Por Silverio E. Escudero
Los gobiernos, a instancias de una sociedad autoritaria y de núcleos de diversos pelajes
ideológicos, son propensos a crear organismos que, escudados en una matriz pseudodemocrática, rememoran en sus objetivos los tribunales inquisitoriales de la Edad Media o los de las recientes dictaduras en procura de imponer sus visiones de lo “políticamente correcto
Transitamos una de las más peligrosas encrucijadas que la historia ha reservado para el hombre de este tiempo. La censura, el delito de opinión y la persecución ideológica, que nunca se han ausentado demasiado del escenario político, han retornado a nuestras vidas.
Los gobiernos, a instancias de una sociedad autoritaria y de núcleos de diversos pelajes ideológicos, son propensos a crear organismos que, escudados en una matriz pseudodemocrática, rememoran en sus objetivos los tribunales inquisitoriales de la Edad Media o los de las recientes dictaduras en procura de imponer sus visiones de lo “políticamente correcto”.
Esta decisión arbitraria transforma el ejercicio de pensar y disentir en un delito de lesa humanidad. Por ello, temprano en la vida a la hora de elegir un destino político, opté por el camino de la re-
sistencia; por transitar la vereda opuesta a la de todos los autócratas y la de todos los dictadores que pretenden imponer la unanimidad de su incapacidad manifiesta y así gobiernan dentro de la podredumbre de las aguas estancadas.
Por eso resulta imprescindible estudiar las dificultades que plantea el ejercicio democrático. Las marchas y contramarchas del equilibrio e interdependencia de los órganos-poderes y la responsabilidad de los partidos políticos o sus alianzas transitorias en la selección y calidad de sus candidatos.
La política no puede ser –parafraseando el Manifiesto Liminar- “refugio secular de los mediocres, la renta de los ignorantes y -lo que es peor aún- el lugar en donde todas las formas de tiranizar y de insensibilizar hallaron espacio para su consagración”.
Muchas veces hemos levantado la voz ante la pobreza de ideas, y ante la falta de comprensión de lo que leen, de la mayoría de los legisladores.
Los memoriosos recuerdan a aquel representante en medio de una acalorada discusión predijo que Argentina alcanzaría su grandeza “en el próximo siglo, en el siglo equis equis palito”.
Los medios de comunicación se dieron un banquete y aprovecharon la ocasión para esconder sus propias miserias. Los mentideros políticos fueron pródigos en anécdotas y cuentos en los que nuestro personaje era la figura estelar. Los memoriosos, quizás, puedan hacer una recopilación de los dislates que se le atribuían, los cuales, seguramente, empardarían al menos la extraordinaria cantera de la que fue personaje exclusivo y excluyente el mayor Carlos Vicente Aloé, gobernador de la provincia de Buenos Aires.
Por esa pobreza, llegó el reclamo de jerarquizar la política. De la necesidad de abrir las listas de candidatos a otros estratos de la sociedad e invitar a integrarse a egresados universitarios e intelectuales de nota.
La idea apareció como magnífica. Llenó de esperanzas a toda la sociedad. Se refrescaría el mundo de la política. Los intelectuales que se convirtieron en políticos activos y los que resultaron electos concejales, senadores o diputados, no encontraron –salvo excepciones- su camino y les resulta dificultoso sortear los obstáculos que les presenta, a cada paso, su nuevo oficio.
Es que una vez sentados en sus bancas dejan de pensar, de reflexionar. La disciplina de la manada dinamita su independencia de criterio y se ven obligados a sobrevivir en un medio hostil. Medio que los obliga a transformarse en vendedores de ilusiones que jamás se concretarán.
Deberán aprender a defender con uñas y dientes sus ideas y proyectos ante sus propios conmilitones para, si la diosa Fortuna los acompaña, llegar al recinto, donde es probable que terminen destrozados por tirios y troyanos.
La lista de los fracasos es interminable. Resulta doloroso verlos regresar agobiados por la frustración. Frente a ese escenario muchos optan por el silencio y el ostracismo antes que contar los entresijos de su aventura cuando, en su momento, se les ofreció un futuro dorado y un lugar destacado en el hemiciclo.
