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La recepción de la ética judicial en la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH)

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Por Armando S. Andruet (h) twitter: @armandosandruet

Con fecha 10.10.22 y para entrar en vigencia efectiva a partir del 1.1.23, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (en adelante CIDH), sancionó un Código de Ética Judicial para los integrantes de dicho Tribunal, y ello naturalmente es considerado un muy importante aunque tardío avance, en dicha materia (https://www.corteidh.or.cr/docs/Codigo-etica.pdf). No dudo, empece a lo dicho, que como todas las cuestiones en donde el orden internacional y los factores de poder tienen un peso específico, es que a veces alcanzar dichos logros no es tanto conocer su necesidad sino, más bien, saber encontrar el momento adecuado para hacerlo nacer.

No dudo de que a quien es su presidente y lo ha sido también, en el proceso de desarrollo para llegar a este resultado, como es el Dr. Ricardo Pérez Manrique, se le haya escapado la importancia y valor simbólico que significa, que una Corte Internacional deje de estar al margen de las responsabilidades éticas de sus integrantes; pero, sin duda, no es sencillo, en tales organismos, orientar la generación de un instrumento que venga a colocar cortapisas a comportamientos comprometidos con la dignidad y el decoro de la función judicial internacional que es requerida a tales jueces.

No podemos dejar de señalar por coherencia y -además- por ser lo auténticamente real, que en varias ocasiones, exploramos la posibilidad de hacer consultas a la Comisión Iberoamericana de Ética Judicial (en adelante CIEJ), si acaso la CIDH no estaba alcanzada por el Código Iberoamericano de Ética Judicial y naturalmente la respuesta no podía ser otra, que aquella que indicaba que no estaba al resguardo de la CIEJ la CIDH, puesto que la Cumbre Judicial Iberoamericana es integrada por países y no Instituciones como corresponde a la Organización de los Estados Americanos y por lo tanto, no están alcanzados dichos jueces por la mencionada jurisdicción. 

Si bien ello no era óbice para que dicha CIDH pueda adherir al Código Iberoamericano, pues al no haberlo hecho y no haber dictado antes este Instrumento, ha sido dicha CIDH protagonista de situaciones de incuestionables excesos verbales y materiales por algunos de sus jueces que como tal, han ayudado a un evidente y también incómodo desprestigio de dicha CIDH. Mas siempre es bueno y oportuno comenzar un camino de reconstrucción ética de dicho organismo y por ello, tributamos profunda satisfacción por el desarrollo ahora alcanzado.

Lo cierto es que el camino que ha encontrado la CIDH ha sido el de generar su propio instrumento ético para tal Tribunal y, que sin restarle mérito, en nuestra opinión ha quedado a medio camino y más parece orientar una realización pseudoético o cosmética, antes que auténticamente comprometida con la ética. 

Pero acaso, como ese juicio nuestro puede parecer excesivo y demasiado principista, habré de brindar los criterios centrales en que se define tal instrumento; para esclarecer la tesis antes dicha. 

Empiezo por reiterar que la demanda de quedar sujetos a un Código Ético los magistrados que integran la CIDH es central, y ello lo es tanto en cuanto corresponde a la actividad propiamente jurisdiccional que cumplen y por lo tanto, exigiendo que en el desarrollo de la función y gestión judicial lo hagan acorde a principios, reglas y valores contestes con las buenas prácticas judiciales; así como el adecuado decoro, honorabilidad e integridad que se requiere del juez/jueza, más allá de la función judicial en sentido estricto y es lo que, desde la teoría de la ética judicial se nombran como los comportamientos privados con trascendencia pública que dichos magistrados/magistradas tienen en su vida corriente. 

El mencionado Código de la CIDH, ha seguido una construcción muy esquemática al haber señalado un conjunto de nueve principios y que como bien conocemos, para algunos pueden ellos ser adecuados y suficientes y para tesis, un tanto más formalistas, podrán indicar la existencia allí, de un cartabón incompleto. Estos principios son Independencia, Imparcialidad, Integridad, Prudencia, Confidencialidad, Lealtad, Libertad de Expresión, Diligencia y Actividades Extrajudiciales. 

