Por Carlos R. Nayi (*)
El principio de legalidad en un Estado de derecho dibuja los contornos de un dique de contención frente al poder punitivo del Estado. Constituye uno de los pilares fundamentales del derecho penal, actuando como límite crucial a la potestad represiva del Estado, que en manera alguna es absoluta.
En función de este principio rector, sabido es que no puede imponerse sanción penal a una persona sin que exista una ley previamente establecida que defina con claridad cuáles conductas son consideradas delitos y las consecuencias jurídicas que acarrea la transgresión a las normas. En lo central, el objetivo reposa en la protección de los derechos individuales de la persona frente al arbitrio estatal, evitando que gobiernos o autoridades judiciales impongan castigos de manera discrecional, asegurando que cada ciudadano sea tratado de conformidad con disposiciones normativas preestablecidas.
Desde otro costado se fortalece el principio de seguridad jurídica, proporcionando certeza a cada ciudadano acerca de cuáles son las conductas prohibidas y las consecuencias que acarrea su violación. En esta dirección, a nivel doctrinario, precisas directrices restringen y limitan el poder punitivo del Estado, consagrándose el valor normativo de la jurisprudencia como una conquista de enorme valor, espacio donde toda norma penal debe ser clara y precisa al tiempo de tipificar la conducta antijurídica. Toda fórmula contraria a este postulado importa aceptar complacientemente un intolerable atentado a la seguridad jurídica, a rectores principios de legalidad, lesividad, de igualdad en la aplicación operativa de la ley etcétera.
Precisamente por todo lo que significa este principio aceptado doctrinariamente y de fuerte raigambre constitucional, se debe reconocer en él la mismísima matriz del derecho penal, toda vez que la exigencia de certeza en la conformación de la estructura del tipo penal conlleva al irrestricto respeto del principio procesal de corte constitucional nullum crimen sine lege stricta.
La ley penal debe ser precisa y la determinación conceptual de la figura formal descripta clara en su expresión lingüística. Ergo, la normativa fondal está obligada siempre a describir con claridad y singular precisión cada conducta prohibida, más precisamente lo que constituye delito y, en su caso, la sanción aplicable.
En esta intelección, resulta de vital importancia la razonable comprensión de los efectos prácticos del principio limitador en la creación y diseño de la ley, donde el legislador debe fundar la norma de manera clara, describiendo la conducta merecedora de reproche legal, evitando así que la ambigüedad en la redacción alimente actividades arbitrarias por parte de quien tiene a cargo la interpretación y aplicación de la ley.
Así comienza el camino que persigue como objetivo principal alejar el peligro de la utilización analógica de la norma. Todo tipo penal abierto, afortunadamente minoritario, y que no describe de forma precisa la conducta considerada como prohibida, genera un riesgo desde que se deja librado al arbitrio del juez no sólo la posibilidad de interpretar la ley sino también completar la descripción típica, lo que a todas luces resulta peligroso, puesto que se corre el riesgo -so pretexto de imposibilidad técnica- de contemplar dentro del precepto normativo todos los supuestos de antijuridicidad penal que pueden verificarse, de consagrar injusticias que jamás pueden consentirse, toda vez que el magistrado incluso puede recurrir a pautas genéricas extrapenales.
Tampoco debe descuidarse el estado de vulnerabilidad que se genera cuando nos enfrentamos a una línea divisoria que, claramente se percibe, existe entre este principio y el tipo penal abierto, donde el juez completa la descripción típica desde el trabajo de interpretación de la ley, generando situaciones de alta incertidumbre y desconcierto. En definitiva, el principio bajo análisis representa una de las garantías del Estado de derecho más valiosa y que ha experimentado a lo largo de años un proceso de jerarquización, exigiéndose claridad y recta precisión al tiempo de nominar supuestos de hecho en cada norma penal. No siempre la ley penal es clara, contexto en el que se le exige al legislador un esfuerzo adicional para dotar a la letra que describe el tipo de la máxima claridad posible, utilizando la mayor capacidad de la palabra, por cuanto le está prohibido al juez rellenar vacíos normativos, no siendo legalmente procedente recurrir a suplir el vacío recurriendo a la proscripta analogía penal.
Concretamente, todo hecho cometido por una persona, para que constituya delito, debe ser declarado por ley anterior a la fecha de su comisión, y la actividad represiva debe sobrevenir solamente respetando las formas y a la medida del diseño legal imperante. Sin embargo, insensato sería creer que la estructura legal penal en vigencia es perfecta; habitualmente nos enfrentamos a imprecisiones, lagunas y hasta a omisiones que no transitan solamente sobre cuestiones tangenciales, y en ese escenario entra en juego el principio de máxima taxatividad interpretativa, que se verifica cuando -cumplido el principio de máxima taxatividad legal- la ley aún sigue presentando lagunas en la conformación del tipo que conducen a una confusa interpretación, por lo que se deben extremar los recaudos interpretativos respecto de la norma penal vigente.
La función punitiva resulta improcedente sin la individualización de la pena prevista en la ley, la que jamás puede quedar librado al arbitrio del magistrado. Puede válidamente ser objeto de interpretación sólo el texto de la ley y jamás debe olvidarse que el respeto a la literalidad de la norma en su redacción es decisivo. La prioridad es reducir la imprecisión de los conceptos que son utilizados para describir acciones conductuales que serán consideradas prohibidas y dan lugar a una conducta delictiva.
Ésta es la concepción imperante y que ha gobernado el espíritu del régimen penal argentino cuando nacía el primer Código Penal Argentino, aquel lejano mes de diciembre de 1886, una formidable herramienta represiva que sancionaba el Congreso de la Nación por medio de la ley 1920, y que tomaba como fuente de inspiración y conocimiento al proyecto Tejedor. Resulta particularmente relevante limitar el poder punitivo del Estado, fortaleciendo la democracia y el Estado de derecho y garantizando la transparencia y predictibilidad en el sistema judicial.
(*) Abogado