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La mujer rural, el mercado y la soberanía alimentaria

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Por Silverio E. Escudero

Descubrir un reciente aviso que anunciaba que en la ciudad de Quito, en el seno de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso), se celebraba un coloquio internacional “sobre Patrimonios Alimentarios en América Latina, sus recursos y actores en un mundo globalizado”, despertó nuestra curiosidad y dio motivo y razón a nuestra columna.
Mucho más cuando esta cuestión es zarandeada por un conjunto de colectivos sociales que intentan construir una agenda distinta de la de los gobiernos para reducir la brecha existente entre los países desarrollados y aquellos que, apremiados por acuciantes necesidades o prepotencias imperiales, ceden privilegios y excepciones injustas en favor de los poderosos.
A tenor de los trabajos presentados en el coloquio de la Flacso-Ecuador quedó en evidencia el valor tácito de políticas de Estado “dado que el patrimonio alimentario es un factor aglutinante e interdisciplinario del desarrollo que demanda la integración (en) los países orientados hacia la soberanía alimentaria (que) cuentan con normativas constitucionales y legislación específica de reconocimiento a la plurinacionalidad e interculturalidad, al cuidado de lo natural, al fomento de la agrobiodiversidad, al desarrollo de una economía popular y solidaria, a la integración de los alimentos y la gastronomía nacional a procesos productivos agregadores de valor.”

Modelo económico que confronta con el que se debate en el Foro de Inversiones de la Organización Mundial de Comercio (OMC), en la ciudad de Buenos Aires, y que favorece la agroindustrialización que homogeneiza la producción del campo para nutrir al capitalismo y continuar la conversión de los campesinos en dependientes del mercado, que -al producir menos alimentos- requiere más dinero para la comida familiar.
“En un modelo de ‘negocios inclusivos’, donde los intermediarios deciden el comportamiento de miles de productores campesinos para la especialización en la producción agraria con un riesgo sujeto a los vaivenes del mercado; por ejemplo, una excesiva producción nacional de quinua es un problema al no tener dónde almacenarla ni a quién venderla; la diversificación productiva minimiza el riesgo económico y fortalece la soberanía alimentaria”, anota Patricio Mora, un notorio economista ecuatoriano.
Para afirmar luego que la agroindustrialización incide en la homogeneización del paisaje. “Así, la singularidad patrimonial de la agrobiodiversidad de la campiña azuaya –ubicada en la provincia de Azuay, al sur del Ecuador- matizada con gamas de verde, castaño y dorado por la prevalencia, cultivos de tubérculos, pastizales y maíz, ha cambiado por manchas de sembradíos de brócoli y borrones del contaminante plástico en la industria florícola, amén de la pérdida del concierto nocturno de grillos y ranas extintos en pro de las mejoras productivas”, remarca.
Hasta aquí la noticia. Nos quedan pendientes temas olvidados en el fragor de la cotidianeidad y resultaría pertinente refrescarlos. Mora reclama fortalecer la soberanía alimentaria e insta a que cada nación dicte normas para dar anclaje jurídico y protección a los patrimonios alimentarios (semillas, productos naturales), fomentando la apropiación social de la creación y recreación de alimentos propios y su forma tradicional de s temas que debían ser abordados en la contra cumbre obstruida por el anfitrión del Foro de Inversiones de la OMC.
¿De dónde surge el concepto de soberanía alimentaria? La Declaración de Nyéléni, suscripta el 27 de febrero de 2007, en Selingué, Mali, significó un cambio cualitativo en la batalla contra el hambre.