En esta descripción se puede advertir que -al menos por dos de esos principios (Integridad y Actividades Extrajudiciales)- se le brinda al Código un alcance que sobrepasa las realizaciones que son propias a la función y gestión judicial de los casos en los cuales intervienen los mismos y por lo que, alcanzan también a los otros comportamientos privados con trascendencia pública. 

A tal efecto, la lectura del principio de Integridad reza en su parágrafo 1: “Deberán tener {los jueces} un comportamiento acorde con su alta investidura como integrante de la Corte”, y el otro indica en su único parágrafo que “No realizarán {los jueces} actividades incompatibles con sus funciones jurisdiccionales o con el funcionamiento eficiente de la Corte, que afecten o parezcan afectar razonablemente su independencia e imparcialidad”.

Con ello parecería que el alcance del Código de la CIDH es tanto para los comportamientos públicos, esto es, los propios de la función y gestión judicial; como para los privados con trascendencia pública o sea aquellos que son cumplidos por el hombre juez, fuera de la función judicial, esto es: comportamientos privados con trascendencia pública. 

Sin embargo, en dicho instrumento existe una sección que se define como ‘Observancia del Código y ámbito de aplicación’ que en su numeral 1 dice “Los principios éticos aquí señalados son de carácter orientador (…) Tienen el objetivo de ayudar (…) respecto a cuestiones éticas que pudiesen presentárseles {a los jueces} en relación al ejercicio de sus funciones jurisdiccionales”. Con lo cual, parece indicarse que hay una exclusión de aquellos comportamientos privados con trascendencia pública. 

Sin embargo el numeral 4 y último, contradictoriamente indica: “Los jueces y juezas que concluyan su mandato jurisdiccional así como los jueces ad hoc se orientarán por estos principios en lo que corresponda”. De tal manera, no queda del todo claro si en realidad alcanza a los comportamientos privados con trascendencia pública de aquellos jueces, que se encuentran en actividad jurisdiccional en la CIDH. 

A ello también cabe agregar lo impreciso que se encuentra formalizado un aspecto central y que por lo general, en los instrumentos operativos de ética judicial se debe atender muy escrupulosamente porque por ellos pasa la distinción, si estamos frente a un instrumento que tiene una auténtica pretensión de transformación de la praxis judicial, para hacerla más ética, o si sólo estamos frente a un documento que es un ensayo de buenos propósitos.

Tristemente en el caso que analizamos, más parece lo segundo que lo primero, toda vez, que en ninguna ocasión, se advierte un lugar y participación para denunciar los incumplimientos de los principios que se han materializado por los Estados Parte, que están involucrados en los pleitos. Es decir, estamos frente a un código ético, que sólo actúa en función de las solas y puras incertidumbres éticas que los jueces puedan tener en la realización de la función y/o gestión judicial; pero que no autoriza a que los litigantes al fin de cuentas, puedan hacer valer una cierta denuncia de tales violaciones a principios si la advierten como tal existente. 

En el numeral 2 de la misma sección ya dicha –Observancia del Código- se indica: “El juez o jueza que tuviese alguna duda en relación a cómo proceder respecto a su conducta a la luz de los principios aquí señalados, lo pondrá en conocimiento de la Presidencia del Tribunal. La Presidencia orientará al juez o juez como proceder”. De aquí, sin duda, no hace falta ensayar ningún estudio hermenéutico para advertir, que los Estados Parte que son quienes litigan ante la CIDH, no tienen cabida alguna dentro de la oferta ética que el Código postula. 

Ellos, quienes al fin de cuentas son los afectados por la falta de imparcialidad, diligencia o integridad -por sólo mencionar algunos de los nueve principios-, no tendrán acciones hábiles para colocar en grado de denuncia formal el mencionado hecho. En tales supuestos, el Código, en vez de convertirse en un instrumento que mejora la práctica judicial, se habrá de convertir en un evento que en el paisaje de la litigación ante la CIDH, materializa un desequilibrio y menoscabo a los litigantes y potencia un carácter cuasi decorativo de un instrumento ético, que solo resulta idóneo para los jueces y juezas cuando acaso, se encuentran frente a situaciones dilemáticas desde la ética judicial, pero no es hábil para la denuncia ética de los litigantes. 

Por último apunto que, a veces, es preferible seguir esperando el instrumento ético adecuado, antes de generarlo sin las condiciones necesarias que lo hagan en sí mismo, auténticamente ético. 

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