan la parte del león”.
Las discusiones sobre políticas de Estado se resolvieron cruenta y sangrientamente, con el exterminio y la erradicación de militantes políticos que pensaron de algún modo una patria con mayor justicia social.
A Carlos Mugica lo asesinaron el 11 de mayo de 1974. Tras ello, los planes de hábitat y urbanización resultantes buscaron desguazar las organizaciones y recrear cultural y arquitectónicamente un modo de existir, que implicaba la delimitación de los espacios de sociabilidad y desarrollo de la vida de los humildes en las condiciones indicadas por los gobiernos militares.
Casi medio siglo más tarde, con bloques de cemento de magnitudes inverosímiles, es necesario rememorar y resignificar, lamentable pero esperanzadoramente, la experiencia de casi tres generaciones de los barrios populares. La situación se ha deteriorado en forma exponencial en los últimos 20 años. Lo que fue una novedad a fines los 60 se convirtió en una característica estructural de Argentina. Quienes fueron comprendidos meramente como desocupados construyeron sus propias herramientas de organización e institucionales, las cuales hoy resulta prioritario apuntalar para forjar con audacia y honestidad nuevas soluciones a viejos y cada vez más profundos problemas.
Hoy hay 4.416 barrios populares y 925.000 familias que encuentran vulnerados, prácticamente desde que nacieron, sus derechos constitucionales a una porción de tierra, a un techo que resguarde el hogar y a un trabajo que dignifique el ser. Prácticamente la mitad de las barriadas fue el resultado de la exclusión que generó el desplome del modelo neoliberal en 2001. El déficit habitacional en el país asciende a más de 3.500.000 viviendas y año tras año se incorporan decenas de miles.
La participación de las organizaciones populares en los proyectos de hábitat, reurbanización y construcción de la infraestructura social no puede ser más puesta en entredicho. La necesidad de trabajar en el contexto de una cuarentena ante la pandemia, de cuidar la vida del pueblo y de que el barrio tenga las herramientas para cuidarse a sí mismo requiere la puesta en valor de la legislación reciente forjada por la experiencia que hasta ahora, a juzgar por la falta de financiamiento, fue letra inerte.
Casi medio siglo más tarde, decimos tal vez haya llegado la oportunidad histórica, en el marco de esta crisis mundial, de rememorar las palabras de renunciamiento de Carlos Mugica y así comenzar a resolver “la parte del león” que se llevaron los intermediarios del techo de las familias humildes de la Argentina. Es acuciante la necesidad de una solución entre todos y que una política de Estado se implemente en unidad entre las representaciones políticas, teniendo como horizonte la complementariedad de la experiencia del pueblo, de los técnicos y los profesionales, como también de las empresas constructoras. Un fondo extraordinario para la economía popular es el paso necesario para subsanar los dolores de la memoria y las esperanzas de un pueblo.
(*) Subsecretario de Hábitat de la Municipalidad de Lomas de Zamora (Buenos Aires)