Por Edmundo Aníbal Heredia (*)
Dos años después de finalizadas las guerras de independencia hispanoamericana se concretó por fin el proyecto de reunir en Panamá a las nuevas naciones en un congreso general.
Simón Bolívar fue el gran propulsor, pero la idea ya era sostenida por precursores desde mediados del siglo anterior.
En los últimos años se habían gestado proyectos, como el del argentino Bernardo de Monteagudo y el del hondureño José Cecilio del Valle, y también se habían realizado tratativas entre naciones para su realización; pero era un camino sinuoso, cubierto de espinas, que no pudo ser desbravado totalmente por los adictos a la reunión.
Objetivos principales de la convocatoria eran la creación de una confederación permanente de naciones y la formación de fuerzas militares conjuntas para enfrentar solidariamente posibles ataques imperialistas, esencialmente la acción anunciada de un ejército poderoso de las naciones que componía en Europa la Santa Alianza.
Ya en la convocatoria podían presagiarse serios inconvenientes.
Paraguay no fue tenido en cuenta, en razón de su aislamiento y de la actitud indiferente de su gobierno. Santander, vicepresidente de la Gran Colombia, se opuso a que fuese invitado Haití –la primera en independizarse y cuyo presidente había ayudado a Bolívar a recuperar fuerzas para reemprender su campaña-, no sólo por ser negra su población sino también para no incomodar a Francia, que no reconocía su independencia.
En Argentina fueron propuestos Manuel Moreno, pero no pudo asumir por ser miembro de la Sala de Representantes; luego fue designado Manuel García –quien no aceptó- y más tarde, José Miguel Díaz Vélez, quien estaba en Bolivia y se dispuso a concurrir cuando ya el congreso concluía. Bolivia no hizo honor a su nombre, designando demasiado tarde a su representante; en igual tardanza incurrió el gobierno de Chile.
En tanto, el gobierno peruano disputaba con sus vecinos porque tenía que mantener tropas ya innecesarias, procedentes de Argentina, Chile, Ecuador, Colombia y de varios países europeos.
En México, Agustín de Iturbide intentaba establecer una autoridad absoluta y de incorporar a Guatemala a su mando, mientras un enviado guatemalteco recorría América del Sur procurando aliados para evitar la anexión.
Todos estos densos nubarrones se cernían sobre el escenario del futuro congreso, productos de desconfianzas y recelos mutuos.
Estando aún en el Alto Perú en las vísperas del congreso, Bolívar era asediado por varias demandas que le requerían presencia simultánea en diversos lugares. El principal reclamo era que regresara a Bogotá, donde debía tratar de apaciguar los recelos entre granadinos y venezolanos, entre civiles y militares.
Sucre, presidente de Bolivia, le pedía que interviniera para repeler la invasión brasileña a la provincia de Chiquitos. También fue tentado a enviar fuerzas al Paraguay, para liberar a su amigo Aime Bonpland, víctima del dictador Francia, y a continuar su periplo hasta Chiloé, para terminar con el último reducto español.
Como si todo esto fuera poco, fue tentado por Alvear, enviado por el gobierno argentino, para que se trasladara al Río de la Plata y asumiera el mando del ejército que enfrentaría a Brasil para dirimir el destino de la Banda Oriental.
En cuanto al orden extracontinental, el problema era cómo obtener apoyo y comprensión de las naciones europeas, que tenían variados intereses, todos ellos en función de resarcimientos materiales.
Otra de las cuestiones difíciles de dilucidar era qué naciones serían invitadas a formar parte de la Confederación Americana, prevista en la convocatoria, y en qué carácter, evaluando para ello aspectos políticos, culturales y hasta étnicos.
El caso de Brasil fue el más delicado y complejo. Desde el punto de vista espacial, un país de enorme superficie, con extensas fronteras, todas ellas conflictivas y colindantes con la totalidad de las repúblicas sudamericanas con excepción de Chile –Ecuador aún se consideraba limítrofe por el territorio que disputaba con Perú- como también limítrofe con tres dominios europeos sobre el Caribe.
