Por Elba Fernández Grillo *
Hace pocos días, en una reunión familiar junto a primos de mi misma edad, nos reíamos recordando historias familiares y sobre todo esos mandatos que los mayores se encargaban de instalar en las mentes de los más jóvenes. Entre los más destacados, aquel que “se podía ser cualquier cosa: obrero, profesional, comerciante, independiente, pero nunca un vago”. No desarrollar eficientemente algún trabajo era motivo de descrédito y exclusión. Así mi madre, que siendo hija de inmigrantes sicilianos y por ende familia aglutinada -en las cuales ciertas cuestiones culturales eran leyes- y siguiendo este precepto, nos inscribió desde jardín de infantes hasta quinto año de la secundaria en el turno mañana, cosa de ir acomodando la mente y el cuerpo a producir desde tempranito. Hoy, con algunos años de profesión, no me he podido desvincular de este concepto y mis horarios para mediar son siempre por la mañana. Más aún, tengo la percepción de que en estos horarios todas las personas están más capacitadas para trabajar en mejores opciones, más creativas o mejor negociadas.
Tiempo atrás, trabajando con mi compañera habitual, nos encontramos en una mediación familiar con una pareja de alrededor de unos 30 años, quienes una vez que escucharon nuestro relato acerca de las características del procedimiento, comenzaron a increparse indefinidamente. Ese discurso de agresiones, nosotras, las mediadoras, lo interrumpíamos con intervenciones que trataban de normalizar algunas de las expresiones vertidas por ellos. Al tratar de convertir en “normales” esos reclamos que son descalificatorios, lo que hacemos es desdramatizar el relato. Generalmente son aspectos que están emparentados con formas culturales acerca de los horarios para comer, dormir, hábitos de limpieza o trabajo o sociales. En este caso no podían escuchar nuestras expresiones; la disputa, el interpelarse, era lo más importante.
A veces los dejamos que por unos minutos continuaran, tratando de descubrir algo en su discurso que los sacara de esta mecánica y, en este caso, a pesar de ser la primera de la mañana, fue mi compañera quien -cansada ya de escuchar tantas expresiones negativas- en un silencio, me mira y me pregunta: “Che, ¿nosotras hacemos trasplante de cerebro?”. Y como la mediación es un verdadero sistema conformado por partes y mediadores, yo le contesté: “No, trasplante de cerebros no hacemos ni tampoco milagros”. Estas palabras causaron risa en los cuatro, fundamentalmente a la quejosa pareja.
Desde entonces con mi colega co-mediadora incorporamos, entre las herramientas de intervención, algunas frases de humor. Cuando se trabaja con relatos, que a su vez son únicos e irrepetibles, se maneja un espectro de alternativas de comunicación, entre los cuales los mediadores analizarán cuál aplicar para modificar esa narrativa. A veces es bueno el silencio, otras la pregunta, otra la separación de las partes y la escucha de cada uno de ellos y, como en el caso narrado, una cuota de humor para modificar la dinámica establecida por ellos.
Luego de esta intervención logramos con mi compañera que depusieran las armas, que comprendieran el daño que causaban a sus hijos con este trato, que se hicieran cargo de que no sólo se habían elegido como pareja sino que -además- tenían tres hijos que necesitaban de estos padres para continuar la vida.
Reflexionamos juntos sobre este bagaje de experiencias que los padres depositamos en nuestros hijos, tal cual una mochila con la cual cargarán para siempre. Que estas vivencias no pueden ser reemplazadas por ningún relato que atenúe el impacto de la violencia verbal. Que estas actitudes frente a cada uno y hacia los otros les determinarán una manera de transitar la vida, de vincularse. Y como la mediación es un sistema conformado por ellos, las partes, y por nosotros, los mediadores, volví entonces a recordar mis mandatos familiares.
* Licenciada en Comunicación Social – Mediadora