
Que nuestra sociedad está crispada, por motivos varios, es un hecho palpable en la calle todos los días.
Se dice que la pandemia ha exacerbado ciertos problemas sicólogos que siempre estuvieron ahí. Otro factor resulta la seguidilla de malas políticas económicas y la pauperización social, así como el divorcio que tienen con la realidad ciertos actores públicos, más preocupados en el interés propio que en el bien común.
El crimen del colectivero Daniel Barrientos en la madrugada del 3 de abril pasado, en La Matanza, volvió a poner en la discusión pública no solo el tema de la inseguridad, sino, al decir de la página digital de Todo Noticias, “la percepción generalizada de que existe una brecha enorme entre la dirigencia política y la vida real del ciudadano de a pie”.
Abonan eso con los resultados de un estudio de opinión pública elaborado por la Universidad de San Andrés la pasada semana y que revela que “apenas un 9% de los encuestados está satisfecho con la marcha de las cosas en la Argentina. Visto en clave negativa: el 89% de las personas consultadas se manifiesta insatisfecho con el presente del país”.
El chofer asesinado tenía 65 años, le faltaba solo un mes para jubilarse, vivía en González Catán y había trabajado por casi 30 años en la empresa que controla la Línea 620, siendo uno de los más antiguos, experimentados y queridos choferes de tal línea.
Por su muerte y en demanda de mayor seguridad para quienes trabajan en los colectivos, choferes de unas 86 líneas, declararon la huelga y cortaron la avenida Brigadier Juan Manuel de Rosas, en su intersección con General Paz.
Cuando el ministro de seguridad bonaerense Sergio Berni llegó al lugar fue atacado a golpes de puño y a piedrazos en una violenta escena, debiendo ser sacada por la Policía de la Ciudad.
Como nos dijo un analista político de Capital Federal: “Tenemos una dirigencia que no solo no hace bien su trabajo, sino que tampoco puede prever las consecuencias de esa ineficiencia. Siempre se creyó que el desborde social vendría por el lado económico y fue al final por el de la seguridad. Si se tomaran el trabajo de ver ciertas encuestas sobre por qué la gente se va del país verían que la inseguridad marcha pareja con las razones económicas. Otra nuestra que no hacen los deberes ni para su propia supervivencia política”.
No ayudó a la tranquilidad pública, lo que se difundió también por algunas redes, sobre los pocos o nulos antecedentes en materia de seguridad de funcionarios de alto nivel en dicha área. Se trataría, porque no nos consta, según esas publicaciones, de puestos logrados por afinidad política más que por conocimiento en el tema.
La agresión al ministro Berni es repudiable como toda muestra de violencia. Tanto, como las desafortunadas declaraciones de pretender mostrar un crimen común que provocó la muerte de un trabajador, como una oscura conspiración política. Según nuestras fuentes judiciales, ocurren entre tres y cuatro muertes de este tipo por semana en el conourbano bonaerense.
En igual sentido, también es lamentable la sobre actuación al detener a los dos choferes culpables de los golpes, como si se tratara de sicarios del narcotráfico o terroristas.
Para colmo, lo filman dejando en evidencia que se ejerció una fuerza desproporcionada para detener a quien solo era un trabajador en un hogar de clase media que no se resistió ni mínimamente a la detención.
Pese a ello se lo hizo salir de su casa y se lo echó al suelo e inmovilizó con uso de la fuerza mientras lo esposaban.
Tampoco ayuda a la percepción pública que todo el procedimiento fuera llevado a cabo por una policía cuyo jefe es precisamente a quien habían golpeado.
Para abonar las críticas de quienes dicen que todo era una puesta en escena, se los termina liberando a ambos choferes luego de decretarse una huelga de colectivos y al efecto de levantar la misma, sin cumplir con otro acto que tomarles declaración como imputados. ¿No podía solo citárselos como ocurre en cualquier hecho de lesiones leves?
La gente está crispada, es cierto. Y lo más preocupante que quienes deben llevar tranquilidad, parece que actúan en sentido contrario.
Mientras continúan las derivaciones del caso Blas Correa, por un lado, con la disputa entre fiscalías para decidir quién continúa con la investigación de los funcionarios implicados en el hecho; y, por el otro, se promueven reformas legislativas y funcionales, la lectura de los fundamentos de la sentencia dictada por la Cámara 8ª del Crimen deja muchas aristas destacables para tratar.