Ésas son las razones primeras por las cuales hemos rescatado de nuestro archivo un antiguo discurso de Gale McGee, quien fue destacado profesor de historia en la Universidad de Wyoming (EEUU).
En un rapto de desesperación, McGee sugirió a voz en cuello que el Congreso de EEUU cerrara sus puertas y concediera un año sabático a todos sus miembros para que se dedicasen a leer y reflexionar sobre los problemas que votaban.
Los cronistas parlamentarios trataron, de todas formas, de disimular la atronadora rechifla que recibió el senador demócrata.
Convencido del valor de su cruzada, McGee insistió. Denunció, en la misma ocasión, la enorme carga de “personal inadecuado” que enfrentaban los organismos parlamentarios y que revistaban como asesores. Personajes que no aportaban con su pensamiento al debate y perturbaban la capacidad crítica de los parlamentos, además de complicar las soluciones de los problemas quanidan en esas complejas corporaciones.
Los miembros de cualquier legislatura, insistimos junto a McGee, aprueban partidas presupuestarias, destinadas a Ciencia y Tecnología. A menudo, sin comprender los auténticos significados de esos desembolsos.
Una recorrida por los diarios de sesiones o la asistencia como oyente a sus plenarios nos excusarían de presentar mayores argumentos.
No se les está pidiendo que sean hombres de
ciencia ni sabios renacentistas. Si, en cambio, que tengan una real contracción al trabajo y al es-
tudio. Que sean capaces de armar y coordinar equipos de trabajo eficaces para ser realmente
útiles a sus propios electores y a la sociedad en general. De lograrlo, ése será un momento fantástico en la historia de las instituciones y habrán equilibrado en parte el poder presidencial que, en su esencia, ha heredado todas las atribuciones que detentaba el rey en tiempos de la colonia.
Insistimos en un concepto que, de alguna manera, debería figurar en el frontis de los palacios legislativos o en la puerta de los despachos, a manera de una mezuzá: “El equilibrio entre el Poder Legislativo y el Ejecutivo sólo se logrará cuando la legislatura tenga dentro de su mecanismo la clase de talentos que desde hace mucho tiempo han sido capaces de atraer los departamentos
ejecutivos”.
Este descarnado análisis de la política parlamentaria occidental nos lleva a enfrentar un tercer dilema que, si bien guarda relación con los anteriores, sorprende a la sociedad. Es la existencia de un núcleo de diputados y senadores pertenecientes a todas las bancadas que se destacan por su prudencia y buen tino y que siempre buscan soluciones a los más graves problemas que afectan a la civilización. Son los que miran críticamente la tendencia a ceder poderes extraordinarios al Ejecutivo que transforman al Poder Legislativo en una mera dependencia administrativa poblada de levantamanos. Por eso se oponen a que se le transfiera al presidente de la Nación la potestad de declarar la guerra y resolver la contratación de empréstitos, así como el monopolio de la iniciativa en el proceso legislativo.
La pérdida de la iniciativa hace muy difícil que un legislador desempeñe con eficiencia y eficacia el papel que le ha asignado la ciudadanía. Como lo dijo alguna vez un recordado cronista parlamentario, que fue un histórico columnista de Comercio y Justicia, hace “el papel del mandadero, del aceptante de riesgos cívicos que ha puesto en venta su conciencia”.
En esas circunstancias, el miembro del Congreso o de una legislatura provincial olvida que debe estar preparado para concentrarse “en las necesidades más estrechas y seguras de los individuos y grupos de sus distritos a los que está dispuesto a defraudar.”
Esta aproximación describe con exactitud lo que ocurre en todos los países de Occidente excepto Dinamarca, Islandia, Suecia, Noruega, Finlandia, Letonia, Estonia y Lituania, cuyos representantes no gozan de privilegio alguno ni de remuneraciones distintas al resto de la población y tienen la responsabilidad de rendir cuenta de sus actos a sus electores cara a cara.