Poseedor, además, de la mayor parte de la cuenca del río Amazonas y dueño de su desembocadura, cuyos afluentes bañan territorios de varias repúblicas andinas. Por otra parte, con una monarquía personificada en un miembro de una dinastía legítima europea, la de los Braganza –justamente uno de los motivos por los cuales la legitimista Santa Alianza amenazaba con enfrentar a las nuevas repúblicas americanas- con lazos de parentesco estrecho con el Borbón español.
Desde esta perspectiva, la aparición de Brasil como Estado en América era vista como la prolongación de un reino europeo, por añadidura bajo la figura de imperio y sin ocultar su pretensión de sentar predominio en toda Sudamérica.
Aún más: se mantenía allí rigurosamente el régimen de la esclavitud como una de las bases de la producción y como factor decisivo de la estructura social, cuando era ya fuertemente cuestionada en las repúblicas del sector. Y había todavía otro asunto: el de la Banda Oriental; Brasil había renovado el varias veces secular problema que enfrentaron a España y Portugal en la época colonial y ahora la cuestión alcanzaba la mayor gravedad, al desatarse en 1825 la guerra con Argentina.
Si bien no cabían dudas de que a Brasil le correspondía formar parte del congreso, todos sabían que era un socio altamente conflictivo, que traería a la mesa de negociaciones más problemas que soluciones.
En efecto, Brasil recibió la invitación y su gobierno la aceptó, pero manteniendo la pretensión de que no se tratara sobre la forma de gobierno ni la cuestión de la Banda Oriental. Aunque su representante en el congreso no llegó a destino –retornó a mitad de camino, según dicen, por razones de salud- todos aquellos problemas subsistieron, porque de todos modos la ambición de liderazgo y otros de sus condicionamientos fueron expuestos y sostenidos repetidamente ante el mundo por sus ministros y diplomáticos.
Una cuestión más para discutir y consensuar era la participación de naciones que estaban fuera del ámbito de estos países pero que tenían ahí ostensibles intereses económicos, políticos o estratégicos; en principio, la elección para las europeas fue fácil: se decidió que se invitaría a sólo una nación y, obviamente, la elegida era Inglaterra, que había tenido un papel importante en las independencias y que ahora se oponía con éxito a los planes de la Santa Alianza; las controversias al respecto se zanjaron parcialmente invitando también a Francia y los Países Bajos.
Otro de los invitados cuestionados era Estados Unidos. En la Carta de Jamaica, Bolívar ya se había pronunciado en contra, argumentando razones de religión, lengua y costumbres, pero luego admitió la conveniencia de aceptar algunas de sus sugestiones y terminó aceptando su presencia en Panamá.
Pero el gobierno de Washington anticipó que no estaba de acuerdo con algunos de los postulados del congreso, fundamentalmente porque su política al respecto era que estas naciones se mantuvieran divididas, como mejor manera de sentar baza en ellas y así constituirse en árbitro de sus diferendos.
Las instrucciones a su representante en el congreso decían: “Se rechaza toda pretensión de establecer un Congreso Anfictiónico que tratase de arrogarse facultades para decidir controversias entre los diversos Estados americanos”.
Los dos polos de este ambiente enrarecido se focalizaron, por una parte, en la figura de Bolívar, en quien sus rivales veían el peligro de la autocracia; y, por la otra, en el gobierno de Buenos Aires conducido por el primer ministro y luego presidente Bernardino Rivadavia, que veía con disgusto aquel liderazgo y asumía la tradicional postura argentina de no comprometerse en alianzas americanas.
Los tratados y acuerdos previstos se firmaron con extremos condicionamientos y terminaron siendo letra muerta. Fue el primer intento de esta América Latina en ciernes en procura de presentarse en el concierto mundial con acciones mutuamente solidarias y con carácter y convicciones propias.
Fue la primera frustración. Después vinieron otras.
(*) Doctor en Historia. Profesor de la Universidad Nacional de Córdoba e Investigador Principal del Conicet (Jubilado)