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Los Palos en la frontera

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Por Edmundo Aníbal Heredia (*)

Llegué a Palos de la Frontera con ansiedad, anhelando conocer el punto exacto de la ribera del río Tinto de donde salieron las tres carabelas. Pregunté a vecinos del pueblo pero recibí respuestas diversas, sin que nadie me asegurara cuál fue el lugar exacto. Algunos aventuraron un punto más o menos preciso, otros me decían “fue por ahí nomás”. El mejor informado dijo que no sabía porque nadie había podido determinar ese lugar con exactitud; lo cierto es que no quedan rastros del puerto o embarcadero de la partida de aquel viaje que inauguraría una etapa de la humanidad.
En parte, la incertidumbre se debe a que cinco siglos atrás el mar se introducía conformando una ría y hoy el Tinto, cuando pasa por el pueblo, es totalmente fluvial.
Acontecimiento tan trascendental permanece con esta incógnita, del mismo modo que no se sabe exactamente cuál fue el punto de arribada, dando lugar así a distintas especulaciones. A mí me seducen estas imprecisiones, porque hacen la historia más atractiva e interesante. Tanto como lo es la imprecisión del lugar de la Mancha de donde partió el Quijote en la otra gran aventura, lo que me provocó que lo leyera con la atención puesta en encontrar la clave que Cervantes no quiso revelarnos, su primera genialidad para motivar nuestra curiosidad y en especial la de todos los manchegos.
Luego de mi infructuosa búsqueda me conformé con el hallazgo de un maderamen casi podrido, que con toda evidencia había oficiado, alguna vez lejana, de una elemental terraza de acceso a un navío. Decreté personalmente, sin escribano que me asistiera, que ése era el lugar. Tomé un par de fotografías y me sentí un nuevo y tardío descubridor, un nuevo Cristóbal. Fue mi primera impresión del llamado descubrimiento, pero luego se sucedieron otras imágenes que no puedo ocultar ahora; después de todo, ha pasado mucho tiempo.
Desde ese imaginado punto de partida, ya no fue una incógnita para mí llegar a la Fontanilla, kilómetros más adelante, donde llenaron toneles de agua dulce para saciar la sed durante la travesía de ese desierto que forman esas otras aguas, y finalmente a la Rábida, donde bajaron todos -porque necesariamente todos eran cristianos- y allí rezaron y rogaron a aquel misterioso, oculto y solitario ser, el que todo lo puede, para que los protegiera durante los avatares de la gran aventura hacia lo desconocido. Sus mujeres, más creyentes aún, quedarían rezando y rogando al ser misterioso que devolviera pronto a sus intrépidos compañeros para que continuaran calentando sus hogares.
En la capilla me pareció ver que sus rostros revelaban esperanzas e ilusiones, pero también comprensibles temores, quizá porque entre esos cien rudos e ingenuos marineros aún había algunos que porfiaban en creer que el planeta no era redondo, que era plano como una tortilla o que terminaba en un abismo insondable, o aun los que creían que la tierra estaba sostenida en el aire por una gigantesca tortuga. De todos modos, habían optado por lo ignoto porque les parecía preferible eso que el triste destino a que habían sido condenados.
Orientado por un diligente fraile franciscano, contemplé el mar infinito desde una ventana del convento y vi -lo vi con mis propios ojos, lo afirmo sin dudas- mecerse entre las olas a las tres cáscaras de nueces hasta desaparecer en el horizonte, luego de orillar la isla vecina. Cómo no las iba a ver, si las había dibujado varias veces de niño, con los doce lápices de colores, cuando en la escuela cada 12 de octubre nos pedían una composición alusiva. Los barquitos ya los tenía introducidos en la cabeza y sólo tuve que sacarlos de la memoria para ponerlos a andar sobre las aguas.
Y entonces sentí profundamente que estaba reviviendo el comienzo de otra historia. Los habitantes de Palos, los palermos, deben estar satisfechos de esa historia. Así lo muestran muy convencidos, como que el escudo del pueblo dice que es “la cuna del descubrimiento”.
No todos los americanos deben estar de acuerdo con el honorífico título, porque la cuna es el símbolo del amor y la ternura con que deben ser cuidados los nuevos seres que llegan a este mundo y ése no fue el caso; y porque los habitantes que ya estaban en América bien pudieron decir, al verlos desembarcar, que en aquel encuentro ellos habían sido descubridores de los palermos, tanto como de los que vendrían detrás de ellos con sus animales gigantescos y con sus armas que disparaban fuego. En efecto, ahí comenzó otra historia. Otra historia para Europa, para América y para el mundo.
Dicen que el realismo mágico nació en esta América profunda y que sus creadores se inspiraron en el Caribe, en Aracataca, en los cañaverales o en los algodonales del trópico. No lo pongo en duda, pero creo también que el origen más remoto pudo haber sido allá, frente a la ría del Tinto, transmitido inconscientemente y sin saberlo por un puñado de rústicos marineros, quizá iletrados, que partieron desde Palos de la Frontera hacia lo desconocido. De alguna manera, esto también tendría que estar representado en su escudo y sería su mérito.
Las alegorías, intemporales, surgen solas para representar el drama de esta historia. Del origen, el río Tinto (¿tinto de la sangre de la conquista?). Del punto de la partida, el desaparecido Puerto de Palos (¿palos por los golpes que recibieron los conquistados de los conquistadores?)
De la frontera, porque ahí terminaba Europa y comenzaba otro mundo que no era prolongación de Europa.
Era un mundo nuevo, el de Prometeo, el que aún muchos americanos siguen esperando desvelados.

(*) Doctor en Historia. Miembro de número de la Junta Provincial de Historia de la Provincia de Córdoba.

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