Por primera vez se enfatizó en los vínculos preexistentes entre el movimiento por la soberanía alimentaria y la mujer rural, ahora organizada en el movimiento feminista, debido al papel central que juegan en el ámbito rural, representando más de un tercio de la población mundial y 43 por ciento de la mano de obra agrícola. Labran la tierra y plantan las semillas que alimentan naciones enteras, garantizan la seguridad alimentaria de sus comunidades y las ayudan a prepararse para enfrentar las contingencias del cambio climático.
Tras el paso de Michelle Bachelet frente a ONU Mujeres, se avanzó hacia el reconocimiento del sufrimiento de las mujeres rurales frente a la pobreza “pese a ser tan productivas y buenas gestoras como sus homólogos masculinos y no disponer del mismo acceso a la tierra, créditos, materiales agrícolas, mercados o cadenas de productos cultivados de alto valor”.
“Tampoco disfrutan de un acceso equitativo a servicios públicos, como la educación y la asistencia sanitaria, ni a infraestructuras, como el agua y saneamiento. Las barreras estructurales y las normas sociales discriminatorias continúan limitando el poder de las mujeres rurales en la participación política dentro de sus comunidades y hogares.
Su labor es invisible y no remunerada, a pesar de que las tareas aumentan y se endurecen debido a la migración de los hombres. Mundialmente, con pocas excepciones, todos los indicadores de género y desarrollo muestran que las campesinas se encuentran en peores condiciones que los hombres del campo y que las mujeres urbanas”, destacó.
Situación que no quiere ser abordada por algunos de los países del Mercosur, porque sería contradecir su propia receta de cambios en el mercado del trabajo, que suman precarización y agravan las desigualdades de género existentes en las zonas rurales.
Ésas son algunas de las razones por las que, en esta ocasión, queremos recordar –parcialmente- la Declaración de Nyéléni, como un grito de guerra frente a los desvaríos del mercado:
“Nosotros y nosotras, los más de 500 representantes de más de 80 países, de organizaciones de campesinos y campesinas, agricultores familiares, pescadores tradicionales, pueblos indígenas, pueblos sin tierra, trabajadores rurales, migrantes, pastores, comunidades forestales, mujeres, niños, juventud, consumidores, movimientos ecologistas, y urbanos, nos hemos reunido en el pueblo de Nyéléni en Selingue, Malí, para fortalecer el movimiento global para la soberanía alimentaria. Lo estamos haciendo, ladrillo por ladrillo, viviendo en cabañas construidas a mano según la tradición local y comiendo alimentos siendo producidos y preparados por la comunidad de Selingue… Hemos dado a nuestro trabajo el nombre de ‘Nyéléni’ como homenaje, inspirados en la legendaria campesina maliense que cultivó y alimento a su gente (…).
La soberanía alimentaria es el derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica, y su derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo. Esto pone a aquellos que producen, distribuyen y consumen alimentos en el corazón de los sistemas y políticas alimentarias, por encima de las exigencias de los mercados y de las empresas. Defiende los intereses de, e incluye a, las futuras generaciones.

Nos ofrece una estrategia para resistir y desmantelar el comercio libre y corporativo y el régimen alimentario actual, y para encauzar los sistemas alimentarios, agrícolas, pastoriles y de pesca para que pasen a estar gestionados por los productores y productoras locales.
La soberanía alimentaria da prioridad a las economías locales y a los mercados locales y nacionales, y otorga el poder a los campesinos y a la agricultura familiar, la pesca artesanal y el pastoreo tradicional, y coloca la producción alimentaria, la distribución y el consumo sobre la base de la sostenibilidad medioambiental, social y económica.
La soberanía alimentaria promueve el comercio transparente, que garantiza ingresos dignos para todos los pueblos, y los derechos de los consumidores para controlar su propia alimentación y nutrición.
Garantiza que los derechos de acceso y a la gestión de nuestra tierra, de nuestros territorios, nuestras aguas, nuestras semillas, nuestro ganado y la biodiversidad, estén en manos de aquellos que producimos los alimentos. La soberanía alimentaria supone nuevas relaciones sociales libres de opresión y desigualdades entre los hombres y mujeres, pueblos, grupos raciales, clases sociales y generaciones (…)”

 

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