La gesta que dio origen al primer gobierno patrio tuvo vericuetos más profundos y curiosos que
aquellos reflejados en los libros de historia. Una visión distinta de los hombres que la posibilitaron. Por Luis Carranza Torres / Ilustración: Luis Yong
La Revolución de Mayo fue algo mucho más arduo que lo que normalmente los libros reflejan. Es que nunca es fácil, en una sociedad conservadora, romper con un orden establecido de siglos. A ellos cabe el baldón de haberlo realizado. No se trata de los únicos que empujaron hacia la idea de la libertad propia, pero sí de aquellos que hicieron que mayo de 1810 pasase a ser un hito inamovible en nuestra historia.
Castelli y Belgrano tenían mucho en común, como que eran primos. Compartían los mismos gustos por la buena vida, las ideas de libertad y hasta en el ramo de las conquistas femeninas. Si Manuel era el soltero más codiciado de Buenos Aires, Juan José no le iba en zaga en las preferencias, aun cuando su enlace con María Rosa Lynch le dejó a Belgrano el campo libre de la competencia familiar.
Son ellos los que traducen del inglés los diarios londinenses que el 18 de marzo habían llegado al puerto de Buenos Aires en la goleta inglesa de tres palos HMS Mistletoe. Los mismos que el virrey Cisneros mandó a decomisar en secreto, por traer ciertas noticias sumamente inconvenientes, como la disolución de la Junta de Sevilla, último precario gobierno de la España invadida por Napoleón y los suyos. Pero no contó con que el capitán del puerto, Martín Jacobo Thompson, esposo y primo segundo de Mariquita Sánchez, era su amigo. Por ello, al decomiso se le desaparecieron subrepticiamente algunos ejemplares.
Castelli pasará a la historia como el “orador de mayo”. Fue mucho más que eso. Las memorias de los testigos y protagonistas de esos días lo mencionan siempre en un papel crucial, cumpliendo multitud de tareas. Fue negociador, componedor de facciones, “ganador” de apoyos. Por esos días, fue a los cuarteles tanto para arengar como para pedir calma a las milicias criollas, sin contar que su intimación en el Fuerte, junto a Martín Rodríguez para presionar a Cisneros, fue la que finalmente logró la convocatoria al Cabildo Abierto del 22 de mayo.
Belgrano, por su parte, tuvo un papel menos público pero no menos contundente. Es quien pone las cosas en su lugar en la reunión de los distintos bandos patriotas del 24 de mayo, y el hombre cuyos consejos tuvieron más llegada en la conformación de la nueva Junta Patria.
De sus recomendados, uno cobraría tal ímpetu que llegaría a eclipsar a ambos: Mariano Moreno.
Ese abogado tan buscado para pleitear, regordete y bajo de estatura, picado de viruelas. Ese huraño, propenso a mil enfermedades, se une entonces al dúo para tornarlo trío. Y aunque inicialmente protestó por su designación como secretario, pronto, por sus bríos y energía desplegada en el cargo, pasa a ser su fuerza gravitante, que le disputa el poder a su presidente, don Cornelio Saavedra. La enemistad con éste, además de política, era una cuestión conyugal. Las respectivas de ambos, Saturnina de Saavedra y Guadalupe de Moreno, no se podían ni ver.
Moreno siente en su cuerpo el estrés del cargo. Padece de fuertes insomnios por las noches, desarreglos digestivos, se flagela frecuentemente y hasta teme que lo maten, por lo que abandonaba la sede del gobierno siempre de noche y de incognito, vestido de monje y con una pistola amartillada bajo la sotana. Aun con la salud declinándole, emprende la empresa de romper toda cadena y vínculo con el pasado colonial.
A la vehemencia de Moreno, Cornelio le opuso paciencia. Perdía por paliza las votaciones en la junta, pero supo mover sus fichas. A Castelli lo mandó al Alto Perú y a Belgrano al Paraguay, deshaciendo el trío. Y cuando los diputados por el interior reclamaron un lugar en la Junta, con el Deán Funes a la cabeza, de ser minoría pasó a dominar la escena. Moreno supo entonces, con gran angustia, que había ganado todas las batallas para terminar perdiendo la guerra con su rival.
Renunció a la Junta y pidió una misión en el exterior para escapar de posibles venganzas. Se le encomendaron gestiones ante Inglaterra. Deprimido, embarcó entonces su débil humanidad en el buque Fame y enfermó en alta mar. Un mal remedio o un buen veneno de su capitán terminó con sus días el 4 de marzo de 1811, a los 32 años. Castelli, derrotado en el norte, defenestrado por ello en Buenos Aires, morirá preso en octubre del siguiente año, con sólo 48 años, de un cáncer de lengua. Toda una ironía de la historia. Belgrano vivirá hasta los 50 y verá tanto la independencia como la disolución del gobierno nacional. Pagaron todos, con la salud de sus cuerpos, las pasiones de sus ideas. Pero con ello le dieron ese tan necesario impulso inicial a la Revolución, que ya nadie podría detener.