Efectivamente, en su extensa, detallada y prolija fundamentación, dicho decisorio ha dejado mucha tela para cortar. Algunos de sus puntos ya los hemos tratado en otras columnas, (vgr., los problemas en la formación del agente de policía). No obstante, en esta oportunidad queremos resaltar algunas de las consideraciones formuladas por el tribunal respecto del actuar de las autoridades policiales y políticas, que llevaron a declarar que tanto Blas como sus amigos que lo acompañaban esa noche fueron víctimas de violencia institucional.
Dejamos de lado lo relativo a la condena en sí y al actuar particularizado de cada uno de los actores de esta triste e injustificada historia porque entendemos que las maniobras que desembocaron en la muerte de Blas, así como las desplegadas para encubrirlo, han sido tan burdas que había prueba de sobra para condenar a sus autores. Como una derivación de esta afirmación, queremos destacar en la decisión del tribunal su decisión de absolver, pese a la enorme presión mediática que había, a quienes consideró que no tenían vinculación con el crimen.
Ahora bien, respecto a los autores del homicidio y entrando en el tema de la violencia institucional, citamos lo que, entre otras consideraciones, el doctor dijo Jaime en su voto: «Evidentemente, al momento de los hechos no estaban aptos para desarrollar una función como la de agentes policiales que deban portar armas de fuego». En ese orden de ideas, se destacó la confesión de la imputada Esquivel, quien reconoció que los policías “plantaron” una arma para desviar la investigación, lo que justificó la condena por encubrimiento. No obstante, afirmó que tanto ella como su compañero «incumplieron flagrantemente con sus elementales obligaciones» al no actuar en contra de los autores del hecho, al no evitar que se agravaran las consecuencias del hecho, se preservara la escena del crimen, etcétera. «Nada de ello ocurrió; como si fuera usual este tipo de actitudes. Silenciar absolutamente lo acontecido».
A partir de allí, se probó que la cadena de encubrimientos siguió, que ésta fue escalando en la jerarquía de los funcionarios responsables, tanto políticos como policiales. Tan es así que, en la sentencia, la cámara pide que se continúe investigando la causa, extendiéndose el reproche -entre otros muchos- a miembros del Tribunal de Conducta Policial, al comisario Cumplido, al ex ministro de seguridad Alfonso Fernando Mosquera y al funcionario de esa cartera, Lucas Sebastián Mezzano, a la actual jefa de Policía Liliana Rita Zárate Belletti (por entonces directora General de Recursos Humanos de Policía de la Provincia), además de funcionarios policiales a su cargo.
Con base en todo ello es que el tribunal, dada la condición de los sujetos que intervinieron en esta injustificable maniobra, encuadró el hecho en la llamada violencia institucional. Afirmó al respecto: «Más allá de las responsabilidades individuales de cada uno de los acusados (que por todo lo analizado supra, deberán responder por los delitos endilgados), afirmamos que, en el caso de marras, existió también un accionar institucional que es configurativo de este particular tipo de violencia».
Otra particularidad a resaltar es que el tribunal amplió la calificación de violencia institucional no sólo al crimen sino a la actitud posterior que tuvieron los distintos funcionarios, que afectó tanto a las víctimas directas como a sus familiares, sea en el lugar del hecho, en momentos inmediatamente posteriores e incluso por la falta de información o porque ésta fuera falsa, que les brindaron en la Jefatura de Policía.
No somos originales al calificar el hecho del homicidio como inexplicable, injustificado y ominoso. La misma calificación entendemos corresponde a lo acontecido posteriormente: el intento de encubrimiento de funcionarios de distinto rango, quienes, sin sentido y delictivamente, confunden -como hemos dicho ya en otra ocasión citando a un viejo profesor nuestro- espíritu de cuerpo con complicidad. Entendemos que esas prácticas tan difundidas encuentran su raíz, entre otras cosas, en la mala formación de los funcionarios policiales y de quienes los dirigen (incluimos aquí a los funcionarios políticos) y en la orientación que se le ha dado a la función de las fuerzas de seguridad, más preocupadas en responder políticamente al poder de turno que en brindar seguridad a los ciudadanos.
Mientras tanto, nosotros, los ciudadanos, esperamos que no se vuelvan a repetir hechos como el de Blas. Sin embargo, no parece haber motivos para ser muy optimistas hasta que no se decidan a hacer cambios profundos.
(*) Abogado. Doctor en ciencias jurídicas
(**) Abogado. Doctor en derecho y ciencias sociales